Creación

Hilo de pecios sueltos y haikus enjaulados

Concatenación de escritos fragmentarios de cuarentena de José Manuel Sariego; fugaces aprehensiones del flujo de conciencia del autor en un tiempo abracadabrante.

/ por José Manuel Sariego /

Naufragio

Si la pandemia de marras se identificara con un naufragio —que bien pudiera parecérsele si a la destrucción de vidas y haciendas nos atuviésemos—, los escritos a pedazos que siguen compondrían una porción, la parte alícuota de los restos que me han tocado en suerte sin ejercer mayores empeños durante la rebatiña, sin pujar apenas en la rebusca de los desechos: cuatro hilos desmadejados de textos inconexos y una menguada serie de versos prosaicos. No dio para mucho más la desgracia sobrevenida. Magra recolección, por el momento. Dicho al nuestro modo local: «ye lo que hay».

Dictado de primaria

Las gallinas cacarean. Las ovejas balan. Las cabras también balan. Los elefantes barritan. Los perros ladran. Los gatos maúllan. Los leones rugen. Las vacas mugen. Las palomas zurean. Algunos pájaros trinan. Los gochos gruñen. Los humanos cliquean.

Miedo a las gaviotas

Ignora a los pardales. Deprecia a las pegas. Teme a las gaviotas. Persigue, implacable, a las palomas. Solo a las palomas. Se contenta con espantarlas.

Siempre se comportó así con las aves más comunes de su hábitat urbano: ignorando, despreciando, temiendo, persiguiendo. Siempre fue así. Desde bien cachorro. Y va para seis años que aterrizó en casa por Navidad. Igual que el turrón.

Un morro enhiesto

Levanta la cara de repente con los ojos semicerrados. Estira los labios entreabiertos hacia arriba. No precisamente para besar a una nube, sino para disparar escupitajos contra el firmamento.

Se escuchan truenos: ¡trum!, ¡trum!, ¡trum! Así como suena a los oídos de los indocumentados; como admite la fonética de los pobres. Se intuyen pistolas: ¡pum!, ¡pum! ¡pum! O granadas: ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!

Estallan onomatopeyas —repiques, tañidos de guerra— a tutiplén solo con observar la posición altiva de esos morros. Mismamente.

Elucidario

No encontraba respuestas satisfactorias la menda lerenda esa. Vamos, que no se enteraba de una: ni de lo que vale un peine ni de la misa la media ni de la fiesta. Vamos, que se caía del guindo o del nido cada dos por tres.

Los nietos la atolondraban. Los hijos la utilizaban. El marido, aún vigente, un poste de la luz. Los diales, un fárrago. Los canales catódicos, un guirigay. Las redes, una maraña. Las tertulias de café, soliloquios de sororidad. La bondad, disfraz de monja. La virtud, una perdida. La felicidad, una entelequia. La solidaridad, un anuncio publicitario. La belleza, un espejismo. El arte, un cuento. La prosa, cuento de viejas, y el verso, cuento de cuentos. Su memoria, asincronía. Su existencia, erial. Su futuro, nimio.

Sin lugar a dudas, Cristina Cifuentes Pérez necesitaba, como el comer, como el aire que respiramos, como el sol que nos alumbra, un elucidario completo para subsistir con cierta lucidez en medio del marasmo reinante.

Cocina Económica

Los más pobres almuerzan temprano. Al mediodía. O antes. Los menos pobres almuerzan más tarde. Generalmente. Los ricos, por la suculenta parte que les toca, carecen de horarios. A la hora de comer.  

Los accesos a la Cocina Económica de la villa, aquí, al lado, a eso de las doce o bastante antes, desbordan la emergencia del hambre. Auténtica. Rutinaria. De antiguo.

Más pronto que tarde…

—¿Más pronto que tarde, ministra?

—Oiga, predicador, andamos ya por el siglo XXI.

—No joda la marrana, poeta.

Otra cosa, mariposa

Si no eres la atractiva Helena de Troya (a la vista está que no), ¿por qué te busca entre las sábanas?, ¿por qué te espera en los aeropuertos?, ¿por qué te roba en las tiendas de todo a cien?

Si no te pareces al musculado Ulises (sobran evidencias), ¿por qué te añora Penélope (que tampoco es Penélope), jugando al escondite tras cacharros, fogones y cortinajes de colores?

Si nuestros pies no son alados (que ni por asomo), tal que los de Aquiles, ¿a qué viene confundir las flechas inicuas de Cupido con mariposas románticas?

