Diario de Tierra Santa

Diario de Tierra Santa (7): Museos de Jerusalén

Pablo Batalla Cueto retoma el diario de un viaje a Israel y Palestina emprendido en marzo de 2019 con la crónica de un día dedicado al Museo de Israel, el cementerio nacional y el memorial del Holocausto Yad Vashem; ocasión para escribir sobre la historia de los manuscritos del mar Muerto y el Códice de Alepo, la biografía de Theodor Herzl o la poesía de Paul Celan y su tormentoso encuentro con Martin Heidegger en su cabaña de Todtnauberg.

Diario de Tierra Santa /7
Miércoles, 13 de marzo de 2019

Museos de Jerusalén

/por Pablo Batalla Cueto/

Día de visitar museos; nada menos que tres: el Museo de Israel, el Museo Herzl y el memorial del Holocausto Yad Vashem. Raquel y yo no solemos interesarnos por los museos en nuestros viajes, pues preferimos dedicar todo el tiempo posible a la experiencia, mucho más insustituible, del callejeo, la flânerie; del sumergimiento gozoso en el paisaje local y la aprehensión que hace posible de esos intangibles que no salen en las guías. A lo que los museos contienen y enseñan, puede accederse de otras maneras en este tiempo que ha hecho de Internet su Biblioteca de Alejandría. Pero hacemos una excepción cuando la oferta museística del lugar resulta de excepcional interés, y es el caso. No se puede visitar París y no ver el Louvre, no se puede visitar Londres y no ver el British y tampoco se puede abandonar Jerusalén sin haber pasado por el Museo de Israel —dotado de una buena colección arqueológica y de una magnífica exhibición de arte con obras de Renoir, Pissarro, Degas, Sisley, Monet, Cézanne, Rothko, Pollock, Modigliani…— y Yad Vashem. El Museo Herzl no es tan deslumbrante, pero nos lleva a él mi enorme interés por la figura de Theodor Herzl, el padre de la patria israelí, sobre quien he leído en abundancia.

Los tres museos están próximos entre sí en Jerusalén Oeste, la Jerusalén judía y nueva. El Museo de Israel se encuentra en Givat Ram, barrio que acoge también la Knéset, el parlamento israelí. Yad Vashem y el Museo Herzl pertenecen a su vez al contiguo Har Hazikaron, topónimo que significa literalmente «monte del Recuerdo». Se trata de una colina a la que podría calificarse como el sanctasanctórum del sionismo: en ella, además de los dos museos, se encuentra el cementerio nacional de Israel, donde se encuentran las tumbas de los así llamados Grandes Líderes de la Nación: los presidentes Zalman Shazar, Chaim Herzog y Shimon Peres y los primeros ministros Levi Eshkol, Golda Meir y Yitzhak Rabin, entre otros, así como el padre del sionismo revisionista, Ze’ev Jabotinsky. También varios subcementerios militares para los caídos en las sucesivas guerras libradas por Israel.

Nosotros nos dirigimos en primer lugar al Museo de Israel. Al levantarnos, comprobamos que se encuentra a una hora de distancia a pie desde nuestro hotel, pero decidimos allegarnos andando, toda vez que hemos madrugado mucho y que el recinto no abre hasta las diez. Nos gusta caminar, ya digo; y en este caso, lo que esa caminata nos hace recorrer es la larga concatenación de avenidas que, desde el casco viejo, atraviesa Jerusalén Oeste hasta el amplio complejo ajardinado del que forma parte el museo junto con la ya citada Knéset y el edificio del Tribunal Supremo. Pasamos de tal modo al lado de Mahane Yehuda, famoso y muy pintoresco mercado que tenemos previsto visitar al final del día. A esta hora temprana, la mayor parte de sus locales está cerrada aún, y apenas se desperezan los ya abiertos. Por la calle, casi no hay gente. Lo que sí encontramos abierto es una pequeña confitería en la cual desayunamos unos pasteles deliciosos, regentada por un circunspecto judío jaredí con la asistencia de un hijo adolescente de gesto también muy serio, ataviado como él con los negros rigores vestimentarios de la ortodoxia judía.

La Knéset, que avistamos de lejos mientras atravesamos el parque Sacher, que la rodea, es un edificio más bien feo, construido en 1966 bajo financiación del magnate James de Rothschild y en el calamitoso brutalismo hormigonado que era el furor estilístico de la época; una especie de caja de zapatos de cemento no demasiado distinta de un garaje de varios pisos. Se lo puede visitar los domingos y los jueves en recorrido guiado de una hora que recorre las salas de las comisiones, la de plenos, la de Chagall (con tres tapices y un mosaico del gran pintor judío) y una exposición sobre la Declaración de la Independencia. Pero hoy es miércoles, así que, aunque a mí me resultaría de interés, la visita no nos es posible. Tampoco lo será mañana, pues queremos comenzar el día visitando la Ciudad de David y, después, tenemos ya contratado (al final nos engancharon) el tour sagrado de Sandeman’s, una visita guiada a los edificios sacros emblemáticos de la ciudad vieja. ¡No hay tiempo para todo!

El Museo de Israel fue fundado en 1965 gracias, igualmente, a los caudales copiosos de la opulenta familia Rothschild, y abarca tres grandes alas (la de arqueología, la de arte y vida judíos y la de bellas artes), un jardín con esculturas y el famoso Santuario del Libro: una estructura con forma de tapa de vasija consagrada a los fascinantes Manuscritos del Mar Muerto. Es exactamente allí que nosotros nos dirigimos en primer lugar después de pagar la entrada al recinto y de proveernos de una audioguía en español.

Santuario del Libro

En la historia ha habido pocos hallazgos arqueológicos más asombrosos que éste: 972 manuscritos de los siglos III a I antes de Cristo, redactados en hebreo, arameo y griego y que, conservados gracias a las peculiares condiciones ambientales en un dédalo de cuevas de la zona de Qumrán, a orillas del mar Muerto, proveyeron un abundantísimo caudal de informaciones valiosas sobre la época del Segundo Templo. El conjunto incluye las copias más antiguas conocidas de todos los libros de la Biblia hebrea salvo el de Ester y el de Nehemías; manuscritos de otros libros que no pasaron a formar parte del canon escriturario judío (Enoc, Jubileos, Tobit…) y una serie de documentos vinculados a la especie de comunidad monacal que allá habitaba, tales como la Regla de la Comunidad. Qumrán era una especie de cenobio de observantes estrictos de la Torá; un retiro del mundo aislado de la civilización al que sólo se admitía a aquellos aspirantes que cumplieran una serie de condiciones muy severas, y singularmente el celibato y una austeridad muy rigurosa. Asociando el placer al vicio, comían sólo para sobrevivir. Los novicios pasaban tres años de prueba tras los cuales entregaban sus bienes a la comunidad. Los arqueólogos han venido asociándolo a los esenios, una secta ascética que nos era ya conocida por referencias de Plinio el Viejo, Flavio Josefo, Dión Crisóstomo y otros autores romanos, aunque algunas interpretaciones nuevas han ido poniendo en cuestión esa interpretación y proponiendo, en cambio, vincular los rollos a los sadoquitas de Jerusalén u otros grupos judíos desconocidos. Sea como sea, la primera ocupación cenobítica de Qumrán parece estar vinculada a un así llamado y misterioso Maestro de Justicia a quien los textos presentan como un enviado para guiar a los judíos azotados por el cólera en torno al año 196 antes de Cristo, a quien Dios había revelado sus misterios y mostrado el contenido de las profecías y el tiempo de su cumplimiento, y contra el cual se levantó un Hombre de Mentiras que lo hizo huir junto con sus seguidores hacia Damasco. Se nos cuenta que «allí adoptaron una nueva alianza» que seguidamente fue prosperando por toda Tierra Santa.

