Diarios de cuarentena

Pandémica, terrestre, infernal (7)

Séptima entrega de la antología de poesía de EL CUADERNO, que reúne diferentes formas de mirar al mal, al miedo, al desasosiego y a la incertidumbre generadas por la epidemia de 2020.

EL CUADERNO ha reunido los textos de un grupo de autores que desde sus cárceles de la cuarentena ha descendido a los infiernos de la pandemia para atisbar la tragedia, pero también la luz, de i nostri tramonti. Las primeras seis compilaciones recogían textos de José Luis García Martín, Fernando Menéndez, Antonio Manilla, José Luis Gómez Toré, Rosario Neira, Pelayo Puente Márquez, Emilio Amor, Avelino Fierro, Ángeles Carbajal, Carlos Alcorta, José Luis Zerón Huguet, Candela de las Heras, Lourdes Álvarez, Antonio Rivero Taravillo, Sergio Fernández Salvador, Yasmina Álvarezy Héctor Pérez Iglesias,Álvaro Valverde, José Luis Argüelles, Ada Soriano, Luis Muñiz, Marta Mori, Fernando Menéndez, Tomás Sánchez Santiago, José Ignacio González, José Manuel Benítez Ariza, Fermín Herrero, Inaciu Galán, Melquiades Álvarez, César Iglesias, Carmen Crespo, Xuan Bello, Pelayo Fueyo y Pablo Fidalgo. A esta selección se suman Pedro Luis Menéndez, José Carlos Díaz, Javier Almuzara, José Luis Piquero, Martín López-Vega y Pablo Texón, con poemas que nos interrogan sobre los distintos rostros de la condición humana y sus fatalidades.

Pedro Luis MENÉNDEZ (Gijón-Xixón, 1958)

Ruido

Doncella soledad, en tu regreso,
enervada de miedo y de doctrinas,
la patria se deshace
como un crespón sin llanto,un trapo sucio
                       que abandera
la sed de los cadáveres callados.

Alguien aplaude sin saber a quién.

La música retumba en los balcones
con nariz de payaso,
                                  risa tonta
del terror que socava las encías.

Los niños encerrados en sus casas
sueñan con porvenires
mientras la primavera se pierde
entre los dedos de una mosca aplastada
en la ventana.

Doncella soledad, en tu regreso
nadie baila a tu son, nadie desea
que tus pasos resuenen otra noche
ni tus caricias llenen
este silencio azul,
sentado como un ángel caído
al borde de su nada.

En el límite exacto de su nada.

(Es medianoche.
El contenedor de la basura rebosa
como un sepulcro anónimo.
He bajado sin llaves.
Llamo a casa mientras miro
la luz que emana del tercero.
Una vecina plancha).

El ángel caído, de Alexandre Cabranel (1847)

José Carlos DIAZ (Gijón-Xixón, 1962)

Aparentemente indemne

«la Tierra
es un dado roído y ya redondo
»
César Vallejo

Anotar con lápiz de mina blanda,
más como un índice de menesteres
que como cualquier tipo de verdad,
cómo fue sobreviniendo la vida
de quienes figuraron como indemnes.
A qué palabras aludieron juntos
con la ventriloquía del espanto,
y cuántas pronunciaron en silencio,
en el recogimiento de quien supo
haber pecado a solas de cobarde.
Levantar acta fiel de los libelos
que impregnados de miasmas como moscas
restañaron con pústulas la herida.
Empantanar el estuario donde rompe
la alegría en cualquiera de las aguas,
precipitar su cauce al mar sin prisa,
con la quietud que al menos se le debe
a todos los que fueron vulnerables.
Confesar casi con culpa el placer
de amarse incurriendo en lo abolido,
bajo la luz del sol ajeno al drama
y apurando el hábito del deseo
en la miga dura del pan escaso.
Y prevenir, como una profecía,
sobre la vana esperanza en la especie
de unos hombres que, ya vencido el cólera,
cavaron su extinción en las trincheras.