Si el amor es otra cosa, mi vida, que nos roe los calcaños.

Cairel

Algunas palabras sorprenden. Se cuelgan de las orejas como moscardones. O de las mangas de la camisa a modo de flecos. Reptan por la coronilla de la nuca cuales pegajosas hebras de seda. Brillan, refulgen, deslumbran como trozos de araña.

O ensucian la lengua: cairel, aire infecto de miel.

Hermanos de sangre

No se hablan. El uno por el otro, la casa sin barrer. Llevan cinco o seis años sin hablarse. No existe causa, razón o explicación comprensibles. Se esfumaron las palabras entre ellos. Simplemente. Uno cumplirá pronto los sesenta. El otro, sesenta y seis. Y no se hablan.

Hace poco, una ola atrevida de un apacible mar del sur se llevó el cuerpo del pequeño. Lo envolvió por sorpresa en un abrazo de furia. Salió a flote de milagro, según le contaron al mayor. Regresó a su casa, al norte, a los dominios del Cantábrico, con las entretelas encharcadas y una sonda en la vejiga. «¿Qué te pasó?». «¿Estás bien?», le dijo el mayor al menor a través de un mensaje que no obtuvo respuesta. No se hablan.

Cabe la posibilidad de que se mueran sin retomar una puta conversación por banal que sea. Y sin una mísera conversación (ya no digamos sin un mísero beso), no hay hermandad que valga.

Cárcel

Esa noche no podía dormir por muchas vueltas que pegara. Optó por abrirle al perro la puerta del dormitorio. Más que agradecido, se ovilló a sus pies en el lecho. Le alargó la mano derecha. Le rascó la cabeza. El chucho se aquietó del todo. Ella sentía los ojos reventados por el llanto y un desmadejamiento inercial. Abandonada. Rendida.

Durante aquella vigilia interminable descubrió las dos imágenes, las dos caras de la soledad más densa: la suya propia con el perro acurrucado a la vera y la primera noche, esa, de su único hijo tirado en el catre de un presidio.

El capitán Perote

Vino al cuartel de alta montaña de Sabiñánigo, en la provincia de Huesca, precedido de muy mala reputación. Que si legionario. Que si combatió en África. Que si facha redomado. Que si un hijo de la gran puta integral… Grandullón. Imponente…

A la segunda compañía le tocaba hacer la instrucción en el gran patio de armas de la fortaleza castrense. El capitán Perote se aproximó a la fila de aquel recluta medio enano. Se paró a su lado. Le tiró con dos de sus dedazos de un mechón de cabello de detrás de las orejas. «¿Qué es esto, soldado?», inquirió. El pequeño recluta se cuadró con el cetme pegado al costado derecho y contestó: «Pelo, mi capitán». A la segunda compañía se le cortaron los alientos. Todos los uniformados campamentales pensaron que la hostia retumbaría dentro de las caballerizas. El capitán Perote dudó unos segundos dramáticos. Esbozó una especie de mueca que apuntaba a sonrisa e inició la retirada a trancos a través del patio del acuartelamiento en dirección a la cantina de los oficiales.  

Corrían los últimos días del año 1978. Tiempo de ilusión para la tropa. De trastorno para el capitán Perote.

Infancia vaciada

Llegó a la conclusión de que no fue niño. La Tablada, el Peñuco, el Puente de Canto y la Era conformaban los cuatro puntos cardinales de su niñez, las cuatro esquinitas de su cuna, los únicos paisajes de su primer quinquenio de vida.

Ahí acababa toda recordación. Más allá, cuatro abismos, cuatro cementerios de elefantes, las tierras siniestras del Rey León. Inaccesibles. Irrecordables: la Estación, la Loma, la Torre de San Román y el Monte de la Leña. Territorios que apenas se asomaban a su memoria nunca.

Simba creció paso a paso, recorrió las diferentes etapas del tiempo, de la edad, evolucionó de acuerdo con los ciclos programados de la vida. El sujeto de esta historia carece de recuerdos que sobrepasen esos cinco iniciales años. Una maldición que combate con la construcción de una infancia imaginaria. Por no decir con mentiras. O con el recurso a héroes de cómics que leyó y aún manosea: El Jabato, el Capitán Trueno, el Llanero Solitario, el Cid Campeador.