Se ha especulado con la posibilidad de que Juan Bautista, y quizás el mismo Jesús de Nazaret, estuvieran relacionados con los esenios; que fueran incluso maestros de la comunidad, sucesores de aquel Maestro de Justicia, al menos en una etapa inicial de su predicación; y ello es que las primeras comunidades cristianas no parecían muy alejadas de la filosofía esenia, de la que tal vez adoptaron algunos elementos: los esenios eran por ejemplo muy críticos con el grupo de los fariseos. De hecho, parece ser que el Vaticano entró en pánico cuando se iniciaron los estudios de los manuscritos, temiendo que revelaran que el cristianismo había sido tan solo la continuidad histórica de la comunidad esenia; y respiraron aliviados cuando los investigadores mostraron, por ejemplo, el rechazo que las reglas monacales de Qumrán mostraba hacia «todo idiota o loco, todo simple y tartamido, aquellos cuyos ojos no ven, el cojo o tambaleante, el sordo y el niño», a todos los cuales se prohibía la entrada en la comunidad, lo que chocaba con la preferencia que de Jesús muestra el Evangelio hacia los excluidos. En cualquier caso, la continuidad es evidente: Jesús será él mismo un Maestro de Justicia que, proclamado enviado de Dios, impulse una «nueva alianza» y sea perseguido por un Hombre de Mentiras…

Es bonita, novelesca casi, la historia del descubrimiento de los manuscritos. Los primeros fueron hallados en 1946 por tres pastores beduinos de la tribu de los Tamireh que querían bajar sus cabras de unos riscos a los que se habían encaramado, cayendo ya la noche sobre el desierto de Judá. Uno de ellos, Muhammed Ahmed el-Hamed, se aventuró a escalarlos; y en ello estaba cuando le llamaron la atención dos pequeñas aberturas en la roca. Curioso, trató de adentrarse a través de ellas, pero eran demasiado estrechas; y entonces lanzó una piedra dentro, tras lo cual escuchó el sonido de una cerámica al romperse. Pensando que podía tratarse de un tesoro, regresó al lugar junto con sus dos acompañantes, provistos ahora de la impedimenta necesaria para excavar. Accedieron así a la cueva y encontraron diez tinajas de barro con tapa y, dentro de una de ellas, tres manuscritos enrollados. Más tarde hallarían otros cuatro. Y lo que hicieron, después de mostrarlos a sus vecinos en su aldea —sin que los manuscritos sufrieran el menor desperfecto; tan buena era su conservación— fue acercarse a Belén a tratar de venderlos. Se los ofrecieron en primer lugar a un anticuario que les dijo que no tenían ningún valor; pero más tarde lograron que se los comprara un mercader sirio —que se los vendió a su vez a un profesor de la Universidad Hebrea, Eleazar Sukenik y el arzobispo Athanasius Yeshue Samuel, del monasterio siríaco ortodoxo de Jerusalén, que pagó cien dólares por cuatro de los manuscritos y acabó llevándoselos a Estados Unidos tras huir a ese país escapando de la primera guerra árabe-israelí. Allí, conociendo ya su valor, los puso inicialmente a la venta por un millón de dólares, pero nadie quiso comprárselos: no estaba clara su antigüedad, la suma era muy elevada y el temor a que fuesen reclamados por Israel o Palestina se interponía en la venta. Finalmente, puso un anuncio en el Wall Street Journal rebajando su precio y el arqueólogo Yigael Yadin los compró en secreto para el Estado de Israel por 250.000 dólares.

Para cierto fastidio nuestro, descubrimos que lo que se expone en el Santuario del Libro no son los manuscritos auténticos. Fastidio extraño, si uno lo piensa bien: ¿qué más da, en realidad, un original que un buen facsímil? Y sin embargo, es inevitable decepcionarse un poquito, lo que algo tiene que ver con la pérdida del aura de la que Walter Benjamin hablara en su famoso La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El aura: «una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse». Hay un vértigo especial en la contemplación de objetos muy antiguos que sólo puede estarle vedado aun a la reproducción más exacta. Pensando en ello, me acuerdo de los dos veranos que participé en la excavación arqueológica de la ciudad astur-romana de Lancia, en León, y en el sutil arrobo que me invadía cada vez que la tierra que removíamos con picos y paletas nos devolvía algún resto: un trozo de cerámica decorada, una moneda… En una ocasión, durante una prospección, uno de nuestros compañeros halló una groma, herramienta de agrimensores, y todos corrimos a contemplarla fascinados. Aquel pequeño artilugio metálico, deformado por los veinte siglos que había pasado enterrado, testimoniaba maravillosamente que en aquel páramo inmisericorde se había levantado un día una ciudad floreciente, bullente de vida, de comercio, de fiesta, de guerra. En él acariciábamos la aparición irrepetible de una lejanía.

Sea como sea, es una visita interesante la de este santuario, que además de los facsímiles de los manuscritos de Qumrán acoge una exposición sobre el Códice de Alepo, otro documento venerable de la historia judía. En este caso, se trata del manuscrito más antiguo y completo del texto masorético, esto es, el canon bíblico compuesto, editado y difundido entre los siglos VI y X después de Cristo por un grupo de judíos conocido como masoretas. Su historia, como ocurre siempre con estos manuscritos milenarios, es azarosa.  Datado en el año 930 de la era cristiana, fue escrito en Tiberíades y editado por Aarón ben Asher, un famoso erudito de aquella época, oriundo de Barcelona; y venía a satisfacer la vieja aspiración de compilar el canon definitivo de la Biblia hebrea. Después, fue custodiado por los caraítas de Jerusalén, pero robado por los cruzados cuando saquearon la ciudad en 1099. Tras el pago de un rescate, fue trasladado a El Cairo, donde sería consultado por el gran Maimónides, que declararía, consolidando así su prestigio, que era la copia más precisa del Tánaj. Más tarde, fue llevado a Alepo. Por quién y cuándo, no se sabe con certeza, aunque la tradición sitúa el traslado a finales del siglo XIV y lo atribuye a un descendiente de Maimónides. Pasó a ser custodiado en la sinagoga central de esa próspera ciudad siria, y allá permaneció varias centurias hasta que, el 2 de diciembre de 1947, durante los tumultos precedentes a la creación del Estado de Israel, una turba incendió el templo. El manuscrito se creyó entonces perdido, aunque pronto comenzaron a circular rumores de que los judíos de Alepo habían conseguido salvar algunas páginas de las llamas. Así era, y en 1958, un judío sirio llamado Murad Faham presentó el grueso de lo que quedaba del códice (alrededor de un cuarenta por ciento) al entonces primer ministro israelí, Yizjak Ben-Zvi. Más tarde, irían apareciendo otros fragmentos, preservados con mimo por miembros de la antigua comunidad judía de Alepo —obligados a exiliarse tras la proclamación del Estado de Israel— y por sus descendientes. Una página sobrevivió en el apartamiento neoyorquino de una mujer y fue entregada por sus familiares en 1982. Otro sobrevivió en la billetera de otro exiliado radicado también en Nueva York, que lo había plastificado y utilizado como amuleto, y cuya familia lo llevó a Jerusalén a su muerte. Los expertos creen que todavía hay páginas del códice por aparecer, guardadas por descendientes de la diáspora alepina; y a fin de localizarlos —y tras el fracaso de esfuerzos previos emprendidos por diplomáticos israelíes y agentes del Mosad— se ha aprestado un grupo de ellos, capaces, se espera, de ganarse la confianza de su comunidad.

Si hay un legado especialmente maravilloso que la tradición judía haya proporcionado al mundo, es su veneración por la palabra escrita y por sus soportes. Hay una historia preciosa relacionada con ello, sobre la que yo he leído hace poco en la Historia de los judíos de Simon Schama, y que le cuento a Raquel: la de la guenizá de El Cairo. La guenizá es un depósito que todas las sinagogas y yeshivot disponen a fin de almacenar los manuscritos y el material sagrado que queda en desuso. Se hace así, no con el fin de conservarlos, sino de evitar que páginas que contienen el nombre de Dios sean tratadas de manera indigna. Cuando la guenizá se llena, su contenido se quema ceremoniosamente. Pero cuando el almacén es grande, los documentos pueden no quemarse durante siglos, y eso fue lo que hizo especial a la guenizá de El Cairo, descubierta en 1896 por dos aventureras mellizas escocesas llamadas Agnes Smith Lewis y Margaret Smith, hijas de un lingüista aficionado y estudiosas amateur ellas mismas. Cuando el investigador Solomon Schechter inició la recuperación de aquellos manuscritos desechados, se encontró casi un milenio de caudalosa y valiosísima documentación. Contabilizó unos trescientos mil documentos entre los que había contratos de negocios, textos seculares y religiosos, obras de erudición rabínica e incluso escritos personales de Maimónides. El sueño de cualquier historiador de las edades antiguas, casi siempre muy parcas en documentos: un registro completo y diversificado de la vida de una sociedad.

Al salir del Santuario del Libro, reparo en un detalle divertido: el conserje que vigila su entrada, un joven judío conservador (indican que lo es sus peot, los tirabuzones que los ortodoxos se dejan crecer detrás de las orejas), tiene una libreta llena de dibujos de mujeres voluptuosas de estilo manga. Después nos dirigimos, no todavía al museo propiamente dicho, sino a uno de los atractivos de los jardines que lo rodean: una primorosa maqueta al aire libre de la Jerusalén del Segundo Templo, de la que nos demoramos un buen rato en aprehender todos los detalles. En un momento dado, un pájaro planea sobre ella y se acaba posando sobre el Templo de Herodes, al que casi iguala en tamaño, remedando algo así como un sacrílego Godzilla alado.

