/ una reseña de Carlos Alcorta /
Creo que es de justicia este empezar este comentario elogiando el magnífico trabajo que han realizado los editores de la recién creada editorial Cielo Eléctrico; su valentía y su pasión, sin los cuales la edición de Flota no hubiera sido posible. No es la primera vez que su autora, la poeta canadiense Anne Carson (Toronto, 1950) se embarca en proyectos multidisciplinares que se salen del formato tradicional del libro: recordemos Nox, editado por Vaso Roto en 2018). Y es que la sensación que uno experimenta cuando tiene en sus manos este grueso estuche o caja de plástico transparente que contiene los 22 cuadernos que integran la obra es de asombro, de admiración y, por qué no, de agradecimiento a quienes han sido capaces de arriesgarse para ofrecer al lector un proyecto de esta envergadura. La cubierta de la mayoría de los cuadernillos está coloreada en distintos tonos de un azul eléctrico que casa muy bien con nombre de la editorial (al parecer, este tono es el elegido en la versión original del libro) e incluso las grapas con las que están unidas las páginas aparecen tintadas en un azul similar, pero hay algunas excepciones en un verde pálido y otras en un melocotón intenso. El orden aconsejable de lectura está impreso en «Contenido», un índice orientativo, porque, teniendo en cuenta la variedad de temas (hay ensayos, poemas, traducciones, historias e incluso teatro) y la escasa relación que hay entre algunos de ellos (muchos de estos textos fueron escritos con un objetivo concreto), ese orden de lectura puede saltarse, sin tener en cuenta un principio y un final, porque no existen, De hecho, la autora nos avisa de que «la lectura puede ser una caída libre» y de que se pueden leer estos textos con la misma aleatoriedad con la que se escucha música digitalmente. Flota es cualquier cosa menos un libro convencional y orgánico. Los encargados de verter al español esta magna obra han sido dos de nuestros traductores más cualificados en lengua inglesa, que cuentan con un amplio bagaje y son, además, dos reconocidos poetas: Jordi Doce y Andrés Catalán.

Como sabemos, Anne Carson se interesó por las lenguas clásicas, fundamentalmente el griego, siendo adolescente. La culpa la tuvo un volumen bilingüe de poemas de Safo. Carson se quedó maravillada al contemplar la particular grafía del alfabeto griego: «Yo aprendí griego por casualidad gracias a una aburrida profesora de latín que en el instituto decidió enseñarme a leer a Safo a la hora del almuerzo», confiesa. Este descubrimiento marcaría su vida, porque años después de doctoró en Escocia en lenguas clásicas. De esa pasión nacen los escritos vinculados de una forma u otra a la historia y la mitología griega, a su cultura, como «Al azar el pueblo cicládico», un breve compendio de la historia de este pueblo escrito a través de pinceladas como esta: «La cicládica era una cultura neolítica basada en el farro, la cebada silvestre, las ovejas, los cerdos y el atún que arponeaban desde pequeñas barcas», que dejan un campo libre para futuras exploraciones porque, como ella misma escribe en el cuaderno «108 (restos flotantes)», «hay muchas maneras de contar una historia. Un tipo me contó lo que le había pasado en la frontera. Apunté algunos detalles en fichas. Cada vez que intentaba contemplar lo que ocurría entre las fichas la historia se me escapaba. Lo cierto es que apenas le conocía. El relato era como un cielo invernal, alto, tenue, impaciente, insatisfecho. Fue entonces cuando empecé a pensar en la expresión restos flotantes».
Nunca han estado menos claras las fronteras entre poesía y prosa, y la escritura de Anne Carson es un ejemplo magnífico de esa hibridación de géneros, lo que podemos comprobar en títulos como La belleza del marido —una especie de ensayo en verso— o Autobiografía en rojo —un poema en prosa—. Ha afirmado que «si la prosa es una casa, la poesía es un hombre en llamas que la atraviesa con rapidez». Flat es probablemente el libro que agrupa todas esas combinaciones hoy llevadas a la práctica por otros muchos autores. En «Variaciones sobre el derecho a permanecer en silencio», por ejemplo, se analizan algunos problemas lingüísticos que provocan en la traducción términos intraducibles, palabras que tienen dentro de sí un «silencio metafísico», aunque «todo traductor sabe en qué punto un idioma no se puede traducir a otro». Escenifica esta imposibilidad con ejemplos de Homero, de Juana de Arco —la «soldado de Dios»—, del pintor Francis Bacon, la Antígona de Sófocles en la particular versión de Hölderlin o Íbico, «un poeta lírico conocido por su amor a los muchachos, su amor a las muchachas, su amor a los adjetivos y a los adverbios así como por su pesimismo generalizado».