El Cid era su preferido. Ganaba batallas después de muerto. En eso se parecía a su padre, el superhéroe más superfavorito de todos. Murió estúpidamente al poco de cumplir nuestro protagonista los cinco años. El estallido de un cartucho en la mina, primero, y la asechanza de una embolia, después, lo convirtieron, a sus ojos de infante, en un mito.

Zorro cuadralbo

Zorro no es un zorro, sino un perro. Que quede claro. Lo llamamos así, Zorro, porque su aspecto congrega hechuras de ese ejemplar de cánido: hocico alargado y orejas empinadas, pelaje de color pardo rojizo y espeso, especialmente en la cola. Aunque la suya no termina en punta blanca precisamente. Zorro, el perro, no sobrepasa ni superará tampoco —no hay más que verlo— la grandura de un cachorro zorruno.

Lo rescató Julia en una perrera de Gerona y se lo trajo a Gijón. Zorro se convirtió en el perro más listo de la clase: curioso como el erudito; observador como el astrólogo; precavido como el centinela; miedoso como el niño abandonado en la inclusa. Y dominante, sin embargo. No hay más que ver la de veces que se para a mear en cada paseo o el ascendiente que ejerce sobre Bilbo, el otro can de la familia, que lo triplica en tamaño.

En resumidas cuentas, solo se pretendía aclarar, atestiguar de una vez por todas que nuestro Zorro del título, pese a las apariencias, es un perro con todas las de la ley. Y tiene los cuatro pies blancos. Como enfundados en calcetines de primera comunión.

Manotazos del Papa

Había una vez un Papa de la cristiandad que no solo ofrecía hostias en formato oblea, misión propia de su ministerio, sino que propinaba manotazos, a diestra y siniestra, a tontas y a locas, a la feligresía que se aglomeraba a su alrededor, deseosa de carantoñas y bendiciones apostólicas, durante las visitas pastorales. Después se arrepentía públicamente, que contritos los quiere Dios.

Los accesos de enojo, los ataques de ira del sumo pontífice, si bien aislados y ocasionales de inicio, se multiplicaron como los panes y los peces según avanzaba su pontificado. Tanto, tanto… que un día de un Año Nuevo la plaza de San Pedro del Vaticano amaneció garrapateada:

Quousque tandem abutere, Bergoglio, patientia nostra.

Adivina, adivinanza

Érase una vez el Parlamento un tanto desquiciado de una nación más que presentable. Los hunos se tiraban a la yugular de los hotros. Y a la viceversa. Dialéctica de lobos contra lobos. Manadas crispadas, enfurecidas. Los ciudadanos de aquel país más que respetable escuchaban de refilón y miraban de reojo a lobos y lobas de las dispares camadas. Pelín atónitos.

Sobresalía por sus modales de tonos inflamados y gestos aspaventosos una lideresa chirriante. Incapaz de mantenerse quietecita en el pupitre. Braceaba. Gesticulaba sin sosiego. Le daba por exhibir cartelitos presuntamente ofensivos contra las hotras señorías. En plan acusica. A modo de niña mimada. Buscaba llamar la atención. Perseguía ese minuto de gloria tan chachi, tan efímero. Si esguilaba a la tribuna del hemiciclo o saltaba a las calles y plazas de la patria, montaba los pollos que hicieran falta con tal de convertirse en la prota de la movida. El éxito viral de la pijería.

Oculta tras aquellos modales, preñados de afectación, de extravagancia, jugaba al escondite inglés una niña que movía a lástima. Más que a ternura, desde luego. Una Caperucita perdida en el bosque. Atolondrada.

Desmemoriado

Se acostó preocupado. En la mañana le llamaron desde una entidad financiera al objeto de corroborar una serie de datos personales y no supo decir el nombre de su propia calle.

Se durmió sin recordarlo. Angelito.

Cuando despertó, el cerdo todavía estaba allí, en la negrura de la despensa. Colgado de una viga. Abierto en canal. Eviscerado. Oreándose antes de que el matarife acometiera la faena de destazarlo a los pocos días. El pavor, revestido de tembleque, no impidió que el niño recogiera del saco de las patatas las cuatro piezas que le había encargado la madre para disponer la tortilla de la cena.

No era un sueño, sino una rememoración fiel.

El niño José y el anciano José (dos en uno, como los detergentes), cuando, andando el tiempo, despertaron de nuevo, seguían sin acordarse del nombre de la calle en la que vivían. Nunca susodicho, no mentado aún porque no viene al propósito del único desasosiego, de la exclusiva desazón que les embargaba: el olvido azaroso o la cesación arbitraria de la memoria. Al unísono. A la par.