Pantano profundo, de James Lagasse

Javier ALMUZARA (Oviedo-Uviéu, 1969)

Resplandeciente oscuridad

No hay nada que no sea luminoso,
incluso la ceguera y el vacío
que oscuramente abolen el desorden.
Los fantasmas del sueño nos devuelven
la fe en una vigilia inconsistente,
y la paz del olvido augura a todos
un descanso final sin sobresaltos.
Con su sirena urgente, herida y duelo
no dejan que la vida se nos vaya
sin sentir. A la exánime pereza
nunca le falta tiempo para nada.
La ociosidad inclina a la belleza,
y la ausencia de dios es clamorosa
caja de resonancia para el rezo.
A la sed de los cuerpos le debemos
el amor, ese imán de soledades.
La envidia no consiente que los méritos
se queden al albur de ser premiados.
Para el odio no hay nadie indiferente
y el miedo es nuestro ángel de la guarda.
Lo oscuro solo oculta su virtud
a unos ojos cansados de buscarla.
También tiene su brillo esa pobreza:
la opacidad es don de la ignorancia,
y la noche, el misterio de la luz.

Deja que tu luz brille, de Mandi Potgieter

José Luis PIQUERO (Mieres del Camín, 1967)

Nolugar

¿Quién anda ahí? ¿Es Dios?
¿O Supermán?
Algún extraño, en cualquier caso; nadie
viene ya por aquí. ¡Sal a la luz!

Ah, no, me he confundido: le conocemos bien,
aunque no sé si es hombre o es animal doméstico
o práctico utensilio, o mejor una idea que ya se nos había ocurrido antes,
un sueño tumultuoso.
Pero, en fin, aquí está, y es como de la casa.

Bienvenido, llevábamos un tiempo sin visitas,
hoscos, ensimismados, sin hablar,
no viviendo los días: aventándolos lejos
como arrugadas bolas de papel.
Ya no suceden cosas y es mejor que así sea,
conque no te hagas muchas ilusiones
de venir a hacer cambios. ¿Para qué?

Todo empezó hace tanto tiempo que ni me acuerdo.
No empezó con tormentas ni cielos ominosos; nada de numeritos.
En realidad no sé cómo empezó. Ni sé lo que empezó. Nadie lo sabe.
Pasemos ese punto.
                                    Poco a poco
fuimos acostumbrándonos, ¿quién va a morirse de eso?
Hay momentos mejores y momentos peores; relevante ninguno.
Con un poco de suerte, sólo se trata de irse consumiendo.

Por lo demás, no hay que explicarlo todo:
se arruina el chiste y tú
no eres ningún extraño para que nos pongamos a aburrirte con líos
que conoces de sobra.

Mejor cuenta tú algo. ¿Ya te vas?

Se me olvidó decírtelo: te quedas.

No montes un escándalo. Eso, arrímate ahí.
Y empieza a no hacer nada.
En el fondo esto es justo
lo que toda tu vida sabías que iba a pasar.

Yo me vuelvo a mi puesto.

¿Quién anda ahí? ¿Es Dios…?

Espía, de Igor Bezrodnov

Martín LÓPEZ-VEGA (Pó de Llanes, 1975)

Poemas encontrados en la prosa

Una noche en Kalender

[A partir de una prosa de Cavafis]

Asfixia de agosto; ¿estará abierto el café de Andonis?
La carretera de Neocori muy tranquila;
todas las ventanas doradas por la luz
y gentes que bajan hacia el café del muelle
donde las modistillas de pueblo lucen sus galas.

La orilla asiática reluce con sus casitas blancas,
y, de vez en cuando, un minarete,
como el decorado de un teatro mágico.
El café de Andonis abierto, pero casi vacío.
Al fondo los fumadores de narghile
hablan animadamente sobre una herencia.
En el otro rincón un viñador de Terapia y su mujer
callan. Él juega con un comboloi
y se conforma con el clicliclic al dejar caer las cuentas,
ocho o diez, a un tiempo.

Me siento bajo las grandes ramas del árbol.
Tumbado entre dos sillas con el café a mi lado
decido quedarme así dos horas
admirando el panorama, como un buda de café.
Es tanta la tranquilidad que en otro lugar
me hubiera entristecido; aquí sin embargo
me hace sentir de buen humor incluso
el ruido de las tazas del camarero.
Da igual lo abatido que estés, aquí
el tiempo siempre te susurra: «Existes».

