/ un relato de Carlos Blanco /
¿Sería posible pensar lo impensable? ¿Qué preguntas hoy vedadas a nuestro espíritu podría formular una mente más elevada que la nuestra?
Sondeaba desde hace tiempo las implicaciones de este hondo y desmesurado interrogante filosófico cuando leí que, según algunos testimonios, notablemente el de Andreas Philimander en su Historia nationum orientalium, en un enclave remoto de ese crisol de culturas que es la Ruta de la Seda había vivido una raza capaz de pensar lo impensable. Aunque las noticias son confusas, e incluso contradictorias, pues el eminente erudito alemán y bibliotecario de la Universidad de Würzburg se basó en fuentes de dudosa procedencia, hasta entonces preservadas en un convento de Moravia y redactadas con una caligrafía casi ilegible, parece claro que algunos viajeros del siglo XIV habían expresado asombro ante la conjeturada existencia de unos seres cuya mente lograba trascender todos los límites que cercan nuestro intelecto.
No he podido resistir la tentación de investigar la veracidad de estos relatos. Si fueran ciertos, probablemente nos encontraríamos ante el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad. Llevamos generaciones afanados en desentrañar los enigmas del Universo y en elucidar el misterio de nuestra propia naturaleza, pero ¿puede haber mayor hallazgo que el de una mente superior a la nuestra, que el de una mente de resonancias divinas, apta para contemplar lo que nosotros no podemos intuir, pues desborda nuestra imaginación y sobrepasa nuestra facultad de razonamiento? Como prisioneros de ideales y ensoñaciones, ¿quién no se ha sentido exhortado a cruzar la delgada y porosa línea que separa lo real de lo posible?
El libro de Philimander toma como principal referencia la obra escrita por un viajero tardomedieval llamado Godofredo de Lieja, quien, émulo del legendario Marco Polo, se habría sumado a una expedición veneciana que se dirigía a la corte del emperador chino. En su obra Thesaurus Sinae (tan bellamente ilustrada por una secuencia de exquisitos grabados que, si hemos de creer a Philimander, proyectaría el alma a un cielo en miniatura), el liejense se habría propuesto recopilar las experiencias y reflexiones suscitadas por sus peligrosas aventuras a través de la Ruta de la Seda.
Según Philimander, Godofredo habría osado adentrarse en el vasto y exótico valle de Fergana, hendido en el corazón de Asia y flanqueado por la majestuosa cordillera de Tien Shan y por las no menos imponentes montañas Alai. En Bujara, perla del Jorasán, habría escuchado que existía un pueblo, el de los iblisios, algunos de cuyos miembros afirmaban haber entrado en contacto con unos seres fabulosos, dotados de una inteligencia descomunal. Tan extrañas criaturas les habrían encomendado la custodia de un secreto más preciado que todo el oro, toda la plata y todos los diamantes del mundo.
Sin embargo, en la ciudad de Ismihtar, la otrora inexpugnable capital de la confederación iblisia (urbe que acabaría incorporada al kanato uzbeko de Kokand), es imposible identificar mención alguna de la relación entre los iblisios y esos hipotéticos seres venidos de otro mundo. Nada ha quedado de su biblioteca. Tamerlán arrasó todos sus monumentos en el ocaso de su reinado, como represalia por no haber roto lazos comerciales con el sultán de Delhi. Confieso, además, que no he podido acceder a ninguna copia del Thesaurus Sinae. Ni siquiera en Würzburg he conseguido una reproducción. Por ello, en un primer momento opté por ceñirme al relato de Philimander, quien seguramente había consultado alguno de los escasos ejemplares del texto de Godofredo que aún perduraban bajo la protección de unos frailes moravos de Olomouc.
Espoleado por una curiosidad avasalladora, mis pugnaces elucubraciones no cesaban de desasosegarme. Acuciado por la intriga, relegué todo lo demás: libros, artículos, clases… Sentí que no debía rendirme, y mi agitación desembocó en obsesión patológica, cuya voracidad amenazaba con absorber la totalidad de mis esfuerzos intelectuales. Inopinadamente, poco después de iniciar esta indagación tropecé con otra referencia indiscutible a un episodio de cariz similar —y para muchos similarmente inverosímil— en la obra de un viajero árabe de finales del siglo XIV llamado Muhammad Ibn Ifnán. Este comerciante sirio, nacido en Damasco, aseveraba también haberse adentrado en las zonas más recónditas del extenso valle de Fergana. El título del manuscrito de Ibn Ifnán era Abr Almustahilat. La edición alemana, publicada en el Zeitschrift für Geschichte der arabisch-islamischen Wissenschaften, lo traduce como «Compendio de viajes» en vez de «Viajes improbables», que sería más fiel al sentido original.