Nos adentramos seguidamente en el pabellón arqueológico del museo, que contiene piezas verdaderamente interesantes de todas las épocas de este rincón del mundo, cuna de la civilización y rompeolas de todos los imperios, del que bien podría decirse aquello que sobre los Balcanes ironizara Churchill famosamente: que produce más historia de la que puede consumir. Nos fascina en especial la primorosa colección de objetos egipcios: escarabajos, estatuillas, un juego de sénet… Pero también los prehistóricos, y singularmente, una female figurine de la que se nos informa que fue hallada en Berekhat Ram, en el Golán, y que fue datada nada menos que en 233.000 años antes de Cristo. El aura benjaminiana, esa turbadora bofetada de lejanía, ese mareo de eternidad, sí que adquiere aquí una entidad densa, corpórea. «Dos mil trescientos treinta siglos os contemplan». Me pregunto si esta talla tuvo modelo; si el artista neolítico que fue su autor se inspiró en alguna mujer a la que amaba o deseaba, y a la que inmortalizó de este modo; y pienso entonces en el conserje del Santuario del Libro y sus dibujos de mujeres tetudas, y a partir de él, y a la vista de esta female figurine, en el sentido intemporal del arte como mecanismo de objetivación de los deseos: esculpir, pintar, miniaturizar lo que se desea —una mujer, un bisonte, una revolución— para rogar a los dioses que nos lo concedan y, a la vez, poseerlo ya de algún modo; la potestad de mirarlo, tocarlo, acariciarlo a voluntad. Pensamiento éste que me lleva a otro: el recuerdo de algo leído en Masa y poder, del genial sefardí de Tesalónica Elias Canetti (Canetti era la italianización —porque primero sus antepasados pasaron por Venecia— de Cañete) un libro que me resultó algo tedioso pero del que me interesó muchísimo una referencia del pensador sefardí a la fascinación que debieron de sentir los primeros agricultores ante los campos de cereal, en el sentido de versión en miniatura de los bosques que habían habitado, pero cuyos peligros habían aterrorizado, a sus ancestros cazadores. De pronto, un bosque poseído; uno mismo el dios del bosque que uno mismo crea y controla. ¿No será algo así lo mismo la female figurine prehistórica que contemplamos en el museo que los dibujos del conserje del Santuario del Libro: mujeres creadas, mujeres controladas, mujeres que uno posea y no lo desafíen?

En la parte egipcia de la exposición arqueológica, se nos informa en un momento dado sobre el monoteísmo del faraón Amenotep/Akenatón. Hace casi 3500 años, este soberano tomó una decisión desconcertante y revolucionaria: decretó la eliminación de más de dos mil deidades de la religión tradicional egipcia y los reemplazó a todos por uno solo, llamado Atón, y representado como un gran disco solar. Como revolución de Amarna se hace referencia a veces a este episodio: Amarna llamará Akenatón a una nueva capital construida en el desierto y consagrada al dios único, del que el faraón se consideraba su representante en la Tierra. «Existe un solo Dios, y el faraón es su profeta», resumirá célebremente el eminente egiptólogo Cyril Aldred. Hay, por cierto, una deliciosa explicación materialista para esta revolución religiosa; razones políticas y económicas para la decisión de Akenatón, que se habría sentido excesivamente dependiente del clero tebano y, deseando además reducir el excesivo costo del culto, encontrara en aquella simplificación extrema de las prácticas religiosas la manera de matar ambos pájaros de un tiro.

Atón era una deidad muy distinta de aquéllas a las que desplazaba: abstracto, conceptual, impersonal, intolerante; y lo fue demasiado para que el pueblo llano, siempre reticente a experimentos y a giros copernicanos en las cosmovisiones establecidas, lo comprendiese. La costumbre inmemorial eran dioses corpóreos de formas animales y funciones concretas y que —como más tarde para los romanos— no hubiera problema ninguno en incorporar dioses nuevos a un panteón nunca definitivo; y en ese marco mental, a un dios sin personalidad ni mitología, mera fuerza cósmica incognoscible, tan vasta que no podía convivir con otras, no había por donde cogerlo. Akenatón mismo decía que sólo él era capaz de entenderlo, y aquel culto al dios único murió con él. Pero me pregunto si no será posible que aquel monoteísmo primigenio influyera en el judío que surgiría después; si alguna reminiscencia del mismo no abonó tiempo más tarde la germinación, ahora exitosa, del antipoliteísmo mosaico. Me prometo buscar información en Internet cuando lleguemos al hotel; y ahora que lo hago, encuentro que, efectivamente, hay quien ha trazado esa relación. La trazó Sigmund Freud en una obra titulada Moisés y el monoteísmo, y sigue concitando apoyos académicos la hipótesis de que los seguidores de Atón, cuando pasaron a ser perseguidos tras el restablecimiento del politeísmo, optaran por marchar al exilio conducidos por algún aristócrata defenestrado (¿Moisés?) y se establecieran en Canaán, alumbrando allá el judaísmo. Los historiadores que suscriben esta teoría señalan por ejemplo el notable parecido que presentan entre sí el himno a Atón y el Salmo 104, aunque otros son escépticos al respecto.

Una lectura atenta de las fuentes revela por lo demás que el judaísmo no nació exactamente monoteísta, y que los pasajes bíblicos que suelen citarse a este respecto, tales como el deuteronómico «El Señor es Dios; no hay otro junto a él», no reflejan la realidad del Israel antiguo, sino la ideología, relativamente tardía, de los llamados reformadores deuteronomistas, un grupo que trabajó por la centralización del culto en Jerusalén en los siglos VI-V antes de Cristo. La documentación arqueológica y epigráfica, y también algunos rastros textuales en los mismos textos bíblicos, parecen hablarnos de una realidad más compleja; no exactamente de monoteísmo, sino de monolatría o henoteísmo. El henoteísmo la creencia en una pluralidad de dioses de entre los cuales se considera que sólo uno de ellos debe ser adorado, y parece estar implícita en varios pasajes veterotestamentarios: así, por ejemplo, Ex 15,11 («¿Quién como tú, Yahveh, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso y santo, terrible en tus hazañas, autor de maravillas?»), Ex 18, 11 («El mal que hicieron se volvió contra ellos y, en esto, reconozco que Yahveh es el Dios más grande»), o el mismo primer precepto del Decálogo, recogido en Ex 20, 3 («No tengas otros dioses delante de mí»). Todavía Pablo de Tarso afirmará que «hay muchos dioses (theoì polloí) y muchos señores»; y uno de los varios nombres que el dios hebreo recibe en el Antiguo Testamento, Elohim, es en realidad un plural cuyo singular es Eloho, significando, por tanto, no «dios», sino «dioses». Pero, ¡ojo!, también hay estudiosos que señalan que el culto a Atón no era tampoco propiamente monoteísta, sino, él también, henoteísta; un culto al Sol como deidad suprema que no excluía la existencia, sino sólo la adoración, de otros dioses menores responsables de otros fenómenos naturales. Asunto complejo éste, en fin. Procuraré leer sobre él en profundidad, me digo, a mi vuelta a España.

Visitada la parte arqueológica del museo, nos encaminamos al ala consagrada al judaísmo. En ella, entre otras cosas interesantes, encontramos una pequeña sala específica sobre Maimónides y cuatro reconstrucciones completas de otras tantas sinagogas provenientes de lugares muy distintos del mundo. La primera es italiana, de la localidad de Vittorio Veneto; data del año 1700 y es de estilo barroco que recuerda el del vestíbulo de un palacio aristocrático de aquella época. Otra de las sinagogas, del siglo XVI, procede de Cochín, a sur de la India, y su principal atractivo es un techo de madera ricamente tallado y pintado, influido —se nos cuenta— por la decoración de las mezquitas musulmanas y los templos hindúes de la época. La tercera sinagoga, del siglo XVIII, viene de Horb, al sur de Alemania, y sus paredes y techo pintados son, nos informan, uno de los escasos testimonios conservados de la antigua tradición de las sinagogas pintadas de Polonia y Alemania, la mayor parte de las cuales fue arrasada por el nazismo. Finalmente, el cuarto templo proviene nada menos que de Surinam, construida en el siglo XVIII por judíos de origen hispanoportugués emigrados al Nuevo Mundo desde Holanda, que había sido el destino principal del exilio sefardí (uno de cuyos descendientes, Baruch Spinoza, se convertirá en uno de los grandes filósofos de la historia) tras la expulsión española de 1492 y la portuguesa de 1497.

Visitamos también en este ala una sección sobre las festividades judías donde me resulta especialmente llamativa una colección de lámparas de Janucá de todo el mundo. Janucá es la fiesta que conmemora la reedificación del Segundo Templo y la rebelión de los macabeos contra el Imperio seléucida y dura ocho días, en cada uno de los cuales se enciende uno de los brazos de un candelabro especial que evoca la tradición según la cual el del Templo pudo prenderse durante ocho días consecutivos con una exigua cantidad de aceite. El candelabro en cuestión —parecido, pero no idéntico, a la más famosa Menorá, que tiene siete brazos— se llama Januquiá, y esta parte del museo nos muestra, atractivamente expuestas utilizando un juego de luces amarillas, innumerables versiones procedentes de Siria, Yemen, India, Polonia… Por cierto que durante esta fiesta —leo ahora en un libro digitalizado de cocina judía, escrito por Silvia Plager— «el precepto indica estar alegres» y «se estila comer alimentos elaborados con aceite», tales como buñuelos, latkes de patata y torrijas de todo tipo.

