/ por Xandru Fernández /
Detesto que me cuenten películas, pero disfruto haciendo cosas que detesto que me hagan, así que ahí voy. Les voy a contar una película. O a recordársela, si ya la han visto. Solo un fragmento. Un episodio.
La película es Caro diario, se estrenó en 1993 y la dirigió mi carissimo Nanni Moretti. ¿Vamos comprendiendo? Sí, justo ese episodio: cuando Moretti visita a su amigo Gerardo (he buscado el nombre en Wikipedia), un erudito que lleva más de diez años estudiando el Ulises de Joyce, aislado del mundo en la isla de Lipari y, aun así, empeñado en retirarse a una isla todavía más remota, lejos de los turistas. Gerardo es uno de esos abanderados de la distinción (ya casi un fósil en 1993) entre la alta cultura y la cultura popular: Joyce y la televisión no pueden compararse, pertenecen a universos diferentes, inconmensurables, incompatibles. Hasta que, por uno de esos accidentes del destino, Gerardo se engancha a un serial televisivo y ya no puede pensar en otra cosa. ¿Se acuerdan ya? Cuando al fin encuentran una isla lo suficientemente apartada del mundanal ruido, sin electricidad ni por supuesto televisión, Gerardo es el primero en abandonar su proyecto inicial de recluirse por completo y corre en pos del último ferry para no perderse el último episodio de lo que mi abuela llamaba la novela.
Hace más de treinta años, yo veía novelas con mi abuela, pero me da la sensación de que la mayor parte de la izquierda española lleva desde entonces leyendo a Joyce ininterrumpidamente y tan solo esta semana, de golpe y porrazo, descubrió la magia de la televisión. El veterano showman Jorge Javier Vázquez mandó callar en su programa a un invitado por meterse con Pablo Iglesias y declaró que su programa es «de rojos y maricones», añadiendo que, el que no le guste, que no lo vea. Y España fue un clamor de izquierdistas aplaudiendo y deshaciéndose de sus ejemplares del Ulises o, en su defecto, de La sociedad del espectáculo, despotricando contra la teoría queer, la French Theory y la teoría, en general, a la que se acusó con más distracción que discernimiento de vivir ajena a la realidad, queriendo decir realidad, aquí, lo que en otros tiempos se llamó telebasura.
Inciso: ¿me parece mal que un histrión hiperfamoso como Jorge Javier Vázquez diga basta cuando tratan de venderle mercancía de extrema derecha? Por supuesto que no. Me encanta que sea así. Ojalá eso fuera lo normal.
Pero no es ese el asunto. El asunto es que una porción nada desdeñable de la izquierda supuestamente ilustrada ha reaccionado como el que ve Misión imposible después de veinte años regalándose exclusivamente con películas de Antonioni y Angelopoulos: con euforia. De pronto parece que todo lo que había que hacer para desapalancar la hegemonía política era gritar lo de los rojos y los maricones en un programa de televisión de máxima audiencia. Acabáramos. Todos creíamos que leyendo muy fuerte los Cuadernos de la cárcel se iba a a acabar el capitalismo y nos equivocábamos. Tantas horas dedicadas a subrayar libracos de Deleuze y Guattari y a hacer fotos de las páginas subrayadas para que vieran en Twitter cuánto chanamos de esquizomovidas, tiradas a la basura: solo había que meter un topo en Sálvame. No se han hecho esperar los sociólogos normativos de la cultura de masas, esa antigualla: Sálvame es, en tanto que prime time, pura expresión del gusto popular y, si la izquierda quiere verdaderamente hablarle al pueblo, es en esos foros populares donde tiene que hacerlo, y gritando y gesticulando, que es como habla el pueblo.
Hay que ser muy poco del pueblo para tener una visión del pueblo tan simple y tan chata. No es la primera vez que la izquierda española post-15M cae en esta trampa: ya recibimos en su momento las airadas homilías de alguno de sus hijos predilectos por culpa del gusto musical, que si es del pueblo pide más Camela y reguetón porque el rock es de derechas y muy poco español (no como el reguetón, puro folclore de la España vacía), y ya hace tiempo que asimilamos como obedientes y acomplejados punkis de postal que la Semana Santa mola más que el ateísmo porque el pueblo que reza unido permanece unido. Si ahora tenemos que adherirnos a una nueva fe catódica, ¿qué puede importarnos ya? Si tampoco es que entendiéramos mucho de Vigilar y castigar, seamos serios. No, lo novedoso no es eso, ni el tufillo antiintelectualista tan de moda en estos días de confinamiento, ni el hecho de que ninguno de los conversos al jorgejavierismo haya recelado de la sinceridad y la espontaneidad del incidente de los rojos y maricones. Lo sorprendente es la contumacia con que se insiste en señalar que Jorge Javier Vázquez ha hecho más en diez minutos que la izquierda en veinte años.
Esta es la variable que más me interesa de cuantas se han manejado en el affaire Vázquez: no la superficialidad del estallido antifascista del presentador (que, hasta donde yo sé, es capaz de reaccionar así frente a casi cualquier cosa), ni la accidentalidad de que el estallido sea de nuestro mismo signo político (¿o no somos capaces de imaginar a un presentador de ese tipo de programas haciendo callar a un invitado por defender puntos de vista de izquierdas?), sino la frivolidad con que se emite el certificado de defunción de una izquierda plural y diversa que, con todos sus desaciertos (que no estoy yo muy seguro de que haya que atribuirlos a los intelectuales, esos pajilleros foucaultianos), no es un ente metafísico o un Partido del que uno pudiera desligarse por impotente, obtuso o autoritario, sino el esfuerzo colectivo de miles de personas presionando a diario para que la agenda política no se incline del lado equivocado. Creo que raya el insulto decirle al activista antidesahucios o a la sindicalista expedientada que su vida es un dechado de mediocridades en comparación con los aspavientos bien remunerados de Jorge Javier Vázquez a quien, por cierto, Vox no ha tardado en motejar de millonario progre: ya ha salido el típico argumento ultra que hasta ahora funcionaba en Estados Unidos pero no aquí, estaremos contentos.
La izquierda, suponiendo que exista algo tan unívoco y monolítico, se equivocará y fracasará más de lo que a muchos nos gustaría, pero estoy casi seguro de que no mejorará haciendo suyos los prejuicios de los niñatos de familia bien sobre los rojos y los maricones.
Si es así, desde luego, el fracaso es del que lleva una vida entera leyendo el Ulises sin haberse acercado a un televisor: ni entendía nada entonces del primero ni entiende ahora nada del segundo.

Xandru Fernández (Turón [Asturias], 1970) es doctor en filosofía por la Universidad de Oviedo, profesor de secundaria, traductor y escritor prolífico tanto en asturiano —lengua de cuya literatura es uno de los autores más prolíficos y elogiados— como en castellano. Ha publicado diez novelas, desde El silenciu en fuga (1990) hasta El ojo vago (2016), dos de ellas —El club de los inocentes (1994) y El suañu de los páxaros de sable (1999)— fueron galardonados con el Premio Xosefa de Xovellanos. También ha publicado seis poemarios, el último de ellos Les vides incompletes (2009); tres libros de relatos, entre ellos Entierros de xente famoso (2008), y una recopilación de columnas de opinión bajo el título Apuntes de pragmática populista (2019). Además, ha colaborado como letrista musical para el grupo Dixebra.
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