Lo que no alcanzo a comprender es cómo la noticia que nos brinda Ibn Ifán ha podido pasar desapercibida para nuestros eruditos. Cualquier islamólogo que haya leído la citada revista debería haberse percatado de una alusión inequívoca y de relevancia incontestable, según la cual
«los iblisios de Ismihtar son los depositarios del tesoro de la luz más diáfana, revelación sagrada de los intelectos siderales que contiene todas las verdades del universo en un sistema coherente de proposiciones que habría superado los sueños del mismísimo Aristóteles. Fieles a su compromiso, los iblisios no dejan que nadie acceda al conocimiento de esas verdades, descendidas desde el “reino de la claridad inextinguible”, pues las custodian celosamente en un lugar ignoto de su confederación. Por fortuna para nosotros, un iblisio díscolo, de nombre Bandadur, condenado al exilio tras haber quebrantado varias leyes, me ha confesado la verdad sobre la eximia riqueza que sus compatriotas salvaguardan con piadoso esmero».
Según Ibn Ifnán, los iblisios se referían a esos seres como los Binusi Armonate, expresión que significa, en esta lengua de matriz altaica emparentada con el turco y el manchú, «creadores de prodigios». En otro párrafo, el damasceno asegura que esa revelación ha sido recogida en sánscrito y que se titula Mahavasana.
¿Sánscrito? Si la obra estaba escrita en este idioma, lo lógico era buscar en el legado de textos antiguos provenientes de la India que contiene el fondo de libros raros de mi universidad. Durante tres días me sumergí en ese pintoresco e inescrutable laberinto de códices, prolongaciones de orbes extintos, hasta que por fin identifiqué un manuscrito inédito en cuyo encabezamiento discerní, con la celeridad que sólo puede brotar del fervor, la palabra Mahavasana.
Ahí estaba. Indescriptible es la emoción que sentí cuando lo tuve entre mis manos. ¿Por qué lo habían redactado en la lengua de los Vedas? ¿Quizás porque para esos seres de otro mundo el sánscrito evocaba los más altos pináculos de excelencia estética y semántica, como ya advirtió el insigne gramático Panini, quien no escatimó alabanzas a la belleza, la sonoridad y la perfección de la lengua sagrada de la India?
Me asaltaron innumerables preguntas sobre la identidad de sus verdaderos autores. ¿Quiénes eran? ¿Por qué estos portentos del espíritu habían permanecido ocultos a ojos de la historia? ¿Por qué se habían escondido deliberadamente en una región tan distante, tan abandonada, aislados de cualquier vestigio de civilización? ¿Por qué habían decidido canalizar su ciencia a través de un pueblo tan oscuro, tan periférico, tan ausente en la historia universal, como el de los iblisios, convertidos en insospechados receptores de una sabiduría celestial? ¿Por qué semejante desvelo a la hora de ocultar las luminosas verdades sobre el mundo y la mente que su genio había esclarecido, y por qué se habían evaporado de la historia como una bruma efímera? La luz benéfica de su saber, ¿no nos habría encumbrado a cotas extraordinarias de progreso material y espiritual? ¿No habría disipado las tinieblas de una ignorancia desgarradora, para conducirnos a la auténtica libertad?
Arduo e ingrato me resultó bucear en el texto. Mi sánscrito estaba oxidado desde mis tiempos de estudiante en Heidelberg, por lo que no tuve más remedio que contactar con el profesor Hermann von Fluhenberg, egregio lingüista de origen danés, experto en védico y en sánscrito y viejo amigo de uno de mis colegas de departamento. Su edición del Rigveda gozaba de enorme prestigio entre los especialistas, y él tenía fama de cercano y de generoso con su tiempo. Von Fluhenberg ostentaba la cátedra de sánscrito en la Universidad de Erlangen. Despejar la incógnita merecía un viaje a esta hermosa ciudad bávara.