Homero, esta vez en compañía de Moravia y de Godard, aparece en «Desprecios», un estudio del lucro y la ausencia de lucro. La Odisea, El desprecio y la versión cinematográfica de esta novela, Le mépris, a través de sus argumentos respectivos, son la base para este miniensayo que posee una perspectiva absolutamente novedosa, algo, por otra parte, muy frecuente en Carson, relacionado con la etimología: en este caso, con la palabra keimêlion, «algo acaparado o atesorado». Cómo va desplegando su tela de araña conceptual Anne Carson es digno de verse, porque es capaz de establecer unas relaciones asombrosas ante hechos y circunstancias que van mucho más allá del propio texto, o película, como en el caso de la «heroína de esta epopeya», Brigitte Bardot. Todo esto obliga a extremar la atención, a realizar un enorme esfuerzo de asimilación que permita al lector, al menos, seguir el rastro de sus encadenamientos reflexivos.
Ocurre otro tanto en «Casandra puede flotar». Casandra, en griego «la que enreda a los hombres», era hija de Príamo y adquirió el don de la profecía a cambio de entregar su cuerpo a Apolo, quien, posteriormente, la castigaría con el maleficio de que nadie creyera sus vaticinios. «A donde fuera que Casandra corría Casandra descubría que podía flotar», escribe Carson. El análisis semántico y lingüístico también es el núcleo de este texto: «Si las palabras son velos, ¿qué esconden?», se pregunta. La raíz de esta pregunta está en que Carson no se conforma con asumir el significado habitual de las palabras. Busca en la etimología otros significados ocultos, perdidos para rescatarlos por medio de la traducción, lo que tiene que ver además con el acto poético en sí mismo, hasta el punto de que se vale de una estrofa tradicional como el soneto («un soneto es un rectángulo en la página», escribe) para deconstruirlo, como hace en «Posesivo usado para beber (me)», lo que le permite a su vez deconstruir el yo y especular sobre la fragilidad humana.
El lector de cada uno de estos 22 cuadernos se puede sentir un tanto desprotegido ante la avalancha de criterios, de documentación, de datos y de posibilidades. Puede incluso resultar caótica la complejidad formal a quien esté acostumbrado a formatos más tradicionales. «Tío cayendo», por ejemplo, es una especie de tragedia griega en la que se alteran las voces del coro con dos conferencias. El núcleo de dicha tragedia es la vida misma, el proceso de envejecimiento que lleva aparejado el desvalimiento personal y el que uno sea ya incapaz de valerse por sí mismo. El tío Harry primero, y el padre después, son los protagonistas involuntarios: «Mi padre acabó como el tío Harry, encerrado en la oscura costumbre de la demencia». La demencia, por cierto, es tratada también en el cuaderno «Nelligan», que contiene ochos poemas traducidos del francés del poeta quebequense Émile Nelligan, quien pasó gran parte de su vida internado en un hospital debido a su enfermedad mental.
No podemos hacer un comentario exhaustivo de cada uno de los cuadernos, pero sí es necesario subrayar que cada uno de estos capítulos (podemos considerar así a los cuadernos que integran Flota, aunque la relación entre ellos no sea perceptible en una primera lectura) nos adentra en un maremágnum de relaciones culturales, sociológicas o políticas que tienen como eje gravitatorio el análisis del lenguaje, la forma de las palabras, pero también su sonido y su color. Esa monumental indagación lingüística, que tiene en la traducción un excelente recurso —y, hablando de traducción, es el momento de agradecer el magnífico trabajo que han hecho Jordi Doce y Andrés Catalán en este volumen fascicular—, es la que confiere coherencia a estos fragmentos, a estos juegos semánticos, y hace de su autora un nombre imprescindible en los nuevos paradigmas de la literatura actual. Anne Carson sabe combinar como nadie la vasta cultura clásica que posee con otras herencias distantes, tanto física como temporalmente, y de esa combinación nace un tipo de escritura novedosa y arriesgada que no nos parece osado calificar como de una nueva vanguardia.

Anne Carson
Cielo Eléctrico
42,74€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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