Una barcaza va camino de Terapia
con un grupo que canta a bordo. Cantan bien.
Desde luego, no conforme a todas las reglas de la música;
y el silencio de una noche de verano difícilmente lo supera
una voz humana. Por fin puedo entenderles, cantan:
Todo mentira, todo sombras.
Si queda una verdad es la fría, yerma tierra
de vuestras penas y vuestras alegrías.

Y mi humor cambia de repente; esperaba una canción alegre,
vigorosa, llena de vida y felicidad, una de esas valientes
canciones que produce la fértil y viva costa del Bósforo.
Y sin embargo, cantan sobre la vanidad de todas las cosas;
sobre pasar y marchar y jamás volver.

Las flores junto a mí derraman su elocuencia perfumada.
Todo a mi lado sigue en armonía y conforme
a una secreta promesa de absoluta felicidad.
Pero las voces de los cantantes no vacilan y se elevan
melancólicas y audaces,
como una protesta contra la engañosa belleza del mundo.
Da igual que rías o que llores;
todo en el mundo es mentira.
Todo mentira, todo sombras.

Los cantantes callan y su bote se aleja,
pero su canción ha destrozado mi humor.
El aire se siente húmedo de pronto
y me levanto para caminar un trecho.
En un sitio donde no hace viento
enciendo una cerilla y miro la hora.
Medianoche. Hora de volver.
Una nube oscura oculta la luna;
como si cayera el telón.

Tomo de nuevo el camino hacia el pueblo.
Lo encuentro durmiendo, sumido en un profundo sueño.
En la carretera, soledad; sólo el viejo sereno
que golpeando el suelo con el chuzo da la hora;
su eco es como la intuición de otra existencia
que hubiera pasado a nuestro lado, rozándonos apenas.
Aspiro con fuerza el aire de la noche vacía
y no siento ningún dolor, sólo alivio.
No es a la memoria a lo que no soy inmune:
es a la vida.

El mundo es una habitación

[A partir de un relato de Yehuda Amijai]

Hay quien conoce mil variedades de hierbas,
otros distinguen cien clases de peces;
yo soy erudito en separaciones.
Nazim Hikmet

Volvieron por un camino distinto al de la ida.
Pasaron por un bosque y llegaron a un valle desierto:
vacío de piedras y de árboles y de personas y de tiempo.
Él cogió su cámara y tomó una fotografía de ella;
después ella hizo lo mismo. Hay una instantánea
de ambos juntos aquel día esplendoroso
en la que los dos se abrazan. Pero ¿quién pudo tomarla?
Su cámara no era automática, y el valle estaba desierto,
como si acabaran de descubrirlo. ¿Quién hizo la fotografía?
¿Quién vio sus destinos desarrollarse?
¿Quién se mantuvo oculto en la oscuridad observándolo todo?

Volvieron por Tivon, subieron una colina,
ella sintió su cuerpo dividirse: la mente cansada
de tanta infancia, como el mar enfrente,
cansado de anémonas y remordimientos.
Él la abrazó y ella dejó caer su cabeza sobre su pecho.
La sacó del valle como si alguien la trajera de vuelta muerta.

Se sentaron en el único café del lugar.
Una hermosa canción sonaba en la radio.
Tiempo después lo recordarían
como si la guerra hubiera empezado mientras la canción acababa,
las últimas notas fundiéndose con los primeros disparos.
Aquella noche todo cambió en el país.
La voz del mundo maduró como si cruzase el umbral de la pubertad.
Se volvió áspera y ruda, pero ellos no llegaron a saberlo;
recordarían sólo la pureza de su voz.

Se levantaron y pagaron los cafés.
Los amantes siempre pagan sin fijarse en los precios.
Los amantes nunca distinguen entre los bosques reales y el camuflaje.
Regresaron a la ciudad. Él volvió a su cuarto alquilado, y vio en la ducha
irse por el desagüe sus sentimientos sobre aquellos
últimos días del verano que no volverían jamás.

Cuando llegó la noche ya habían decidido dividir el país.
La gente inundó las calles, tocó la banda de los bomberos.
Ella se acercó a él como una amnesia bendita.
Se escondieron bajo las sábanas
mientras se escuchaban los primeros disparos.
Pasaban todavía los coches con gente pálida y seria
que ocultaba la munición; en otros coches
se alejaban envueltos en mantas los primeros muertos.

