/ por Avelino Fierro /
He decidido escribir una novela. Hace unos días Enrique B. me recomendó un libro y le hice caso. Lo compré. Voy por la página 56. Es el día a día de un prejubilado de cincuenta y tantos años. Es una especie de diario. Pero forma parte de la colección de narrativa de la editorial de Barcelona que lo ha editado. Es, por tanto, una novela; es lo que ha querido el editor que sea.
Yo también, como muchos, he empezado a escribir un diario. Con ciertas pretensiones literarias. Lo hago con desgana, no me lo tomo muy en serio para no llevarme decepciones. Sé que lo que escribo no vale gran cosa. Pero —aunque parezca una contradicción— me aplico a ello bastante. Me viene bien, me regula el funcionamiento de la cabeza y me hidrata los tránsitos.
Eso de escribir me lo recomendó un psicólogo. Un amigo del colegio; no voy a pagarle más de cincuenta euros a uno para que me diga lo que ya sé: «Procure relajarse, siga con el Lexatin y, sobre todo, fume y beba menos, tenga hábitos más saludables».
A mi amigo lo encontré en un bar, en el barrio en el que vivíamos de pequeños. Yo había subido a una consulta al hospital. Cogí el autobús, pero luego bajé andando. Me entraron ganas de mear. Y aunque por aquella zona de extrarradio hay casas viejas y algún tapial y donde ortigas, cardos y hierbajos dan a esos lugares un color local de campo abierto e incitan a sacártela en libertad, entré en un bar.
Eran poco antes de las doce, pero allí estaba ya Mariano tomando una caña. Esas cosas no las critico, uno no sabe qué horarios tiene el personal. Tardé en reconocerlo, porque llevaba puestas unas gafas grandes con cristales tintados y montura de pasta pasadas de moda (quizá nunca estuvieron de moda, porque ni eran vintage ni tampoco eran como aquellas de los setenta que llevaban los polis de la brigada político social o los dictadores sudamericanos). En fin, un modelo raro; casi se diría que de fabricación casera. Y vestía jersey de cuello pico constelado de bolas, bolitas de lana, sucias. Con el pelo desarreglado. Se había separado y estaba en el paro. Me contó cosas de su vida que no son para anotar aquí; las soltaba con gracia, y a la vez con un punto de resignación cristiana.

Siempre fue bastante lector. Cuando éramos chavales y los demás andábamos cambiando tebeos o alquilando noveluchas del Oeste en el quiosco, él ya gastaba lecturas de otros temas, aunque la mayoría eran novelas de la editorial Reno, también de quiosco. Fue él quien me recomendó lo de escribir algo todos los días cuando le conté que mis problemas multisensoriales y orgánicos me estaban llevando a una depresión, que eso era lo que venía de consultar esa misma mañana en el médico. Adorné un poco mi relato, cargué las tintas orillándome hacia la tristeza y la autoconmiseración, sin duda influido —y animado— por su estampa, por solidarizarme, por ponerme a su bajura.
Estoy diciendo que era psicólogo, pero si lo pienso bien no tengo ni idea. Algo de ello salió en la conversación, pero no sé si dijo que era licenciado, diplomado, había hecho un módulo… o quizá seguía leyendo mucho y con eso le bastaba. Citó a Castilla del Pino, que decía que para salir de la alienación hay que ser consciente de ella y verbalizarla. Me dijo que yo hacía bien en contarle mis desasosiegos, mi visión de no aceptación y mis contradicciones de una manera racionalizada. Pedí otro café y para él otra caña, pero en el rato en que siguió hablando no me dio muchos remedios, no descendió a cuestiones prácticas. Por momentos quiso arreglar el mundo, hizo un resumen de la filosofía de la praxis gramsciana. Al menos, hablando de lo mío, yo me quedé con este recado: «Aunque creas que te puede venir bien, no vayas contando las miserias por ahí a diario, dando la chapa a todo dios. Mejor, escríbelas».
Me dio pena dejarlo. Tuve la impresión de que seguiría hablando solo, que las palabras se irían desparramando por su jersey con bolas; que él se iría desmoronando poco a poco, cada vez sería menos sólido. Se iría deshaciendo como un bloque de arenisca con la lepra mordiendo en él, con el viento y la lluvia desgastándolo, limándolo. Pasado un rato las palabras comenzarían a sonar sin acentos. La nariz cada vez más chata. Las manos transformándose en muñones…
Y aquí estoy. Estrenando este cuaderno tan elegante de tapas naranjas que le he distraído a mi mujer. Tiene un tacto agradable (el cuaderno; mi mujer también). También lleva un diario, pero ella está bien de la cabeza. Escribo; voy a hacerle caso a mi psicólogo de barrio. He comprobado que me hace sentir bien, es un desaguadero —como decía Teresa de Ávila—, y algo homeopático. Y trataré de novelarlo de alguna manera, como en el libro que leo estos días. Yo entiendo que lo de la narrativa va por otro lado: personajes, trama, punto de vista, tema adecuado, escenario y ritmo, diálogos… Que eso es labor de artesanos, recolectores, orfebres… que dan forma al curso de una historia o a las profundidades del alma humana. Pero en algún lugar leí que las primeras semillas o las primeras ideas que te empujan a escribir ficción se pueden buscar en el patio trasero de nuestra propia vida, que por ahí puede empezarse. Luego lo iré adornando.
Se puede escribir una novela con la reflexiones de un único personaje, con anotaciones como las de un diario. Como un grifo que gotea día a día —eso sería parecido al famoso flujo de conciencia, stream of consciousness—, que no acabas de repararlo. Lo demás irá surgiendo solo, dependerá de lo que haya en los cacharros que tengas en el fregadero, de las distintas figuras que vayan dibujando las gotas que caen sobre los posos del café o la grasa de unos callos. ¿No veía grandes batallas en las manchas de humedad en la pared el genio de Leonardo? Yo intentaré ver cómo se van formando mis chafarrinones, mis personajes. La trama o los diálogos vendrán luego. Estoy empezando y no voy a agobiarme. No voy a redoblar la ingesta de pastillas; haríamos un pan como unas tortas, para este viaje no hacen falta alforjas, habremos cambiado el perejil por el nabo. Y en cuanto a lo del estilo —eso que para algunos críticos parece imprescindible—, no voy tampoco a complicarme. Flaubert decía que no sabía lo que significaba el estilo, pero que lo sentía en las tripas.
Habría que tratar de que no haya errores de bulto en lo que cuente, en la acción o en las vidas de los actores. Que no aparezca en una escena de vikingos un personaje con un reloj Casio, un gazapo de esos de películas históricas, esos péplumque todos recordamos. Que haya naturalidad. «Quien escribe como se habla irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe», dijo Cervantes. Tener más presente a Mariano cuando redacte mis notas, que a Dostoyevski. Y a ver qué pasa.
[EN PORTADA: Naranja y amarillo, de Mark Rothko 1956)]

Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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