Von Fluhenberg se mostró fascinado con el manuscrito. En cuanto lo vio, no tardó ni un segundo en arrebatármelo para lanzarse con avidez a interpretar su contenido. Yo observaba con atención e inquietud cómo sus grandes ojos azules se deslizaban ansiosamente por las pulcras y estilizadas líneas del devanagari, cuya elegancia transparentaba una perfección inasible para el común de los mortales. Si bien algunos términos resultaban tan novedosos que el profesor, toda una autoridad en lingüística indoeuropea, nunca había topado con ellos en su larga y distinguida carrera como indólogo, afortunadamente no supusieron una dificultad invencible para su acreditado talento filológico.
Pese a que esta compilación de una ciencia arcana ocupa más de cien páginas repletas de texto, el profesor Von Fluhenberg prometió enviarme con prontitud una traducción anotada del manuscrito. Cumplió su palabra, y al cabo de cinco días la había recibido en mi despacho. Lo he imaginado extasiado y absorto, tan ensimismado en la tarea que ha debido de perder la noción del tiempo para culminar con semejante rapidez una empresa incomparablemente laboriosa, que sólo puede calificarse de proeza.
Nos comprometimos a no anunciar nada hasta que no hubiéramos llegado a la raíz última de la cuestión. Temíamos que se desatara un posible escándalo académico, con inevitables acusaciones de fraude intelectual y con una plausible condena al ostracismo. No podíamos olvidar el caso de Ernst Alfred Ostenhoff, admirado sumeriólogo de Tubinga que se había visto obligado a renunciar a su cátedra ante las acusaciones de que su reconstrucción de una supuesta epopeya escrita mil años antes que la de Gilgamesh había sido inventada. Yo no he perdido la fe en su honestidad, pero lo que yo crea poco importará a la implacable comunidad de sumeriólogos, que aún no le ha perdonado su atrevimiento de adelantar en casi mil años los albores de la literatura universal.
Oculta tras el hermoso velo del sánscrito, lengua tejida de sonidos tan dulces y proféticos que parecen exhalados por la divinidad, nada sabemos sobre el verdadero idioma de los autores del Mahavasana. Si cualquier lenguaje humano necesita seguir reglas lógicas, de cuyo cumplimiento difícilmente puede exonerarse, ¿qué tipo de sistema de comunicación debería emplear una mente capaz de comunicarse a sí misma conceptos y proposiciones que desafían nuestra idea de sentido? Solícitos o avezados, por suerte han elegido esta ancestral lengua indoeuropea para revelarnos su ciencia. Además, y aunque no soy experto en sumerio, en la transliteración sánscrita de determinados epónimos creo haber discernidos fonemas de nítidas resonancias mesopotámicas, como Nuaru, Lil y Enki.
A la luz de nuestro trabajo, ¿estamos en condiciones de esclarecer la esquiva naturaleza del Mahavasana? Pienso que sí. Este documento, de inabarcable densidad, nos ofrece un testamento científico, poético y filosófico; la transcripción de un apasionante legado intelectual, exuberancia de exuberancias y sabiduría de sabidurías. Su vocación de totalidad, su recapitulación de todas las esferas de actividad reservadas a una mente, le confiere una magia inimitable, un hechizo íntimo y seductor que fulmina todo recelo. En cuanto concluí su lectura, sentí que mi corazón y mi espíritu habían adquirido repentinamente alas, unas alas invisibles que elevaban mi entero ser a un cielo de inteligibilidad, grandeza y hermosura. Imbuido de una pureza turbadora, efluvio que excede cualquier expectativa lírica, este obsequio soberano satisface todas mis imploraciones y calma toda mi sed de entendimiento.
Continúo sobrecogido por semejante concatenación de verdades sublimes, montañas del alma en cuyas doctas y primorosas cimas brilla la imagen vívida de un saber eterno. Como arrullado por el canto de una voz angelical, atisbo que mis anhelos más profundos de comprensión se hallan por fin saciados. Toda esta belleza, suave y difusiva, me auspicia a un paraíso anegado de luz. Más allá de la oscuridad simbólica que envuelve el texto, lo que he podido inferir son los rasgos fundamentales de una mente milagrosa, que sólo puede infundir veneración en quien se abre a su magnificencia. Frente a ella, todos los genios que ha prodigado el género humano palidecen como destellos tenues y fugaces.