Exposición de januquiás

El tiempo se nos ha ido echando encima, así que es, lamentablemente, a toda prisa que recorremos el ala artística del museo, no dedicando nada más que unos segundos de rapidísimo vistazo a cada cuadro. Tomo nota en el móvil de cuatro pinturas que me llaman la atención especialmente, a fin de buscarlas, cuando pueda, en Internet para contemplarlas con más calma. El primero es un Landscape of the Swiss Alps del pintor suizo Ferdinand Hodler: una montaña azul y simétrica recortada sobre un cielo sembrado de nubes pequeñas y como infantiles, que en los bordes del cuadro se alinean artificialmente para conformar una suerte de marco. Encuentro que la composición desprende un no sé qué relajante; una especie de arrullo que es a la vez telúrico y geométrico; que condensa, al tiempo, el orden de Dios y el de los hombres; el estético y el matemático. Seguidamente anoto un San Pedro en prisión de Rembrandt, en el que Pedro, anciano, ora arrodillado sobre un lecho de paja, iluminado por un foco teatral. Después, un Saúl y la bruja de Endor de un tal Zick, pintado en 1753 y del que me llama la atención menos la obra en sí que su motivo; esa bruja de Endor cuya historia no conozco o no recuerdo pero que se me hace atrayente, no sé si por el aire tolkieniano que desprende el topónimo Endor. Ahora que lo busco, esto es lo que encuentro:

«Saúl, el primer rey de Israel, fue a la guerra contra los filisteos y al verlos se llenó de temor. Consultó a Dios, pero no le respondió de ninguna manera, ya que había desobedecido el mandato de exterminar al pueblo de Amalec […] Por ello, en su desesperación, pidió a sus siervos buscar a una mujer que tuviera el don de la adivinación, a pesar de que él mismo había expulsado a médiums y adivinos de su tierra; y encontraron a la bruja de Endor […] Saúl se disfrazó y se dirigió en la noche a ver a esta mujer, acompañado de dos hombres. Ella consiguió del rey la promesa de que no la denunciaría por adivinación, sin saber que era él mismo quien la había prohibido, y convocó a petición de Saúl el espíritu del profeta Samuel. Al ver a Samuel, la bruja supo quién era Saúl y se sintió traicionada, pero tras ser tranquilizada, continuó con el conjuro. La necromante explicó lo que veía: un viejo sacerdote envuelto en un manto, a quien Saúl reconoció como Samuel. De él supo que Saúl, que había sido abandonado por Dios, perdería su reino a manos de David y que Israel caería en manos de los filisteos. La razón de que Dios hubiese abandonado a Saúl fue que éste no había exterminado por completo a los amalecitas».

Landscape of the Swiss Alps, de Ferdinand Hodler
San Pedro en prisión, de Rembrandt
Saúl y la bruja de Endor, de Johann Rasso Januarius Zick

El último de los cuatro cuadros de los que tomo nota es una Magdalena penitente firmada por un tal Adam Camerarius. En este caso, el motivo es que me divierte un detalle del mismo: los pechos prominentes e incitantes de la Magdalena, realzados por un extenso y nada casto escote, y en los que estoy convencido de detectar algo que sucedía con frecuencia en las pinturas religiosas del Antiguo Régimen: que los motivos sacros escondían en realidad fondos terrenales que no podía o no era recomendable representar directamente, por miedo a la Inquisición y otros censores, y para los que, por tanto, había que buscar tales disfraces. El más ilustre ejemplo de ello es —según una teoría famosa y a fe mía que muy creíble— el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, del que no es nada difícil reinterpretar el rostro de la santa, descompuesto de la santa como la fidelísima representación de un orgasmo femenino.

Magdalena penitente, de Camerarius

Tanto nos apresuramos, que no reparamos en otra de las obras que el museo alberga, y que más tarde descubriré con enorme fastidio haberme perdido: el Angelus Novus de Paul Klee; aquel ángel horripilado que Benjamin, que adquirió el cuadro en 1921, identificara famosamente como el ángel de la historia en su novena tesis sobre la filosofía de la historia:

«Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciencio hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad».

Angelus Novus, de Paul Klee

Damos, pues, por terminada, la visita al Museo de Israel, y nos dirigimos al Herzl, pero en la taquilla —donde hay un cartel que dice «This is not Yad Vashem»— nos comunican que ya no hay plazas para la visita con guía, y que no podemos realizar una por nuestra cuenta. Es una pena. De todos modos, sí que podemos recorrer el parque y visitar la tumba del fundador de Israel. Se trata de un sepulcro de piedra negra, elevado sobre una plataforma rodeada por cuatro astas de las que sólo dos ondean bandera: una, la de Israel; la otra, la de la Organización Sionista Mundial, fundada por el propio Herzl en 1897 en Basilea (Suiza). Nacida con el propósito de promover el establecimiento de agricultores judíos, artesanos y comerciantes en Palestina y trabajar por la proclamación del Estado de Israel, la OSM siguió existiendo después como paraguas de diversas organizaciones civiles, políticas y sindicales judías y puntal del «reforzamiento del sentimiento y la conciencia nacional judíos»; y hoy funge como correa de transmisión propagandística del Estado israelí.

De Herzl, de su biografía, hay una cosa que me ha resultado siempre especialmente interesante. Herzl fue nacionalista alemán antes de ser nacionalista judío. Provenía de una familia germanoparlante y asimilada, asentada primero en Budapest (mejor dicho: en Pest, pues en aquel entonces —1860— Buda y Pest todavía no estaban unidas) y luego en Viena. El joven Herzl leía apasionadamente a Goethe y creía que los judíos debían sacudirse sus «vergonzantes características judías» para volverse europeos civilizados; y durante sus años universitarios en la capital austríaca, se convirtió en miembro de la fraternidad nacionalista Albia, cuyo lema era «Ehre, Freiheit, Vaterland»: honor, libertad, patria. De aquellos años también se le conoce un poema dedicado a Bismarck. Steven Beller escribe en su biografía de Herzl que

«Las historias de la caballería alemana disfrutadas en su juventud presagiaban una admiración vitalicia, casi podría decirse que una fijación, con las virtudes de la nobleza prusiana. El nacionalismo alemán, una vez decidido, parecía una opción sensata para un joven judío de Pest, inmerso por su madre en los clásicos alemanes, con ambiciones de ser escritor, un deutscher Schriftsteller, recién llegado a la capital de los Habsburgo y con los deslumbrados ojos fijos en el recién surgido y triunfante Reich alemán».

El problema era que el movimiento estudiantil nacionalista alemán era antisemita. Herzl debió de ser consciente de esto desde el principio, ya que hubo manifestaciones antisemitas de estudiantes nacionalistas alemanes en Viena ya en 1876. Sin embargo, un joven judío como Herzl pudo ver este antisemitismo como un rechazo no tanto hacia él mismo como hacia los judíos avariciosos e incultos que no se habían integrado adecuadamente en la cultura alemana. En otras palabras, quizás viera aquello como un antisemitismo cultural con el que podía estar de acuerdo.

Jacques Kornberg escribe a su vez que «Herzl creía que la judeidad estaba plagada de defectos y vicios, resultado de la persecución, y que el judaísmo era retrógrado como consecuencia del aislamiento de siglos impuesto por los cristianos. El remedio era la absorción de los judíos en los Estados y sociedades europeos. El punto de partida de Herzl era una visión negativa de la judeidad; su solución, la asimilación radical». Parece ser que Herzl llegó a considerar la idea de una conversión masiva de los judíos al cristianismo.

Tumba de Theodor Herzl

Según se ha contado siempre, lo que hizo a Herzl caerse de este caballo fue el caso Dreyfus, a cubrir el cual en París había sido enviado por el diario vienés Neue Freie Presse. Como es sabido, la condena injusta a un coronel judío del Ejército francés por espionaje había desatado una tremenda tempestad política en aquel país, dividido abruptamente entre partidarios y detractores del coronel, y barrido de pronto por una inusitada oleada de antisemitismo. «Herzl —explican en la página web del museo— se horrorizó cuando vio a las turbas parisinas gritando “Muerte a los judíos”. Esta atmósfera antisemita condujo a Herzl hacia un nuevo horizonte conceptual. Comenzó a comprender que el problema judío exigía una solución nacional y política». La asimilación por la que había trabajado durante toda su vida —concluyó Herzl— no era posible en ninguna parte si no lo había sido para el muy patriota coronel Dreyfus en la Francia cuya revolución la había convertido en la primera nación europea en emancipar a los judíos. Por mucho que éstos trataran denodadamente de integrarse, nunca dejarían de ser percibidos como un elemento extraño; como un Otro, objeto de recelo y, a la postre, de persecución. Herzl, entonces, comenzó a alumbrar el proyecto que se sustanciaría en la publicación, en 1899, de su libro El Estado judío, que planteaba la construcción de un hogar nacional para los judíos en Palestina.

