Diarios de cuarentena

Notas de Jordi Doce para una cuarentena (37, 38, 38 y 40)

Jordi Doce culmina su diario de cuarentena con cuatro últimas páginas en las que escribe sobre sueños violentos, el despertar caprichoso y algo espasmódico del servicio de Correos o los anuncios de televisión sobre la pandemia que han ido aflorando estas semanas.

Jueves, 7 de mayo. He dejado de recordar o de preocuparme por mis sueños. Demasiadas turbulencias, que se añaden a las turbulencias crecientes del mundo diurno. O tal vez es que voy aprendiendo a distinguir entre los sueños que alumbran y acompañan y los que solo traen humo.

El paseo del martes por la tarde fue una demostración práctica de la imposibilidad (una vez más) de poner puertas al campo. Paula y yo decidimos bajar a Madrid Río, sin darnos cuenta de que la decisión de cerrar parques y jardines significaba justamente eso, que el parque del río estaría cerrado: cintas adhesivas ya en el primer acceso de Príncipe Pío y la gente apelotonada en el anillo de la plaza. Así que bordeamos igualmente el Manzanares, pero en dirección norte: hacia el puente de la Reina Victoria y la ermita de San Antonio de la Florida (alguien había cubierto el zócalo de la estatua de Goya con un cartel que decía: «¿Devolverán toda la libertad secuestrada?»). Allí descubrimos que el parque adyacente estaba abierto al público y que podíamos cruzar la vía del tren por el puente que lleva al cementerio de la Florida y los tramos inferiores del parque del Oeste. Las indicaciones geográficas pueden ser confusas para quien no conozca el barrio, así que las dejo aquí. Lo que importa es que una zona por la que casi nunca pasa nadie se había convertido en una romería: corredores, ciclistas, chavalería, parejas con sus perros… Y la misma impresión del domingo de ser autómatas más o menos pasmados que tirábamos por donde hubiera un camino libre. Era cuestión de ir siguiendo a los otros. Hasta que al fin llegamos al mirador y allí nos quedamos un buen rato, viendo caer la tarde sobre la Casa de Campo. El resto del parque era un bullir de gente haciendo deporte, pero en la pradera la procesión de robots adquirió un aire de concilio hippy: una chica hacía meditación, otra hablaba por el móvil con el perro echado a sus pies, un par de amigos habían dejado sus bicis en la hierba y compartían un porro… Estaba claro que no podíamos estar ahí, pero daba igual. Habíamos llegado por la puerta de atrás, como quien dice, y habría sido inútil desalojarnos. Absurdo, también, porque todos nos manteníamos a una distancia prudencial y la sensación de chill-out era la norma. Lo que me sorprendió fue que la comisaría de los municipales está muy cerca, apenas a unos metros del mirador, pero nadie había salido a patrullar. Me di cuenta de que también ellos, con rara cordura, se habían dejado llevar por la corriente. El sol estaba casi al ras y nos deslumbraba: un globo anaranjado que había puesto freno al tiempo. La vuelta a casa, en cambio, fue veloz, como si el hechizo pudiera romperse a medio camino. Esa zona del parque tiene algo de jardín secreto para nosotros, pero esa tarde fui incapaz de sentirme celoso. Y me dio otra faceta, mejor o más amable, de estos días que no terminan de encontrar su sitio.

El martes, de nuevo, la visión omnipresente del móvil como prueba de vida. Como si solo la cámara fuera capaz de hacer real lo que uno ve o siente. Ese chico que iba mirándose en la pantalla mientras buscaba donde sentarse: se dejaba acariciar por ella, movía el rostro de un lado a otro persiguiendo el mejor ángulo, la luz propicia. Era guapo, desde luego, pero su exhibición de narcisismo me perturbó. No tenía ojos para nadie, y menos para la pequeña pradera donde había decidido descansar. Todo era instintivo, y por eso mismo descarado. Quiero decir que el móvil le había robado la cara.

Así está todo de repente: correos y mensajes de WhatsApp, citas que se reactivan, tareas que no esperan y gestiones urgentes… Yo mismo contribuyo a esta subida del telón con un par de llamadas de trabajo que se alargan más de la cuenta y me devuelven, sin querer, todos los nervios y la prisa del invierno. El mundo resucita y el tiempo, sorprendido, ha vuelto a contraerse.

Viernes, 8 de mayo. Contaminábamos ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión. Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse: el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría, pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido —el clamor, más bien— con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo,/ es tiempo ahora/ de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.

Tengo el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo —en uno de los pisos con azotea de la corrala interior— tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha prevista —este lunes 11— parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño: dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es como llegan las cosas que no esperamos.

No hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy, en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un pájaro.

Cuando vivía en Inglaterra (fueron ocho cursos seguidos en la isla), casi lo primero que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera semana de desescalada tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.

Correos ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia. Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja normalidad y proponen enmiendas y remedios. De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.

Sábado, 9 de mayo. Me despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos, que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.

Me gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.

Vuelven los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté —creo recordar— en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este, en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás, y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias del sueño —es decir, de la imaginación— para estudiarla de cerca sin daño. Es como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:

Ángel y búho, en secreto concierto,
volaban juntos, cazaban juntos
ratones y lémures al anochecer.
Solos en el sombrío escalón del poniente,
así hermanos en la ferocidad.

Pensé en estos versos de hace ya treinta años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable». Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus trampas conceptuales y sus palabras —su neolengua— que cambian y son cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente nos vacunan —un verbo que no deberíamos tardar en conjugar— contra la peor versión de nosotros mismos.

55 días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que —sospecho— ha ido perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva (como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva, y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles. La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas iluminaciones domésticas.

Lunes, 11 de mayo. No deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros, canales de televisión, etcétera, y todos con un patrón similar, como si fueran variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la cercanía con el espectador. Me llama la atención —perdón por la ingenuidad— que estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante: si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay que vivir.

Pienso en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada nota. Haría falta un camión basura —o un centón— para recoger estos restos: frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.

Me entero por Paula —vivo así de rezagado— de que los puntos de información de BiciMad se llaman oficialmente tótems. Lo dice la página web del servicio con fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha metálica que las enfermeras llaman árbol. Ahora te traemos el árbol. Nada de fármaco, quimio, cáncer… Son palabras que no se dicen. Solo árbol, dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento en que la hacemos nuestra. Hablar de tótem para referirse a una columna de circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado, o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un árbol es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es casualidad. Las palabras lo saben.

En el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo, no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de Historial de un libro, cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba] ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde, cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido, ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.

[EN PORTADA: Circe Maia]


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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