El pensamiento de los hijos de Urlil, herederos del «reino de la claridad inextinguible», funciona no sólo con nociones lógicamente consistentes, o inspiradas en nuestra experiencia del mundo, sino con ideas que nosotros consideraríamos contradictorias. A través de la agudeza de sus construcciones conceptuales, de su original y elocuente sistema de categorías, han iluminado lo que para nosotros ha resultado nebuloso durante siglos.
Dado que saben reconciliar consistencia con completitud, cuando algo es inconsistente a nuestros ojos ellos perciben indicios de una completitud más profunda. Para su intelecto no existe incompatibilidad entre la completitud y la consistencia de un sistema axiomático. Han descubierto no sólo que con un conjunto infinito de axiomas sería posible probar todas las verdades inferidas en ese sistema y desterrar cualquier viso de contradicción, sino que las diferentes clases de infinito (y ellos han identificado nuevos infinitos, porque también han refutado nuestros teoremas sobre la finitud de los conjuntos de números —de hecho, han desvelado nuevos números hipercomplejos, cuya sutileza habría deslumbrado a Hamilton y a Graves—) producen diferentes clases de sistemas axiomáticos, y por tanto diferentes clases de armonización entre completitud y consistencia.
Tal es el alcance de su entendimiento que los miembros de esta raza sobrehumana son capaces de demostrar intuitivamente todo teorema matemático, sin necesidad de prestar atención a los pasos intermedios. Al igual que Ramanujan (cuyo intelecto se perfila como un anticipo del suyo), saltan, por así decirlo, de la premisa a la conclusión sin aparente esfuerzo, como si toda la maquinaria inferencial de nuestra mente se les antojase vana e inútil. ¿No es éste el sueño por el que suspira cualquier gran matemático y pensador? ¿Quién no querría ver sin dificultades la solución a un problema, como si la respuesta estuviera contenida, prístina e inexorablemente, en la arquitectura de las afirmaciones iniciales?
En el plano de la aritmética, si nosotros memorizamos las tablas de multiplicar, ellos parecen disponer de un método que les permite retener sin dificultad todos los coeficientes del teorema del binomio hasta el centésimo exponente. El documento versa sobre aspectos puramente teóricos, por lo que ignoramos el nivel de su tecnología. No obstante, y con independencia de que hayan inventado o no algo parangonable a nuestras calculadoras, estoy convencido de que memorizan también las cien primeras potencias de los mil primeros números naturales y de los mil primeros números primos, pues en una de las líneas del texto he podido leer (tras batirme en duelo con su perspicaz sistema de notación, reminiscente del babilónico) «tan evidente como el valor de 2731». Saben, como nosotros, que existen infinitos primos, pero adivino que saben, a diferencia de nosotros, cuál es la fórmula exacta que permite generarlos de una manera eficientemente computable. En la quincuagésima página del manuscrito resplandece la siguiente sentencia, de infinita trascendencia matemática: «En el primer universo existe un algoritmo universal; en él, toda secuencia, finita o infinita, es siempre computable». La frase finaliza con un adverbio que Von Fluhenberg recomienda traducir por «polinómicamente» (padonse). Desconozco el significado preciso de la expresión primer universo, pero es legítimo intuir que han desvelado una especie de sistema lógico fundamental, en cuyo seno todo es estricta y cautivadoramente computable.
Dueños de un supremo instinto lógico, lo que en nosotros exige un esfuerzo consciente brota en ellos inconscientemente, como si dimanara de un automatismo enraizado en los abismos insondables de una naturaleza superior. Su mente se traslada de cualquier concepto a otro en una secuencia finita de etapas. Han atomizado todos los pensamientos posibles en sus constituyentes básicos, hasta destilar las categorías irreductibles que los conforman, los principios verdaderamente inmunes a la crítica, puntos arquimédicos tan robustos e indubitables como el cogito cartesiano. El bello e inagotable mundo de las combinaciones lógicas no esconde por tanto secreto alguno para estos seres, pues a partir de unos ingredientes metafísicos fundamentales (donde resuenan los ecos de una characteristica universalis leibniciana) han aprendido a construir cualquier pensamiento posible en cualquier sistema axiomático imaginable.