La cuestión es que con ese nuevo nacionalismo judío sucederá de algún modo algo que decía Nietzsche: todo el mundo se parece a su peor enemigo. Cuando uno se asoma a un abismo, el abismo también se asoma a él. Somos lo que odiamos; la reacción, muchas veces, copia a aquello contra lo que reacciona, e incluso es creado por ello. No es el carácter judío —razonará Sartre y concordará Arendt— lo que provoca el antisemitismo, sino que, por el contrario, es el antisemita el que crea al judío. Ese odio exterior, que no distingue churras y merinas en el furor de sus pogromos, une lo que estaba separado o no había adquirido conciencia de su unidad: el judío sefardí y el askenazí, el asimilado y el ultraortodoxo al que aquél desprecia, son una y la misma cosa para el antisemita, que los confina a todos en el mismo gueto, los amarra a la misma hoguera, los arroja a la misma celda, los conduce a la misma cámara de gas. Y en un momento dado, lo así ligado a la fuerza acaba por aceptar esa ligazón; por entender que sólo se combatirá a ese enemigo que nos quiere a todos muertos y enterrados aceptándola y volviéndola contra él. Richard Sennett explica en Construir y habitar: ética para la ciudad, aludiendo al Ghetto veneciano, que

«los judíos constituían pueblos más que un pueblo. Las hebras del judaísmo renacentista estaban tejidas con diferentes materiales: los judíos askenazis no hablaban la misma lengua que los sefardíes ni compartían con éstos una cultura común, pues había entre ellos grandes diferencias doctrinales. Los judíos levantinos estaban a su vez divididos en varias sectas cismáticas. Reducidos al gueto, forzados a vivir en el mismo espacio, tuvieron que aprender a mezclarse y a vivir juntos».

El sionismo vendrá a ser la coagulación política final de ese fenómeno. Pero algo suele caracterizar a esta clase de procesos, y es que la reacción a ese enemigo común y comunizador suele construirse imitándolo o tomándolo como modelo, como un hijo que se revuelve contra su padre pero en el fondo se le parece. Eso exactamente sucederá con el sionismo frente al nacionalismo antisemita alemán: al fin y a la postre, eran hijos del mismo padre; dos retoños distintos y al final distantes, pero emparentados en cualquier caso, del romanticismo germánico, que Herzl convertirá en un romanticismo judío y Hitler llevará a sus extremos más enloquecidos y perversos.

Digámoslo a las bravas: hay un aire de familia entre el sionismo y el nazismo, y ese aire de familia es el Romanticismo. Permítanos el lector argumentarlo. El nazismo («un desarrollo necrótico del romanticismo, elaborado en la cocina de Schopenhauer y servido con una lectura extrema y diagonal de Nietzsche», escribe José Manuel Querol) llevó a la práctica los afanes románticos de una manera que seguramente hubiera horrorizado a los románticos stricto sensu, pero que no podía sorprender en realidad a quienes ya habían escrito sobre la comunidad del pueblo, la necesidad de una nueva religiosidad que rindiera culto a la fuerza en lugar de a la debilidad, la de una Gesamtkunstwerk u «obra de arte total» que absorbiera a todas las artes, la de desgarrar los corsés de la razón y sumergirse en la infinitud de la voluntad o la de una «exuberancia del corazón» —decía Hölderlin— ajena a toda contención. Los románticos habían manifestado ya mucho antes de la metástasis nazi —escribe Rüdiger Safranski— «un desconocimiento de los límites de la esfera política, donde todo habría de girar en torno a la razón pragmática, la seguridad, la concordia, la fundación de paz y la justicia, y no en torno al afán de aventuras, a la búsqueda de extremos, a la avidez de intensidad, al amor y a la complacencia en la muerte». Llevados por su incomodidad con respecto al mundo moderno a la nostalgia de un pasado idealizado, buscaban —decía Paul Tillich— «engendrar a la madre a partir del hijo y hacer venir al padre desde la nada».

El nacionalismo alemán labrado en estos sembradíos, del que el nazismo será tan sólo la expresión radical, enloquecida, terrorista, sublimada para mal, no entendía la nación como el «plebiscito cotidiano» al que se refería el francés Ernest Renan, para quien era francés quien —dando igual dónde hubiera venido al mundo— viviera en Francia y aceptara el paquete de ciudadanía, de derechos y de deberes, francés. Entendía la germanidad, en cambio, como un espíritu perenne, indestructible, irrenunciable, inmarcesible, palpitante en la sangre del alemán de linaje naciera donde naciera, viviera donde viviera e incluso aunque no pisara jamás el territorio alemán ni hablara la lengua alemana, como ocurría en muchos casos y por ejemplo en el de los alemanes del Volga, habitantes del Imperio ruso y descendientes de germanos emigrados allá siglos atrás. El antisemitismo guardaba estrecha relación con esto: para las efusiones más desenfrenadas de esta comprensión sanguínea de la nación, del mismo modo que se podía ser alemán aunque no se conociera Alemania, podía también no sérselo por más que la familia de uno llevara instalada en Alemania varias generaciones, hablara alemán y alemán se sintiera. Y en particular, no lo eran los judíos, sobre los cuales el compositor Richard Wagner llegó a clamar en una ocasión que era preciso impedir que la «lejía» hebrea arruinase «la rubia sangre alemana». Siguiendo esta senda, Hitler instituirá una nación alemana que privará primero de derechos de ciudadanía, enclaustrará después en guetos, concentrará en campos seguidamente y tratará de exterminar finalmente —y casi lo conseguirá— a todos los judíos del Reich y del mundo, y entre ellos, incluso a militares laureados por su heroísmo al servicio del Kaiser durante la primera guerra mundial. Y lo hará al mismo tiempo que promueva la inmigración a Alemania —a una Alemania grande, extendida a través de la conquista de lo que los nazis llamaban espacio vital— de los alemanes de etnia dispersos por todo el orbe bajo el lema Heim ins Reich («volved al Reich»).

De la comparación entre sionismo y nazismo no hay que abusar: el sionismo ha parido o amparado muchas ignominias pero, hasta la fecha, nada que se parezca a la luciferina especificidad histórica de Auschwitz o de Mauthausen. Pero es irresistible hacerla pese a todo. Cuando el sionismo convierta —y citamos a David Ben Gurión— a un «polvo humano, que cualquier viento extraño, existente o imaginario, manejaba a su antojo entre las olas de la historia, en un pueblo capaz de poner en acción su voluntad nacional [… y] de convertirse en un factor importante en la liza internacional», lo hará desprendiendo todos los aromas del herderianismo. Theodor Herzl y sus discípulos articulan un nacionalismo orbitante en torno a un nosotros étnico, perenne e irrenunciable, que vuelve política y literal la nostalgia de Sion del famoso salmo cuando nunca lo había sido, convirtiendo Tierra Santa en el espacio vital del pueblo judío y en un sueño no demasiado diferente que el de la Gran Germania. Los sionistas proclaman que es judío quien tenga sangre judía independientemente de que profese, o no, la religión judía e incluso si la ha abandonado o ha adoptado otra fe; y la aspiración es reunirlos a todos en Palestina, anhelo del que más tarde será expresión legislativa la ley del Retorno israelí, promulgada en 1950 y que concede residencia y ciudadanía a cualquier judío o descendiente de judíos de hasta tercera generación que desde cualquier lugar del mundo desee emigrar al país, ello al mismo tiempo que se niega el derecho a regresar a sus hogares arrebatados a los refugiados palestinos expulsados de ellos tras la guerra de independencia israelí y la de los Seis Días y a sus descendientes.

Sea como sea —pienso ante el sepulcro de Herzl—, qué impresionante es la historia de Israel; cuanta épica hay, y qué comprensible debemos reconocer que hace la fascinación proisraelí de quienes la sienten, que aquel libro escrito en el fragor del affaire Dreyfus llegara a ser semilla de esto; que germinara hasta convertirse en este Estado pequeño pero temible, de cuyos patriarcas visitamos ahora el cementerio nacional. Sepulturas sencillas, sobrias: un catafalco negro, a veces sólo una lápida, adosados a un pequeño rectángulo de hierba. Encontramos a Yitzhak Navon, quinto presidente del país, de quien se nos informa que «endeavoured to bridge the gaps in Israeli society». A Shimon Peres, quien «led Israel to become an innovation and technological superpower» y «worked tirelessly to advance peace between Israel and her neighbors and to strengthen tolerance and coexistence within Israeli society». A Levi Eshkol, «a lover of mankind and a pursuer for peace». En la lápida de Golda Meir, curiosamente, no hay ditirambos: sólo se enumeran sus títulos. Alrededor de la de Jabotinsky, el cada vez más venerado padre del sionismo revisionista, encontramos congregados a varios militares jóvenes que visten uniformes color crema, y a los que una mujer negra en uniforme verde imparte una charla que escuchan con atención. Después, recorremos el cementerio militar, organizado por guerras, con tumbas pequeñas e iguales repetidas: la despersonalización del soldado, su conversión en cifra, eternizadas más allá de la muerte.

