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El cuaderno naranja (3)

Nuevas páginas del diario con notas para una novela de Avelino Fierro, que encuentra en un solo día dos posibles figurantes para meter sus nombres en el diagrama; dos secundarios de lujo.

/ por Avelino Fierro /

Los viernes, al salir del trabajo, me gusta detenerme a tomar un vino en el bar de Jesús. A esa hora del mediodía ya no suele haber nadie. Y el bar está oscuro y muy agradable; tiene puesto Rock FM en la radio y anda entre los pucheros preparando las tapas y raciones de la tarde. A veces salgo a la plaza a fumar un cigarro si anda atareado y no está la cosa para mucha conversación.

Llegaron dos chicas de unos treinta y pico años. Sonaba una canción de Los Ronaldos con un estribillo pegadizo y ellas hacían los coros. Una pidió permiso para hacer algunas fotos de los cachivaches del bar —atestado, mas con gusto— porque, advirtió, hace un reportaje de las ciudades que visita. La amiga, que me pareció sudamericana, dijo que quien tomaba las fotos era escritora y estaba en la ciudad para presentar su último libro. Jesús les dijo que por su bar venían muchos escritores. Me señaló: este señor tiene un amigo que ha publicado bastante, un tal Avelino, y él mismo también escribe.

Yo, hasta entonces, había estado encantado escuchando la conversación de las chicas, admirando el tono vocal de la acompañante de la escritora, y su escote. Un escote tan perfecto, sugerente, que parecía mostrarlo todo sin enseñar absolutamente nada, un prodigio de diseño. Frente a la barra, en la parte alta, entre ramos de lúpulo, madreñas y radios viejas, hay un espejo. En él se reflejaban aquellos pechos turgentes, estupendos, rotundos, puede que algo bisturizados. Pero podrías presentarle a esa chica a tu madre sin que esta se escandalizara. Eran tan bonitos… Resaltaban —ebúrneos— en el ambiente oscuro del decorado. Yo era el voyeur perfecto. Estaba tentando mi móvil en el bolsillo para hacer unas fotos de ellos, de los pechos reflejados, y de ellas, igual que un visitante, que un turista cualquiera, como nuestra escritora. Pero tuve que girarme —tras las palabras de Jesús— y saludarlas. Además, mi móvil es casi como el de Tomás, barato y con una cámara de mierda. Eso me sirvió de consuelo, no creo que hubiera registrado como se merecía a aquella afrodita recauchutada.

Me dijeron que la presentación era a las siete de la tarde, en uno de los salones de un céntrico hotel. Prometí acudir, mientras pensaba que era una hora demasiado temprana y que posiblemente me pillaría durmiendo la siesta.

Cuando llegué a casa —seguí en el bar un buen rato más, solo y tomando otros vinos y charlando con Jesús—, recordaba su nombre y fui a cotillear a internet: tratábase de una periodista; también escribía libros y algunos habían funcionado bien en el mercado. Eran obras de psicología positiva o de autoayuda, como los queráis llamar. El que hoy presentaba era uno de consejos para mujeres que viajan solas. Me dio repelús. Las cosas de chicas «sólo para chicas» me inspiran mucho respeto. Hasta las más inocentes: hace unos días he visto en la tele una película sobre un club de lectoras de Jane Austen. Los hombres que aparecen son todos algo patéticos. Así que imaginé esa reunión de mujeres aventureras y empecé a ver guerreras, vengadoras, Mataharis, amazonas de un solo pecho… y me dio un poco de miedo. Las mujeres de una en una… Yo soy fan de la Dickinson, aunque nadie me negará que da cierto yuyu, encerrada de por vida y vestida de blanco; es lo más parecido a un fantasma. Admiro también a la Sontag, más desde que leí que había pasado su infancia en un pequeño remolque destartalado a las afueras de Tucson, «uno de los sitios más desoladores en los que se puede vivir en este país», anota su biógrafo. Bueno, también están la Woolf, la Ginzburg, algunos poemas de Bishop, párrafos de Marta R… Sentí miedo y también algo de envidia, por eso del famoseo y de las ventas.

Pero lo que ella venía haciendo no me servía de mucho para mi escritura. O mejor, lo que ella escribía no me interesaba, pero sus métodos… En Cómo se escribe una novela, de Silvia Adela Kohan, en un capítulo dedicado al ritmo y la curva dramática, hay un apartado titulado «guion con fotos» y en él habla de cómo delinearlo: uno, programar una serie de escenas claves; dos, determinar los personajes principales y secundarios; tres, utilizar fotos. Fotos que nos permitirán colocar los episodios en distinto orden, efectuar montajes. Me estoy imaginando una de esas escenas de todas las películas de detectives y asesinos en serie: un gran panel con testigos, sospechosos, muertos, vísceras, círculos e interrogantes. Esta autora reproduce en su libro el diagrama de los episodios de F. Scott Fitzgerald para su novela El último magnate. Eso es posiblemente lo que tiene que hacer un escritor de raza y a tiempo completo. Hoy he tratado de tomar la primera foto para colocar en mi tablón, mi croquis: los pechos de la acompañante. Y no ha sido posible. Podría haber sido un buen comienzo para una novela erótica, una trama de suspense, un asesinato de una escritora famosa y muy viajera. No ha podido ser.

Por la noche fui al bar de siempre. Tengo que contar que salgo todas las noches por consejo de mi médico, que voy andando hasta un bar alejado, apartado de mi casa, una taberna. Tomás, «mi narrador siamés» —y del que hablo en anteriores capítulos—, por lo que llevo estudiado es más de caminar y caminar sin rumbo, pero bebe en los bares del barrio. Bien, pues en la taberna nos vemos a diario tres o cuatro amigos y otros parroquianos. Hoy estaban, a mayores, Eloy y Epi. Me acerqué a saludarlos y, si se terciaba, a contarles lo de la escritora de best sellers y su amiga, la de pechos de estatua griega, olímpicos. Pero Eloy tenía cogida la palabra, había ganado la posición y no pude meter baza. Hablaba de su peluquero, un chico joven y fascista, de sus carteles conminatorios, «No se reserva hora», «No me diga usted cómo tengo que hacer mi trabajo», y de cosas por el estilo. Y allí está yendo a pelarse el bueno de Eloy, a darle conversación, siendo como es de izquierdas de toda la vida. Y para salir —por lo que pude ver— con el pelo mal cortado.

Tomé nota. Ya tenía dos futuros actores para mi novela, dos buenos secundarios de esos que aportan mucho a la narración y que a veces van creciendo y cobran cierto protagonismo a base de dar codazos. Como cuenta Carmen Martín Gaite de su libro Lo raro es vivir: «Los personajes se me fueron enriqueciendo. A mí me parece que en esta novela hay muchos que son de verdad. Me parece de verdad el chico del bar que quiere hacer un libro sobre existencialismo y no puede porque tiene que atender el bar, o Magda, que es un personaje de gran ternura».

Soy un tipo con suerte. Yo había encontrado para mi novela —y en un solo día— dos posibles figurantes para meter sus nombres en el diagrama, dos secundarios de lujo. Los pondría en el teatrillo, prendería con chinchetas sus fotos imaginarias en el tablón de operaciones y esperaría a ver cómo se comportaban: la chica —la escudera o amante de la escritora— de voz melodiosa y pechos indesmayables y, haciendo chaschas con sus tijeras, el peluquero facha.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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