Dos días después ella vio un cadáver por primera vez.
Se ofreció voluntaria para enseñar en una pequeña escuela.
Una mañana hicieron rodar por la cuesta de la calle
barriles con explosivos. Ella sacó a los niños del colegio
y cruzó la plaza en la que disparaban desde todos lados
erguida, dividiendo las balas como un mar.
Él le dijo que se alistaría. Se sentaron en un parque, entre farolas.
Había una errata en el periódico. No decía «dos soldados muertos»,
decía: «dos soldados huertos». Les pareció un hermoso error,
uno de esos hermosos errores que comienzan en el cuerpo.

Él se marchó al tercer día.
Fueron felices hasta que explotó la separación.
Él le dijo, entre otras cosas:
Tenemos mucho en común: algunos libros,
entradas para la sinfónica, el talento de acostumbrarnos
en seguida a cualquier situación nueva,
otro par de cosas que ya sabes
. Que se iba sin querer.
Su reloj estaba bien entrenado, no se retrasó.
El tiempo es la etiqueta del destino.

Ella se subió al autobús. No había sitio libre para sentarse.
Al llegar a casa oyó dos disparos y un grito; venía de su estómago.
Él hizo amigos en seguida: un cristiano inglés apellidado Shelley
que llevaba un sombrero tropical
en recuerdo del paso del imperio por la India.

Un viento antiguo llegado de Mesopotamia
secó todas las lágrimas. Pasó el tiempo.
Los dos se casaron con gente que conocieron en la guerra.
Nada le obligaba, nada la obligaba. Cuanto les unía
tal vez no fueran más que ilusiones; como en los relatos.

Noticia de que voy

[A partir de un relato de Dino Buzzati]

Entre las casas tambaleantes, los callejones malolientes,
los muros calcinados, apareció aquella sombra
en las calles de Port-Said. ¿La ves?, pregunté. No, respondiste.

Marchamos aquella misma tarde. Cuando el barco estaba
a doscientos metros del muelle, otra vez, la misma
sombra. ¿La has visto?, insistí. No, contestaste.

Hoy en Harar, en la aislada casa de un amigo,
molesto por el ruido del aire acondicionado,
los pensamientos iban y venían como llevados por las olas,
y ahí estaba de nuevo, la sombra. Corrí tras ella.

De repente, se detuvo. Me hizo un gesto: Ven.
Y créeme, lo entiendo. Y sería hermoso seguirte.
Eres paciente: me esperas en los cruces solitarios de caminos
para indicarme la senda, eres realmente discreta,
finges huir de mí con una diplomacia muy oriental,
y nunca me mostrarás el rostro.

Tan sólo pretendes que entienda —me parece—
que tu reino me espera en lo más hondo del desierto,
vigilado por leones, allá donde cantan fuentes embrujadas.
Sería maravilloso, bien lo sé, sería fabuloso llegar allí.
Pero mi alma es demasiado tímida y en vano la reprendo;
tiemblan sus alas, y sus dientecitos diáfanos castañetean
en cuanto son conducidos al umbral de las grandes aventuras.
Por desgracia, así soy yo; y temo que tu reino
pierda el tiempo esperándome en lo más hondo del desierto.

Pase lo que pase lleva, mensajero, noticia de que voy;
no hace falta que vuelvas a aparecerte ante mí.
Me siento bien esta noche,
aunque mis pensamientos sean cambiantes,
pero ya he tomado la decisión de ir.
¿Seré capaz de hacerlo?
¿No repetirá sus mil objeciones mi alma?

Tedio castrense

[A partir de una prosa de Ros de Olano]

Si un día te sorprendes
saboreando tu copa de acedía;
si crees hallar algún reposo
en renunciar al ardor,
en esquivar el apetito
con artimañas bien aprendidas
en largas jornadas quieto,
escondido a resguardo del entusiasmo;

si ese día llega,
recuerda que ya sintieron el tedio
las legiones de César, y por tedio fue
que arrojó el dado a la fortuna
(¡Alea jacta est!)
y pasó el Rubicón aquel traidor sublime;
que sentían el tedio las hordas góticas
cuando se destrozaron en tumultos regicidas;
y los ejércitos de Napoleón amenazaron con el suyo
su alto nombre al pie de las pirámides,
a pesar de que cuarenta siglos les contemplaban.