Tumbas militares

Yad Vashem, el museo del Holocausto, no está lejos. Sobre él, nuestra guía promete lo siguiente: «Si hay algún museo más potente y conmovedor en el mundo, está por ver». Sin embargo, me asiste un vago temor; la duda de si no nos toparemos con un exceso de efectismo, con un como zarandear psíquicamente al visitante exigiéndole que se horrorice, que en mi caso suele arruinar, por mor de una suerte de rebelión mental espontánea, involuntaria, el efecto conmovedor que estos espacios persiguen.

En este caso, el temor se revelará infundado. Nos topamos con un museo magnífico, inteligentemente organizado, sobrio y equilibrado. La exposición no renuncia a la dramaturgia de la conmoción ni a la exhibición de piezas de escaso valor informativo, pero gran valor simbólico; pero lo hace prudentemente, sin sobrepasar ese umbral del efectismo estéril, compensando esas concesiones a la emocionalidad con un esfuerzo sobresaliente en la pulcritud del relato histórico. La propia arquitectura de la construcción que alberga la exposición es muy inteligente: una sucesión de salas dispuestas a los lados de un pasillo triangular que desemboca en un vano iluminado que, mientras se recorre el corredor, remeda una luz al final del túnel, y que, cuando se lo atraviesa, da acceso a una panorámica impresionante de las colinas y bosques que circundan Jerusalén. El museo, por cierto, es de entrada gratuita.

Vista de los alrededores de Jerusalén a la salida de la parte expositiva de Yad Vashem

Habrá, con todo, un aspecto del museo que nos desagrade: su telos, el final de su relato, no es la liberación de los campos, sino la creación del Estado de Israel, sutilmente presentada como la consecuencia lógica y necesaria —que no tuvo por qué ser— de la Shoá. Se cita a alguien que dijo que los judíos estaban, en 1945, «liberated, but not free», y se muestra un vídeo de David Ben Gurión declarando la independencia. Y ello me parece perverso por varios motivos, pero sobre todo por uno: significa transmitir de alguna manera que el Holocausto fue útil; que sirvió, aunque fuera dantescamente, a un fin deseable; que tuvo consecuencias positivas; que fue algo así como un gran sacrificio colectivo para arrancarle a Dios un regalo: el regalo de instalar a los judíos en tierras arrebatadas violentamente a los habitantes ancestrales de Palestina, que, si queda vinculado de este modo a la Shoá, se hace insensible cuestionar.

Sea como sea, fuera de estas consideraciones, el museo, ya digo, es magífico. La exposición comienza por resumir la espantosa historia del antisemitismo europeo; las raíces remotas del infierno nazi. Se exhiben representaciones medievales de judíos mamando de una cerda o devorando bebés, y me emociona encontrar una página del famoso J’accuse!, el más famoso manifiesto de la historia con permiso del comunista, escrito por Émile Zola en defensa del coronel Dreyfus. Me impresiona, también, la colección de delirantes instrumentos para la clasificación racial; y me absorbe un vídeo que resume con imágenes subyugantes y gráficas electorales el ascenso político de Hitler y me recuerda a La batalla de Chile, el maravilloso documental en tres partes de Patricio Guzmán sobre la Unidad Popular de Allende y los sucesivos pasos que fue siguiendo la derecha chilena para tumbarlo, desde las primeras caceroladas de las señoras pijas de Santiago hasta el golpe de Pinochet.

En un momento dado, nos topamos con una cita de Heinrich von Treitschke, «los judíos son nuestra desgracia», que me hace recordar lo leído hace poco sobre este historiador alemán en la Historia de los judíos de Simon Schama. Treitschke, el gran historiador alemán de su tiempo, es un personaje mayor en el drama que desemboca en el Tercer Reich en tanto que alumbrador de un antisemitismo nuevo que no era ya la tosca judeofobia popular, sino una intelectualizada, sofisticada, habilidosa, que hizo fortuna aupada por el ascendiente del gran historiador. Fue Treitschke quien volvió respetable el antisemitismo para toda una generación de intelectuales que lo consideraban —escribe Schama— «la personificación de la nueva nación, papel que no tuvo el menor empacho en asumir»; un «vidente oracular de la nueva identidad alemana». Lo que Treitschke pensaba y decía sobre la nación alemana tenía fuerza de ley: no se le llevaba la contraria a quien había escrito una historia de Alemania en once volúmenes; y respecto a los judíos, aparentaba —explica Schama— «que se tapaba la nariz ante la grosería del antisemitismo popular […] Pero al tiempo que deploraba la vulgaridad del antisemitismo, […] felicitaba a la gente corriente de Alemania por la sana aversión que sentía hacia los judíos».

Una referencia a la matanza de Babi Yar (33.771 judíos asesinados en una sola operación en un barranco ucraniano, en septiembre del cuarenta y uno) me hace acordarme de un profesor que tuve en la carrera de historia en la Universidad de Salamanca, Alejandro Gómez Fuentes. Impartía una asignatura llamada Métodos y técnicas de investigación histórica, pero, como sucedía con otros profesores y otras asignaturas, Gómez Fuentes se tomaba aquel título como una mera sugerencia; y en lugar de instruirnos en tales cosas, dedicó el semestre entero a adentrarnos en la vida y la obra de Paul Celan, el gran poeta judío, que lo fascinaba (aunque, curiosamente, su especialidad académica era la prehistoria). Recuerdo con cariño aquellas clases; la pasión con que aquel hombre peroraba sobre Celan, la muerte de sus padres en los campos de exterminio, su propio paso por un campo de trabajo moldavo, su suicidio en París en 1970, arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau, o su famoso encuentro de 1967 con Heidegger en su cabaña de Todtnauberg, adonde se acercó buscando del filósofo una explicación y una disculpa por su apoyo al nazismo pero no obteniéndola. Y también sobre la matanza de Babi Yar, sobre la que recuerdo varias clases monográficas, con la traducción que Celan hiciera de un poema de Yevtushenko sobre la matanza como pretexto.

Del más famoso poema de Celan, Todesfüge, se nos encomendó escribir un largo comentario de texto cuya nota se convertiría en la de la asignatura, de la que no se nos haría ningún examen. Y tanto leímos y escudriñamos de arriba abajo y de abajo arriba aquel poema, tanto en las clases que Gómez Fuentes le dedicó como por nuestra cuenta, para escribir el comentario, que todavía recuerdo de memoria algunos versos. Los primeros: «Negra leche del alba la bebemos por la tarde/ la bebemos al mediodía por la mañana la bebemos por la noche». El cabello dorado Margarete y el cabello de ceniza Sulamita. El famosísimo «la muerte es un maestro de Alemania», y el sobrecogedor «ascenderéis al aire como humo/entonces tenéis una fosa en las nubes allí se reposa sin angostura».

¿Encontraré el poema completo en Internet? Sí, claro que lo encuentro:

Negra leche del alba la bebemos por la tarde
la bebemos al mediodía por la mañana la bebemos por la noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en el aire allí se reposa sin angostura
un hombre vive en la casa juega con las serpientes escribe
escribe cuando oscurece a Alemania tu cabello dorado Margarete
escribe y sale da casa y refulgen las estrellas silba a sus perros
silba a sus judíos les hace cavar una fosa en la tierra
nos ordena hacer música para el baile

Negra leche del alba te bebemos por la noche
te bebemos por la mañana y al mediodía te bebemos por la tarde
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa juega con las serpientes escribe
escribe cuando oscurece a Alemania tu cabello dorado Margarete
/tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en el aire allí se reposa sin angostura/

cavad más profundo en el suelo unos cantad otros tocad
echa mano al arma en su cinturón la esgrime sus ojos son azules
hincad con más profundidad las palas otros tocad para el baile

Negra leche del alba te bebemos por la noche
te bebemos al mediodía y por la mañana te bebemos por la tarde
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello dorado Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita él juega con las serpientes
él grita tocad con más dulzura la muerte la muerte es un maestro de Alemania
/él grita tocad más sombríamente los violines entonces ascenderéis al aire como humo/
entonces tenéis una fosa en las nubes allí se reposa sin angostura

Negra leche del alba te bebemos por la noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania
te bebemos por la tarde y por la mañana bebemos y bebemos
la muerte es un maestro de Alemania y su ojo es azul
te alcanza con una bala de plomo te alcanza sin equivocarse
un hombre vive en la casa tu cabello dorado Margarete
azuza a sus perros sobre nosotros y nos regala una fosa en el aire
él juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania

tu cabello dorado Margarete

tu cabello de ceniza Sulamita.