Si Adelita se fuera con otro

Hubiera regalado el balón de reglamento con tal de besar una sola vez los hoyuelos cavados en sus mejillas. Y hasta la vida, si menester fuera, por lamérselos. Pocillos de confitura. Se hubiera pegado de leches con cualquiera que osara tirarle de las trenzas. Largas y negras. Iguales que las de la princesa Pocahontas. La india verdadera, no la falsa de los dibujos animados.

Maritere, quizás el primer amor de su vida, se enrolló con el Yayo. El tipejo más macarra de aquella comarca montañosa de sus raíces, de los orígenes. No se percató de las maniobras urdidas entre ambos los domingos por la tarde en el cine oscuro de La Estación. Ni pizca de picardía atesoraba. Cuando quiso darse cuenta, la Maritere había emigrado a Bilbao, a trabajar de dependienta en El Corte Inglés. Del Yayo, ni rastro.

Quedó compuesto y sin novia. Pero no la siguió, no, tal como promulga la canción. No. Ni por tierra ni por mar. Ni por tierra en un buque de guerra. Ni por mar en un tren militar. Ni por mar en un buque de guerra. Ni por tierra en un tren militar.

El dichoso sonsonete, del derecho o del revés, no se le va de las mientes. A pesar del tiempo transcurrido.

Marisol

Marisol, sol, sol, saca los cuernos al sol, que tu padre y tu madre también los sacó. Marisol, sol, sol, en cada pestaña lleva una flor. Que viva la baba de mi Marisol.

Lo que la Pepa nunca imaginó es que hay algo más humillante que mendigar a la puerta de la iglesia. A saber: limosnear un dinero prestado a tus propios hijos. Estafa de dolor que no figuraba en el libreto de sus canciones jubilosas. Punzante defraudación del cariño paterno. Fracaso. Ruina filial.

La vida es una tómbola, sí. Un tinglado, una barraca de feria con medio techo de nubarrones del que penden, como colgajos de la horca, innumerables juguetes rotos. Copiosas chochonas de ojos azules.

Tómbola, tómbola, tómbola…

Doble contabilidad

Cumplió años ayer. Un año más. De uno en uno. Esta vez le dio por discurrir que el tiempo de los vivos no se cuenta como el de los muertos. Los vivos tienen la fea costumbre de sumar años a la fecha de nacimiento. La edad de los muertos comienza a contar a partir del fenecimiento. Significa eso que una misma persona sufre una doble contabilidad en el transcurso de su tiempo. Una, en vida. Otra, de muerto. Al menos, así se refleja en la memoria de deudos y demás ralea.

Muerte de un estibador

Lo atrapó la cuchara bivalva de la grúa. Lo despanzurró. Lo estrapalló. Lo arrojó a la bodega del barco. Todo en un movimiento pendular. Una sola maniobra rutinaria y lamentable. El carbón se tornó más negro. Las gaviotas dejaron de graznar como por ensalmo. Las palomas, todas a una, se posaron en los cables de los tendidos eléctricos. En actitud de pachorra. Los cuatro gatos residentes en la terminal de graneles acechaban desde sus escondrijos. Seguro. El muelle Olano y todos los demás enmudecieron. Los trabajadores convocaron huelgas en los puertos de la circunscripción. El silencio decretado de los minuteros se adensó. Es decir, el silencio fúnebre atronó más, si cabe, que el estruendo de los cohetes del festejo de san Blas. Que den por el culo al oxímoron.

La culpa es viuda

La lluvia, que antes consideraba bendición del cielo, ahora lo amilana. La ciudad, que antes observaba luminosa, ahora lo abruma. La playa, antes brillante, ahora empozada. El mar, que antes cabalgaba sobre horizontes prometedores, se convirtió en runrún molesto, en acúfeno hiriente. Su perro, antes consuelo, ahora estorbo. La amistad, antes abundante, ahora raquítica. La ilusión, antes un hervor, ahora ceniza. El amor, que antes le bullía, ahora se reduce a un depósito de testosterona bajo mínimos. La lluvia, la ciudad, la playa, el mar, el perro, la amistad, la ilusión, el amor no tienen la culpa, culpita. La culpa culpita siempre es del maestro armero. O viuda.