Los escépticos argüirán que los hijos de Urlil, más que una mente netamente superior a la nuestra, tan sólo poseen un mayor poder de cómputo, en cuya virtud procesan la información con mayor rapidez. Su mente no sería cualitativamente distinta a la nuestra; únicamente gozaría de diferencias de grado, cuantitativas y no esenciales. Sin embargo, discrepo de esta opinión. Ungidos con el óleo de un don insólito, la naturaleza de sus habilidades mentales queda reflejada en una característica que sólo puede maravillarnos: la posibilidad de concebir una nueva matemática, sin conexión lógica con la nuestra. Así como nosotros hemos inventado conjuntos de números que, en crecientes niveles de abstracción, se separan de los enteros, de lo empírico, los hijos de Urlil han desarrollado no tanto una nueva familia de números como una forma completamente nueva de razonar matemáticamente. Si aún empleo el término matemáticas para aludir a ella lo hago en aras de la simplicidad, pues quizás este sistema de razonamiento no guarde relación alguna con lo que nosotros entendemos por matemáticas. Al igual que los números complejos operan con base en la unidad imaginaria √-1, los hijos de Urlil han diseñado artefactos conceptuales que violan reglas fundamentales de nuestro sistema, pero no de otros. Conciben raíces imaginarias, contemplan números que, multiplicados por cero, no dan cero, y han creado un nuevo conjunto de números donde las operaciones 0 x 0 e ∞ x ∞ ya no resultan indeterminadas.
Huelga decir que se han adelantado a nuestros hallazgos científicos más señeros. Toda nuestra física, toda nuestra química y toda nuestra biología tienen que haberles sido familiares, y es posible que las dificultades que nosotros confrontamos para constituir ciencias sociales genuinamente científicas hayan sido solventadas por ellos hace siglos. De hecho, una primera aproximación al documento revela que todos los principios que arman nuestra visión científica del mundo lividecen ante la profundidad y la extensión de los conocimientos atesorados por este extraño pueblo, «llegados de las estrellas».
Para nosotros es imposible medir con absoluta precisión y de manera simultánea dos magnitudes canónicamente conjugadas. Podemos, ciertamente, pensar en una medida simultánea y exacta del momento y de la posición de una partícula, pero al hacerlo entramos en conflicto con otros principios de la mecánica cuántica, por lo que nuestro pensamiento en torno a esa posibilidad nos aboca fatalmente a inconsistencias insalvables. No obstante, los hijos de Urlil han descubierto que si tomamos en consideración una ley aún más básica de la naturaleza —que ellos denominan ley de oro, o kanakanyaya— cabe reducir el indeterminismo a un determinismo más profundo y universal. Así, la no conmutatividad de las observaciones cede el testigo a un principio más esencial, que sin embargo no exige apelar a variables ocultas como las preconizadas por De Broglie, Einstein y Bohm, entre otros físicos de renombre. Han descodificado esta ley de la determinación fundamental gracias al uso de una novedosa y sorprendente técnica matemática, que trata las indeterminaciones cuánticas como si fueran determinaciones en cada uno de los universos posibles, cuya integración produce una determinación extrapolable al nuestro. Este mecanismo les permite examinar el futuro de un universo posible cualquiera como si fuera el pasado de otro.
Toda aparente manifestación de caos responde para ellos a un proceso escrupulosamente determinista. Conciben cualquier subsistema del universo como expresión de un orden universal irrevocable. En su mente, todo lo indeterminado capitula siempre ante lo determinado. No sólo han logrado unificar todos sus conocimientos sobre la evolución temporal de los sistemas materiales, sino que lo han hecho de tal manera que en esa síntesis se armonizan sin dificultad conceptos teóricamente antitéticos. Poseen el modelo perfecto, la biyección plena, el mapa a escala 1:1 entre pensamiento y mundo, donde ningún elemento de la realidad carece de contrapartida en la descripción teórica.