Leo ahora algo curioso sobre este poema en un libro de Steiner, La poesía del pensamiento: «Es una verdad un tanto fácil, pero no obstante una verdad, que el suicidio estaba inscrito en los primeros poemas de Celan, en el Todesfüge, cuya fama le daba náuseas, cuya recepción en el programa escolar alemán constituyó una última ironía. Desde el principio Celan estaba de permiso de la muerte». También escribe Steiner sobre algo de lo que recuerdo que también nos habló entonces Gómez Fuentes: la relación tormentosa que Celan mantenía con la lengua alemana y con su propio encumbramiento como uno de los más grandes poetas en ese idioma:

«Las aportaciones de Celan a la poesía y a la prosa alemanas están a la altura de las de Hölderlin. Son innovadoras superando a Rilke, Pero en esa lengua habían sido masacrados sus padres y millones de otros judíos. La escandalosa supervivencia de la lengua alemana después de la Shoá, el saber que él estaba aumentando su prestigio y su futuro llenaba a Celan de sentimiento de culpa, a veces de aborrecimiento (se ganaba precariamente la vida dando clases de alemán). Un huésped de sí mismo apenas tolerado, intermitente, Celan sufrió severos accesos —quizá buscó refugio en ellos— de perturbación mental, de Umnachtung, de nuevo comparables con lo sde Hölderlin».

El episodio de Todtnauberg es fascinante; digno de una película shakespeariana: sólo dos personajes —dos ancianos—, un único escenario —la cabaña y los bosques circundantes— y toda la carne en el asador de un guion portentoso, que refleje adecuadamente la tensión de aquel encuentro; toda la laberíntica complejidad de emociones del poeta que visita al filósofo que consagró su talento al engrandecimiento de los asesinos de sus padres pero al que, pese a todo, admira, porque al embrujo de Heidegger era imposible resistirse, y «sus innovaciones dentro del crisol de una sintaxis forjada con violencia» (Steiner) habían influido grandemente sobre la propia sintaxis tortuosa de la poesía de Celan, y Heidegger también admiraba a Celan, hasta tal punto que asistió a una de sus últimas lecturas públicas, de la que hay una foto en la que Heidegger lleva puesto un gorro negro que lo hace parecer un viejo rabino. El momento en el que Celan estampa una firma —que lo hará preguntarse, azorado, con qué otras firmas convivirá la suya; qué clase de gente peregrina a la cabaña de Heidegger— en el libro de visitas de la cabaña: «Al libro de la cabaña, con la mirada a la estrella de la fuente, con la esperanza de una palabra venidera del corazón». Y la palabra venidera del corazón que ni llega ni deja de llegar; el silencio enigmático de Heidegger, mantenido hasta el final de sus días, terrible y a la vez loable de algún modo, porque significaba renunciar a una absolución que podría haber obtenido con relativa facilidad argumentando que, si bien militó en el partido nazi desde 1933 y hasta el mismo final, y había asumido el rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933 ensalzando a a Hitler como «la realidad alemana actual y futura y su ley» y cargando contra la «tan celebrada libertad académica, […] puramente negativa, inauténtica»; si bien se había aplicado obedientemente a purgar la Universidad de judíos y disidentes, había dimitido en 1934 y virado entonces hacia una «enfurruñada soledad» (Pierre Aubenque) y, si no hacia el antinazismo, sí hacia una relación más crítica con el nazismo, rehusando participar en fastos del régimen a los que se lo invitaba, haciendo de su entorno en la Universidad, según testimonios de estudiantes que formaron parte de él, el único en el que se permitía la crítica abierta al régimen e incluso siendo atacado con regularidad por los ideólogos oficiales de éste. Esa defensa hoy sería débil; insuficiente para mitigar el pecado nazi de Heidegger, que historiadores como Emmanuel Faye han demostrado aún más grave de lo que se creía, pero no lo hubiera sido en aquellos años de guerra fría en los que el barril de Brent del perdón a los colaboracionistas cotizaba muy barato. Y sin embargo, Heidegger siempre rehusó intentarla, quizá por un prurito de honestidad o por una incomodidad misántropa hacia la espectacularización de la confesión y la culpa.

Me gustaría, ya digo, ver una película, una película buena, que diera cuenta de todo esto. Y es con ese pensamiento en mi cabeza que salimos de la parte expositiva de Yad Vashem y nos adentramos en la famosa Sala de los Nombres: una cámara circular con trazas de santuario, con retratos de víctimas cubriendo su cúpula, centenares de archivadores con los nombres e información personal de millones de ellas llenando mareantemente sus paredes circulares y un agujero en el suelo que —como resume hermosamente nuestra guía— «honra a las víctimas cuyos nombres nunca se conocerán porque ellos, su familia, sus amigos y sus conocidos han muerto, sin dejar ningún testigo ni alguien que pronuncie el kadish (el rezo judío en memoria de los muertos) por ellos». Seguidamente, recorremos la parte al aire libre del recinto de Yad Vashem, que incluye diversos espacios y monumentos. La Sala del Recuerdo, donde arde una llama eterna cerca de una cripta que contiene las cenizas de las víctimas traídas de los campos de extermnio, con los nombres de veintidós de los campos más infames inscritos en el suelo. El memorial del Vagón de Ganado, uno de los vagones originales utilizados para transportar desde los guetos a los campos. El monumento a los Niños, dedicado al millón y medio de ellos fallecidos en el Holocausto, excavado en la roca y que contiene una llama solitaria reflejada infinitamente por cientos de espejos, con unas voces grabadas que leen los nombres de aquellas desgraciadas criaturas.

Cúpula de la Sala de los Nombres
Memorial del Vagón de Ganado

Me gusta el Valle de las Comuinidades: un dédalo de paredes de roca de hasta diez metros de altura en las que aparecen grabados los nombres de centenares de comunidades hebreas de la Europa y el norte de África de preguerra, destruidas por el delirio nazi. De la disposición laberíntica del monumento, con numerosos callejones sin salida que obligan a volver sobre los propios pasos y hacen que cueste trabajo encontrar la salida, me doy cuenta de que persigue, de manera nuevamente muy inteligente, obligar al visitante a una visita no rápida ni despreocupada, sino que lo haga apreciar la magnitud del desastre. Leo ahora en Internet que, efectivamente, «se intenta que el visitante sienta un cierto grado de inseguridad, de encontrarse atrapado». Y que el número de comunidades cuyos nombres aparecen grabados en la piedra no se cuenta por centenares, sino por miles: más de cinco mil, concretamente, grabados en 107 muros de piedra. Tomo varias fotos del memorial, subyugado por esta catarata de topónimos: Lubaczów, Tyczyn, Castellaun, Oberwesel, Souk el-Khamis, La Goulette, Carthage, Hajduszoboszló… «Cada sección del Valle —explica la página web que consulto ahora— representa una región en la Europa de preguerra con una población judía importante. El nombre de la principal comunidad de la región está gravado en piedra de Jerusalén; los nombres de otras comunidades están escritos en placas de mármol».

Salgo de este memorial con una pegajosa desolación; más conmovido aún que por el monumento a los Niños o la Sala de los Nombres. Por alguna razón, esta enumeración geográfica, este como índice onomástico de un atlas, me devasta más hondamente. Dándole vueltas al porqué, pienso que, en realidad, el Valle de las Comunidades transmite de manera más completa el cataclismo nazi, pues refleja no la destrucción de personas, sino la de un mundo completo o, por mejor decir, cinco mil mundos completos, cinco mil universos; y en general, la de aquella maravillosa Europa de territorios heterogéneos y capitales políglotas, tapices etnolingüísticos que horrorizaban a los nacionalistas, sedientos de la pureza imposible del Pueblo Uno, pero que cualquier mente sensible prefiere con mucho a la desoladora estandarización nacional que la posguerra mundial consagró pese a todo, otorgando a Hitler una victoria póstuma. Hitler quería desjudaizar Alemania y Europa y Alemania y Europa se desjudaizaron; Hitler quería ser líder de una confederación de naciones monocordes y herméticas y en eso exactamente se acabó convirtiendo este continente malhadado. Me gusta más lo que este memorial transmite que el telos antes comentado del museo; este llanto por la Europa perdida irreversiblemente más que la celebración del Israel conquistado: un Estado, él también, monocorde o que quiere serlo; dador de la razón a quienes clamaban que los alemanes no podían convivir con los judíos. Los nazis, de hecho, contemplaron la posibilidad de un Estado judío al que enviar a todos los hebreos del país antes de decantarse por la enloquecida Solución Final, decidida ya en plena guerra.