Leía Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin. No supo comprender qué extraña sinapsis lo indujo a apuntar en una servilleta la frase que sigue de uno de los relatos: «A mí me gustaba decir macadán en voz alta, a solas, porque sonaba como el nombre para un amigo».

Delicadeza del perro con la culebra

El perro, mestizo. La culebra, de trapo. De la cilíndrica panza de la culebra sobresalían dos abultamientos que, al apretarlos, emitían sonidos semejantes a los gimoteos de un bebé. Al oírlos, el perro acudía hasta la culebra allá donde se encontrase, la reclamaba a quien la tuviera en su poder, la recogía en su boca, la apartaba del autor o autora del apretón, de quien fuera, se la llevaba a un rincón de la casa, se tumbaba con ella. No mordía una presa, no. Albergaba en su boca a la culebra de trapo con dos bultos en la panza, se acurrucaba con ella, la custodiaba con tal delicadeza que dejaba a los observadores de la escena pasmados. Si un personaje malvado, cabroncete, sádico le quitaba a la fuerza el juguete y lo apretaba con reiteración para putearlo con los gemidos que emanaban de aquel ofidio de felpa, el chucho híbrido y delicado se mostraba inquieto en grado sumo: alzaba el hocico, miraba fijamente al agresor, tensaba las orejas, pateaba el suelo. Y gañía también.

Pasarás a la historia

Porque naciste pobre (como Kirk Douglas). Porque fuiste un pimpollo de nalgas prietas y papos para comértelos (como Joselito). Porque te acunaron músicas de esquilas, ladridos de perros y canciones dedicadas al oyente de Radio Andorra (como Juanito Valderrama). Porque bien pronto quedaste huérfano de padre (como David Copperfield). Porque tu mamá se erigió en madre coraje (como la Pasionaria o Lola Flores). Porque tragaste grumos de leche en polvo y en las yemas de tus dedos rebotó la regla del maestro de la escuela (como cualquier niño de la posguerra a quien no libra del castigo ni Roberto Alcázar ni Pedrín). Porque regaron tu cerebro endeble con salmos infernales en el jardín de los frailes (como Azaña). Porque colgaste la sotana estudiantil para no engañar a nadie ni sentirte humillado (no como Fermín de Pas). Porque quisiste ser futbolista y casi lo consigues (como los cinco magníficos del Zaragoza: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra). Porque antepusiste tragos de cazalla en ayunas, Cuadernos para el Diálogo y Ajoblanco a rollos académicos (como Leopoldo María Panero). Porque te enamoraste, te ayuntaste y procreaste sin incurrir en romanticismos tóxicos (como Corín Tellado). Porque te convertiste en socialista a fuer de anarquista y trataste de cambiar el mundo sin éxito (como Carlos Marx). Porque trabajaste como un burro (bastante más que Platero). Porque peinaste canas en menos de lo que canta un gallo sin averiguar cuántas formas pueden adquirir los copos de nieve ni qué hormonas garantizan la felicidad (como Richard Gere).

Porque, al borde del estertor, te entrarán dudas (como a casi todo hijo de vecino) sobre el sentido de una existencia aparentemente anodina. De todas todas, sábete que pasarás a la historia.

Joker pedorro

Tiraba pedos para refrenar el estrés. No era cosa de risa, aunque el mero pronunciamiento de su nombre, Aqulidio de Dios, invitara, de por sí, a soltar la carcajada. Cosa de risa no era, no. Todos los días, a las seis de la mañana, se plantaba en la bocamina en espera de las órdenes del capataz de la explotación. Todos los días acometía sin desmayo los tajos encomendados desde las seis hasta las tres de la tarde. A esa hora, si no había que doblar, regresaba a casa después de dar buena cuenta del condumio que la Concha, la parienta, le había metido en la tartera. Ni se detenía en el zaguán. Pasaba directamente a limpiar las cuadras y atender el ganado que alguno de sus nueve hijos había cobijado ya en los establos. Aquilidio de Dios se sostenía, a duras penas, en eso que los manuales denominaban economía mixta. O sea, currar a troche y moche por necesidad. Así todos los días menos los domingos y fiestas de guardar. Esas fechas se metía en la cantina de Vicente y no salía hasta acabar la partida de tute cabrón y cumplir la proeza de tirar cien pedos en el transcurso de la misma. Aquilidio de Dios ganaba siempre: la partida de cartas y la apuesta de tirar cien cuescos que dejaban a los parroquianos de la cantina de Vicente boquiabiertos ante desafío tan singular y tronchante. Siempre, no. Un buen domingo advirtió antes de la función que ese día no pasaría de noventa y nueve pedos, que andaba algo pachucho, como agotado. Volvió a ganar. Lanzó noventa y nueve pedos contantes y sonantes. Imbatible. El lunes siguiente, a las seis de la mañana, Aquilidio de Dios no apareció por la bocamina ni por la rampla. A la tarde, nadie limpió las cuadras, nadie se ocupó del ganado. Solía decir que su habilidad pedorrera, la facilidad para expeler las ventosidades del vientre no dejaba de ser más que una reacción como otra cualquiera contra alguna desconocida afección psicosomática. A otra gente le da por expulsar risas histriónicas, solía decir.