El mínimo atisbo de discontinuidad se disipa ante su entendimiento. Para la clarividencia de su espíritu no existe discontinuidad ontológica en el seno de la naturaleza ni fisura lógica en el curso del razonamiento; una universal, suficiente y absoluta lex continuitatis, cuya pujanza explicativa habría embelesado a Leibniz, rige todas las cristalizaciones del mundo y del pensamiento, que en último término no hacen sino remitir a un núcleo primordial, a una unidad racional de la que nacen todas las diferencias posibles. Aunque su intuición dé saltos, saltos asombrosos y envidiables, su razón allana todos los caminos de acuerdo con reglas de estricta continuidad.
Han descifrado todos los principios de organización celular compatibles con las leyes de la física y de la química, y en todo lo que nosotros juzgamos complejo ellos detectan un patrón de simplicidad subyacente, susceptible de formalización matemática. Lejos de contentarse con reconocer lo complejo y su miríada de propiedades emergentes, han identificado el mecanismo preciso de esa emergencia, las leyes de formación que permiten transitar de lo simple a lo complejo sin claudicar ante la ignorancia, la metáfora o el esoterismo. En su cosmovisión, nada procede ex nihilo; todo se alumbra ex ratione.
Tanto han avanzado en otros campos de la investigación científica que son capaces de predecir, con absoluta exactitud, qué especies surgirán a partir de las presentes, por una mezcla que hibrida selección natural, mutaciones genéticas aleatorias y un tercer principio que ni Von Fluhenberg ni yo hemos alcanzado a dilucidar. Por supuesto, la modificación genética no esconde ningún secreto para sus mentes. Pueden transformar cualquier especie en otra, al igual que pueden transmutar cada uno de los quinientos elementos químicos que ellos han conseguido aislar hasta el momento. Por si fuera poco, están tan acostumbrados a las sutilezas del razonamiento abstracto, a la visualización formal de las estructuras y de las propiedades de los sistemas de la naturaleza, que les basta recibir una información mínima sobre cualquiera de esos elementos para intuir, de manera casi instantánea, el conjunto de reacciones químicas a las que darán lugar, así como para justificar sus respectivos mecanismos.
También han descubierto las leyes deterministas que gobiernan la evolución de todas las comunidades concebibles integradas por agentes racionales. Cualquier clase de organización social consciente obedecería, por tanto, a un rígido e inexorable proceso determinista. Las fluctuaciones intermedias sucumbirían siempre al triunfo ineluctable de una teleología preestablecida, cuyo cumplimiento no dependería del libre y oscilante arbitrio de un ser dotado de razón. El rumbo unidireccional de su desarrollo se sometería al imperio de una racionalidad universal, que no distinguiría entre lo dado y lo construido, pues como un delicado y refulgente hilo de Ariadna vincularía de modo apodíctico la física con la sociología, hilvanando todos los paisajes del espíritu. Gracias a este penetrante hallazgo acerca de la naturaleza de los fenómenos sociales, que habría colmado las más altas aspiraciones de Ibn Jaldún, Vico, Comte y Marx (por no hablar de Tylor, Morgan y otros conspicuos defensores del evolucionismo antropológico), los vástagos de Urlil abordan el ámbito de lo social con el mismo grado de rigor analítico y de soltura hermenéutica con que descomponen la complejidad de los sistemas físicos.
Su empeño unitario derriba todas las barreras epistemológicas. Han conseguido sustentar el estudio de lo social sobre el fundamento sólido de la neurociencia, y han confeccionado una teoría plenamente científica de la acción humana. Han comprendido, después de todo, que la libertad es uno de los nombres que adopta la necesidad, cuyo rostro sempiterno exhibe una multiplicidad de formas, siempre subordinadas a una unidad más profunda.
Elogian la originalidad estética, y su arte quizás humille al nuestro en grandeza, hondura y perfección, pero a la luz del Mahavasana entiendo que ellos se enorgullecen de haber esclarecido la conexión fundamental entre pasado y futuro, o entre necesidad y libertad, hasta el punto de que son capaces de predecir las nuevas creaciones de una mente racional, reconciliada con sus sentimientos y con sus intuiciones. En la fertilidad de su mundo, la razón y la imaginación no discurren en paralelo, abismadas en una divergencia euclídea y con frecuencia condenadas a sufrir un irredento antagonismo conceptual, sino que convergen en un mismo e inagotable espacio de intelección, donde la ciencia y el arte nos abren, hermanadas, a la verdad plena.