En 1967, Emil Fackenheim formuló un célebre «614.º mandamiento» para los judíos, añadido a las 613 reglas tradicionales de culto y comportamiento del canon ortodoxo, que decía así: «Se prohíbe a los judíos conceder victorias póstumas a Hitler». Y la mera existencia del Estado de Israel es de algún modo un incumplimiento de ese mandamiento; una victoria póstuma de aquel primer Hitler que se conformaba con vaciar Alemania de judíos. Una victoria concedida comprensiblemente, porque, se opine lo que se opine sobre el Estado de Israel, es entendible —lo es; debemos reconocer que lo es— que los judíos, después de demasiadas ocasiones en que países que los habían tratado bien y en los que se habían sentido cómodos los acabaran expulsando, persiguiendo o exterminando, después de 1492 y Bogdán Jmelnitski y el affaire Dreyfus y Auschwitz, no se fíen de nosotros, y cuiden la fortaleza en la que han logrado encastillarse. Pero una victoria desoladora en cualquier caso, porque son desoladores, tienen que serlo, la imposibilidad de la convivencia entre diferentes y este mundo de naciones plastificadas. El Valle de las Comunidades expresa esa desolación; presenta la destrucción del judaísmo europeo como un desastre sin paliativos en lugar de como una desgracia útil o el precio oneroso de un bien codiciado.

Hay otro lugar ilustre en el recinto de Yad Vashem: el Jardín entre los Justos de las Naciones. Dedicado en 1996, está consagrado a aquellos gentiles que se distinguieron por su ayuda al pueblo judío durante los años del Holocausto. El más famoso de ellos es Oskar Schindler, el industrial alemán, salvador de mil doscientos judíos, a quien hiciera famoso la aclamadísima película de Spielberg La lista de Schindler, pero la lista de los homenajeados supera los catorce mil. La página web de Yad Vashem expresa hermosamente la heterogeneidad de este conjunto de hombres y mujeres que en medio del peor de los infiernos porfió en mantener regado el árbol de lo mejor de la condición humana, arriesgando su posición y en ocasiones su vida:

«La mayoría de los salvadores eran personas corrientes. Algunos actuaban por convicción política, ideológica o religiosa; otros no eran idealistas, sino meros seres humanos a los que les importaba la gente a su alrededor. En muchos casos nunca planearon convertirse en salvadores, y no estaban en absoluto preparados para el momento en el que debieron tomar una decisión de tan largo alcance. Eran seres humanos comunes, y es precisamente su humanidad la que nos conmueve y la que debiera servir de modelo. Hasta ahora, Yad Vashem ha reconocido a Justos de 44 países y nacionalidades; hay entre ellos cristianos de todas las denominaciones e iglesias, musulmanes y agnósticos, hombres y mujeres de todas las edades; provenientes de todos los estilos de vida; altamente educados, así como campesinos analfabetos; figuras públicas y marginales; citadinos y granjeros de los más remotos rincones de Europa; profesores universitarios, maestros, médicos, clérigos, enfermeras, diplomáticos, trabajadores no calificados, sirvientes, miembros de la resistencia, policías, pescadores, un director de zoológico, el propietario de un circo, y muchos más».

Recorro solo el jardín, muy extenso: Raquel está muy cansada y ha preferido esperarme sentada en un banco. Y lo hago buscando un homenajeado en particular, pero no a Oskar Schindler, sino, patriota de mí —quién lo hubiera dicho—, a un justo español: Ángel Sanz Briz, el ángel de Budapest. Embajador de España en Hungría durante la segunda guerra mundial, este zaragozano ejemplar salvó la vida de unos cinco mil doscientos judíos húngaros proporcionándoles pasaportes españoles, acogiéndose a un real decreto de la dictadura de Primo de Rivera que permitía el acceso a la nacionalidad a judíos que pudieran probar su origen sefardí. Sanz comenzó expidiendo los pasaportes a judíos de ese origen, pero, más tarde, amplió la protección a cualquier hebreo perseguido mediante la treta de hacerlo pasar por sefardí. De los 5200 salvados, finalmente, sólo doscientos resultaron ser auténticamente sefardíes. A Sanz Briz se lo reconoció como Justo entre las Naciones en 1989. Tras encontrar su árbol, me quedo un rato contemplándolo. Siempre me ha conmovido mucho la gesta de este hombre bueno y admirable.

Me voy fijando en los nombres inscritos en las placas de otros árboles. En un momento dado, me topo con uno dedicado a un Charles Coward, y me quedo con el nombre, prometiéndome buscar, cuando pueda, cuál fue el paradójico acto de valentía de este inglés cuyo apellido significa cobarde. Ahora que lo hago, ésta es la asombrosa historia que encuentro: Coward era un soldado británico que fue capturado en mayo de 1940 cerca de Calais, y que acabó dando con sus huesos en el Arbeitslager de Auschwitz-Monowitz, situado a cinco kilómetros del más famoso campo de Birkenau. Allí, merced a su conocimiento de la lengua alemana, fue nombrado enlace de la Cruz Roja de los prisioneros británicos, y ello le permitió moverse más o menos libremente tanto por el campo como por las localidades vecinas. Un día, durante una de aquellas salidas, presenció la llegada a Auschwitz de trenes abarrotados de judíos. A raíz de ello, organizó una red de contrabando para hacer llegar comida y otros bienes a los prisioneros. Comenzó, también, a intercambiar mensajes codificados con las autoridades británicas por medio de unas cartas remitidas a un ficticio William Orange (nombre en clave del War Office), proporcionándoles información militar, notas sobre las condiciones de los prisioneros y datos —fechas, cifras— sobre la llegada de los trenes. Más tarde, logró colarse en el campo judío y presenció así de primera mano las condiciones espantosas de los prisioneros. Determinado a hacer algo al respecto, resolvió emplear suministros de la Cruz Roja, particularmente chocolate, para comprar a las SS cadáveres de prisioneros fallecidos en su campo, entre los que había civiles belgas y franceses empleados como trabajadores forzados, y después proporcionar los documentos y la ropa de los muertos a judíos que, así, podían escapar de Auschwitz. Coward salvó de este modo hasta a cuatrocientos esclavos judíos. Hay una película de 1962 sobre él: The password is courage.

Salgo del jardín algo azorado, carcomido por una duda angustiosa que siempre me acomete cuando me topo con esta clase de historias de valentía en tiempos caníbales. Me pregunto si yo sería valiente en una situación así. Y esa pregunta que ya de por sí es incómoda de hacerse me conduce a otra. ¿Estoy más cerca de Charles Coward o del anónimo Müller o Schmidt o Schneider que se tapaba la nariz ante el olor a carne chamuscada, cerraba los ojos ante la columna de humo y disfrutaba de las prebendas que el sistema ofrecía a quienes se callaban? Cuando nos imaginamos habitando un futuro nuevo fascismo, tendemos, la gente de izquierda al menos, a figurarnos a nosotros mismos como héroes de la resistencia; como sus miembros al menos, pero, ¡ay!, la estadística histórica es mucho menos indulgente y nos habla de lo muy habitual de que los altos ideales sean arrojados por el retrete cuando requieren ser defendidos con la vida. De mí quiero pensar que no sería un delator; que no colaboraría activamente con los malos. Estoy razonablemente seguro de que no lo sería (aunque, honestamente, no lo estoy del todo). Pero entre el delator y el héroe antifascista hay un ancho espectro de grisuras, y quisiera tener más claro de lo que lo tengo que no formaría parte de aquella mayoría silenciosa que no se hacía preguntas cuando dejaba de cruzarse al vecino Blumenstein en el portal, y luego se dejaba de encontrar al vecino Rosenthal. Me pregunto si no seré ya uno. ¿Cuántas preguntas de respuesta tenebrosa cuyo conocimiento nos haría responsables de contribuir a la lucha por disipar las tinieblas no nos hacemos ya en estos días que también conocen horrendas ignominias?

Nuestra visita a Yad Vashem concluye así. Atardece ya cuando salimos del recinto y tomamos el tranvía para regresar al centro de Jerusalén. No al casco viejo, sino al centro comercial, donde cenamos falafel y shawarma en Moschiko, un pequeño establecimiento famoso por su humus. Y después, a Mahane Yehuda, el famoso mercado ya citado en cuyas inmediaciones desayunamos por la mañana, y en uno de cuyos puestos, especializado en halva de diversos sabores (un turrón oriental hecho con sésamo, que me maravilló durante mi Erasmus en Chipre, y que compro y devoro siempre que tengo ocasión en nuestros viajes, pues en España no me ha sido fácil encontrarlo), me gasto 52 shekels en un mazacote de halva con pistacho. Después, nos tomamos una cerveza en un establecimiento llamado Alexander, donde nos atiende una camarera joven y cool —pintas modernas, pelo morado, labios pintados de una especie de rojo metalizado— que va de aquí para allá sentándose a charlotear con los clientes y en un momento dado lo intenta hacer con nosotros después de preguntarnos nuestro nombre, pero se escabulle cuando comprueba que no estamos interesados.

Tiendas de souvenirs en la Jerusalén comercial
McDonalds kosher

Nuestro día termina así. Ha sido intenso; estamos cansados, y la tosca cama de la pensión nos parece la más mullida alcoba, un lecho de ángeles o de dioses, cuando nos introducimos en ella.

[EN PORTADA: Arresto y deportación, de Ceija Stojka (1995)]


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl, La Soga y Nortes; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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