Bulo

Murió el viejo que
leía novelas de
amor. ¡Anda ya!

Fotocornadas del hambre

Se escapan ojos
de las cuencas. Costillas
rompen los troncos.

Jaikulatoría

Gary Cooper, tú,
que estás en los cielos, sí,
besa, bésanos.

Distancia Social

Rehusó la flor mi
amada. Y nuestro jardín
se descalabró.

Descompensaciones

No sirve el beso,
no tapa el horror de los
jémeres rojos.

Tu amor no vale,
no anula el hedor de la
carne en Mauthausen.

Miedo

No asusta el vientre
de un samuray, sino
la flor del almendro.

Si…

Si tu hijo ríe…
en vísperas de muerte,
brota esperanza.

Si acariciase…,
fluiría savia fresca en
tus surcos yermos.

Biorritmo

Sofá, móvil. Tres
paseínos con perro.
La parálisis.

El William ese

Repugna Faulkner,
trueca en moho el
olor a madreselva.

Consecuencias

Entre las ruinas
de la pandemia asoman
flores y hambruna.

Memento mori

Hados propicios:
diñarla tú y yo ahora
en sin exequias.

Paseo nocturno

Bilbo se fía
de su olfato. Siempre igual.
Y yo…yo fumo.

Se sacude, se
rasca, y pis y plof. También.
Y yo…yo fumo.

Viario sepulcral.
Ni ladrar se propone,
si quien hubiera.

Ni patinetes,
ni las motos ruidosas,
nadie a carreras.

Un perro que otro,
el glover embozado,
dos fuegos fatuos.

Selección natural

Dice el anciano
que es virus compasivo
por cebarse en él.

Piensa la vieja,
conversando con nietos,
que es bicho listo.

Se apagan luces
en el geriátrico. Ya
se van a… morir.

Decrepitud

Si hasta el título
de mi calle se borra,
amor, ¿quién eres?

Antes de que me
falle la memoria, amor,
dime tu nombre.

Ubi sunt

Qué fue del beso,
de los abrazos. Qué fue
nuestra libertad.

El tren de La Robla

Este es un tiempo
tal que viaje de niño
en tren de carbón.

El niño teme
a la estación término,
destino ignoto.

El niño añora
el regazo caliente.
El nido. Mamá.

Tránsito incierto.
Compás al tran tran que le
aturde y mece.

Lección de historia

Morir de peste:
cíclica manía de
hincar el pico.

Condenación eterna

Manos limpias, Dios,
caras, culos de bebés.
¿Ovejas negras?

Bailar

Bailar contigo
quiero hoy caballo viejo
como Cantinflas.

Noticiario

Economía:
Hay más muertos hoy que ayer,
mañana, menos.

Vísceras

¿Por qué diablos se
diluye presto un día
de la marmota?

Si la gaviota
hunde el pico en las tripas
de la paloma.

Un mar de dudas

¿Pasar página
si índice o corazón no
tocan tus labios?

Rock de la cárcel

En este arresto
domiciliario, todo
quisque baila al son.

Lectura

Halla consuelo a
tribuladas horas en
Quijano y Panza.

Terapia

Pronto se cura
el duelo de amor loco
en una jaula.

Desescaladas

Fundar un haiku
o liarnos dos petas.
He ahí el dilema

Videollamada
o quedada en el chigre
a vida o muerte.

Paciencia

Todas las colas,
y más, se plegaron a
venerar a Job.

Preguntas tontas

¿Y si supieras
que estás viva merced
al confinamiento.

¿Y si supieras
cierto que mi indolencia
salvó tu vida?

Los pobres mueren
mejor que los ricachos.
¿Estadística?


José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.

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