Sus mentes trabajan simultáneamente con todos los sistemas y subsistemas posibles de pensamiento filosófico (idealismo, constructivismo, realismo; teísmo, deísmo, panteísmo, ateísmo…) en todos los campos posibles de la reflexión, así como con la totalidad de sus permutaciones. La suya es una sabiduría auténticamente universal. A tenor del texto, todavía no he logrado dirimir si el número de estos sistemas es finito, pero vaticino que lo es. En consecuencia, y si contemplan N sistemas de pensamiento, sus intelectos han de operar al unísono con N! permutaciones. Cuando se centran en el análisis de un subsistema cualquiera, también han de ponderar las permutaciones propias de ese conjunto. Como han conseguido imaginar todos los sistemas de leyes potenciales, conciben todos los mundos posibles con estremecedora facilidad, e intuyen cómo se comportaría cada uno de esos mundos posibles en caso de que cada uno de los sistemas posibles de pensamiento se alzara como su único principio rector.
Han edificado una filosofía absoluta, tan perfecta que se renueva constantemente con alguna de las infinitas posibilidades de pensamiento lógico existentes en todos los universos mentales. Siempre encuentran un concepto más extenso y profundo que resuelve todas las antítesis, pero no tanto en virtud del principio contraria sunt complementa de Nicolás de Cusa, cuyo vigor ampara las oposiciones en un indiferenciado y apático estatismo, sino con arreglo a un proceso análogo a la dialéctica hegeliana. No necesitan, sin embargo, coronar un concepto supremo, una verdadera Aufhebung como la que añoraba el filósofo de Stuttgart. Han aprendido a formalizar la tensión dialéctica en sí, la tenaz y enérgica conjunción de los opuestos en cuanto tal, el intacto antagonismo de los contrarios. Piensan, en suma, la contradicción en sí, la genuina e irreductible universalidad que subyace a toda ulterior escisión entre el ser y el no-ser, y vislumbran un punto focal que atrae los elementos de oposición hasta disolverlos en una nueva unidad, más dilatada y conceptualmente límpida. Esta unidad no se consume en sí misma, en su consagración como espíritu absoluto, pues es libre, y derrama las bondades indivisas de su fundamento, hermoso y abrumador, sobre toda eventual diferencia fenomenológica. No temen prolongar esa dolorosa tensión creadora hasta el insumiso infinito, hasta el ámbito de lo inagotable. Han desarrollado un sistema de categorías que se sirve de esta propiedad para corregir las nociones en liza, y así generar automáticamente un infinito de nuevas categorías. Por ejemplo, en su sinuoso mundo de pensamientos humanamente inconsistentes pero para ellos significativos, libertad e igualdad se reconcilian con una naturalidad embriagadora, hasta ascender a una síntesis que resplandece con inusitada pureza lógica. Para ellos, lo dado no es la oposición entre libertad e igualdad, o entre lo individual y su dimensión colectiva, sino la fecundidad de su armonía venidera como horizonte insoslayable de lo moral y de lo político, fuente primigenia de la que emanarían todas las diferencias posteriores. Recuerdo con viveza y entusiasmo lo que proclama una de las secciones del Mahavasana: «Bella es la idea que vuela sobre los intereses particulares, bello es el pensamiento que nos eleva a un plano universal, cuya luz enaltece a todo el que busca».
Puede decirse, en definitiva, que su mente piensa en y desde el infinito. Su dios es su saber, y su religión radica en adorar, transmitir e incrementar esa ciencia sublime que ellos han acumulado a lo largo de incontables generaciones, para progreso y deleite de quien pueda hoy asumirla y honrarla.
Si algo he aprendido del Mahavasana, si alguna conclusión he podido extraer de mi tímida incursión en este tesoro sapiencial que al unísono me exalta y conmueve, es una lección sencilla, mas inconmensurable, que premia todo sacrificio del espíritu humano: lo que llamamos impensable es sólo el reflejo de nuestra capacidad presente de concebir, pero no tiene por qué señalar un límite objetivo para formas superiores de pensamiento. Nuestra mente, rehén de la levedad insanable de su imaginación, no es rival para la suya. No hemos sido bendecidos con la singularidad de un intelecto tan alto y aquilatado como el de esta raza de seres sobrenaturales, pero no temamos trascender las fronteras del pensamiento, penetrar en el inmenso e inexplorado territorio de lo impensable.