El soldado raso se vacuna
yendo a buscar su leña más allá de donde la hay;
guisando su rancho con esmero;
lavándose la camisa muy a menudo;
cosiéndose y recosiéndose los botones;
desperdiciando hoy la ración de mañana.

Pero canta poco,
y se le ve que tira con enfado la galleta;
el sargento duerme mucho, y hace mala letra;
los oficiales juegan,
comen sin necesidad
y beben sin método;
los jefes se apartan los unos de los otros
como si no se hallaran sobradamente aislados;
y transporta por todo el campo militar
un sordo hervidero de chismes
que se precipita en torrente sobre las páginas de la ordenanza.

Si te alcanza el día del tedio
no pienses en la batalla de la que te libras,
sino en la recompensa que pierdes;
que si el ardor es la misión,
en no ir a su encuentro
no hay menos muerte que en la muerte.

Retrato de Constantino Cavafis, de M. Papadimitriou (1926)

Pablo TEXÓN (Felechosa-Ayer, 1977)

Supervivientes

Hai quien nun lo ve romántico.
Supervivientes. Somos supervivientes.
Llegar a esti puertu,
(aportar a esti llugar)
navegar xuntos tantos años
namás nos daba la opción
de nun ser o de ser supervivientes.

Ella y yo.
Pudimos ser héroes
––¿sabíeslo?––
y somos héroes a cada día,
a xornada completa,
valtando a diario muries
como les qu’un inciertu duque blancu
vía dende los estudios Hansa de Berlín,
héroes, non solo un día.
Héroes. Supervivientes.

Miro pa ella,
cuando toi pa la mano,
y emociónome, agora mesmo
me salten les llárimes,
¿seré tontu?,
pueo pensar nos milenta motivos
qu’encontaben l’esperable naufraxu,
les razones que nos dimos
y nos quitemos,
la manera en que fuimos faciéndonos
espertos en segundos auxilios.
Los nudos marcaron
la nuestra velocidá n’alta mar
y tamién nos amarraron,
nos ataron mutuamente, inmutablemente,
dulcemente.
Fuimos y somos corredores de fondu,
pero non en soledá,
igüemos munches coses,
fuimos los peores novios del mundu,
los peores
los peores
los peores, pero
supimos tenete,
facete posible
(facer posible lo improbable)
ella y yo, a ti,
facete.

Nesta parte del océanu
la resistencia ye poesía.
Y tovía hai quien nun lo ve romántico.

Nun somos amantes:
somos muncho más qu’eso.

Supervivientes

Hay quien no lo ve romántico.
Supervivientes. Somos supervivientes.
Llegar a este puerto,
(arribar a este lugar)
navegar juntos tantos años
tan sólo nos daba la opción
de no ser o de ser supervivientes.

Ella y yo.
Pudimos ser héroes
––¿lo sabías?––
y somos héroes cada día,
a jornada completa,
derribando a diario muros
como los que un incierto duque blanco
veía desde los estudios Hansa de Berlín,
héroes, no sólo un día.
Héroes. Supervivientes.

Miro hacia ella,
cuando me siento inspirado,
y me emociono, ahora mismo
se me saltan las lágrimas,
¿seré tonto?,
puedo pensar en la infinidad de motivos
que respaldaban el esperable naufragio,
las razones que nos dimos
y nos quitamos,
la manera en que fuimos haciéndonos
expertos en segundos auxilios.
Los nudos marcaron
nuestra velocidad en alta mar
y también nos ataron,
nos enlazaron mutuamente, inmutablemente,
dulcemente.
Fuimos y somos corredores de fondo
pero no en soledad,
arreglamos muchas cosas,
fuimos los peores novios del mundo,
los peores
los peores
los peores, pero
supimos tenerte,
hacerte posible
(hacer posible lo improbable)
ella y yo, a ti,
hacerte.

En esta parte del océano
la resistencia es poesía.
Y todavía hay quien no lo ve romántico.

No somos amantes:
somos mucho más que eso.

(Traducción al castellano del autor)

Naufragio en la tempestad, de Ivan Aivazovsky (1889)

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