«He respirado el aroma de estas verdades en los jardines del alma, allí donde se intuye lo que no puede negarse», leemos en los versículos inaugurales del Mahavasana, que semejan una obertura, cuya belleza serena mi entendimiento y vivifica mi voluntad.¿Dónde se encuentran esos jardines, sino en una síntesis de fantasía, intuición y razón quizás inasequible para el hombre? Con el impulso de esa audaz concordia entre todas las potencias de nuestra mente, ¿no acariciaríamos la gran bóveda del espíritu, cuyas luces centellean para corazones anhelantes de un saber siempre más profundo?
Quienes han osado navegar por el océano indefinido de las preguntas potenciales aprecian en cada respuesta un nuevo comienzo, un nuevo y ondulante itinerario hacia un destino siempre más lejano. Se erigen en siervos de una búsqueda perenne. Y yo siento que este regalo incomparable representa no un término, sino una llamada que se pierde en el horizonte de una pregunta aún más profunda, en la senda irrestricta hacia la posibilidad de las posibilidades. Lo que antes era un vago presagio se ha convertido en ardorosa ilusión. Tomar conciencia de las cúspides intelectuales a las que puede escalar un intelecto vivo, real, existente como objeto de un mundo cuyo seno sólo tolera infinitudes en la vastedad de la imaginación, me infunde fe en las posibilidades de la mente humana y alimenta mi amor por el futuro. Me invita a soñar con la consumación de mis ideales más sinceros, con el florecimiento de una creatividad libre e intrépida. Me insta a rebasar lo dado y a expandir el círculo de lo posible. Ahora entiendo el significado de la historia: construir, ensanchar, avanzar, forjar; inundar el espíritu con un pensamiento siempre mayor y con una luz aún más radiante, hasta sondear todo lo que puede y debe ser pensado.
El Mahavasana, «la gran memoria» de una raza superior, catedral de sabiduría y espejo de un nuevo universo de ciencia y belleza, constituye la recopilación de las verdades más firmes y profundas conquistadas por su intelecto. He contemplado la hipótesis de que estos seres hubiesen registrado su saber con la noble intención de inspirar al género humano, pero no he tardado en descartarla. No tiene sentido que hayan actuado con tal grado de secretismo allí donde sólo podíamos esperar una espléndida efusión de equilibrio, claridad y desprendimiento. Siempre cabe sospechar que, deseosos de respetar nuestra libertad, el derecho a crecer gracias al despliegue de nuestro propio ingenio y no a la generosidad inmerecida de los astros, han rehusado entregarnos altruistamente joyas tan preciadas de conocimiento e iluminación para que las descubramos con las solas fuerzas de nuestra racionalidad, frágil y valerosa. O quizás estimen que la humanidad aún no está preparada para asimilar tantas y tan luminosas verdades, verdades desconcertantes, verdades revolucionarias que conculcan nuestros prejuicios más arraigados, persuadidos de que sólo un salto categorial en el poder de nuestra mente y en la amplitud de nuestra conciencia nos permitiría comprender la hondura de sus reflexiones. En cualquier caso, ¿qué mente, sino la de un ser cuya esencia colindara con lo divino, soportaría la cruz y la gloria de un saber pleno?

Carlos Blanco (Madrid, 1986) es profesor de filosofía en la Universidad Pontificia Comillas. Doctor en filosofía, doctor en teología y licenciado en química (carreras que cursó simultáneamente), ha publicado veinte libros, entre ellos Athanasius, La belleza del conocimiento, Lógica, ciencia y creatividad, Historia de la neurociencia, El pensamiento de la apocalíptica judía, Conciencia y mismidad, Philosophy and salvation, así como numerosos artículos de investigación en revistas nacionales e internacionales. Es miembro de la World Academy of Art and Science y de la Academia Europea de las Ciencias y las Artes de Salzburgo. En 2012 cofundó la Altius Society en Oxford, que ha reunido a algunas de las mentes más brillantes de la ciencia y de la filosofía para abordar desafíos globales como el transhumanismo, la inteligencia artificial y el futuro de la comunicación.
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