Breviario de falsedades

Breviario de falsedades (11)

Nuevos microrrelatos y relatos cortos de José Manuel Vilabella, titulados 'Cómplice', 'Paradoja', 'Regreso', 'Reencuentro', 'Intimidad', 'Autocrítica', 'Turismo', 'Renovación', 'Arrepentimiento', 'Vejez', 'Cansancio', 'Emoción' y 'Rúa 15'.

/ por José Manuel Vilabella /

[CÓMPLICE] Noé mató a las sirenas porque sabían cantar canciones de amor, asesinó al centauro porque le daba sabios consejos al bondadoso unicornio y si perdonó al loro, aunque tuviese como sus enemigos muertos el don de la palabra, lo hizo porque su cómplice tenía poca memoria y se dejaba sobornar con una pastilla de chocolate y un poco de conversación.

[PARADOJA] Él pensó que ella le engañaba y ella creía que él le era infiel, y se reunieron para hablar como personas civilizadas en el mejor restaurante de la ciudad, y al día siguiente aparecieron muertos y encima de la cama en la que habían hecho el amor, porque él había puesto cianuro en el café y ella arsénico en la sopa. El amante de ella y la amiga de él se conocieron en el entierro, se consolaron mutuamente, se enamoraron, se casaron a los seis meses y fueron un matrimonio ejemplar, aunque, eso sí, durante toda la vida criticaron sin misericordia a los difuntos, que se convirtieron en su tema preferido de conversación y a los que nunca, jamás, llegaron a perdonar su comportamiento infame, su absurda infidelidad el día de la despedida.

[REGRESO] Vio que el autobús 29 estaba medio vacío y se introdujo en él cuando estaba a punto de emprender la marcha; fue una decisión repentina, un impulso irresistible. Se sentó en uno de los asientos traseros y se entretuvo en contemplar el paisaje urbano que desfilaba ante sus ojos; fueron quedando atrás los barrios comerciales y poco a poco las casas lujosas y las damas y caballeros bien vestidos fueron sustituidos por barrios lóbregos y gentes desaliñadas de aspecto desaseado y mirada triste; desde un portal un adolescente le hizo un corte de mangas y la mujer que viajaba a su lado se rio con desvergüenza. Una hora después había llegado al final de la línea, al otro lado de la ciudad. «¡Final de trayecto!», gritó el conductor y los escasos pasajeros se bajaron con parsimonia. El barrio apenas había cambiado en treinta años; la desolación y la suciedad parecían las mismas, las de siempre, las de toda la vida. Echó a andar y con amargura y alivio se percató de lo que había dejado atrás: el bar del señor Manolo, la barbería de Andrés, la fábrica de lámparas en la que había trabajado de niño, el puesto de periódicos de Avelino. El ultramarinos La Moderna no había cambiado el rótulo, estaba exactamente como él recordaba. Abrió la puerta y comprobó de un vistazo que los dos ancianos calvos vestidos con mandilones de dril que estaban detrás del mostrador eran sus hermanos que, al reconocerlo, se quedaron inmovilizados por el asombro. Su madre gritó su nombre, aulló su nombre y fue hacia él como una bestia herida; él también dio un paso adelante para abrazarla y notó, con asombro, que tenía los ojos llenos de lágrimas y que el encuentro con el pasado que creía perdido y clausurado había logrado conmoverlo.

[REENCUENTRO] Se encontró con su primer amor en el pasillo del asilo de ancianos. Él gritó su nombre, pero ella no se estremeció de emoción, le miró con indiferencia y notó en su mirada que no le había reconocido; es más, le sacó la lengua en una burla cruel que no esperaba. La enfermera le aclaró que tenía demencia senil y que había días en que lograba recuperar la memoria durante unos breves instantes y dejaba entrever la persona alegre e ingeniosa que había sido en el pasado. Ambrosio Giménez Castillo se armó de paciencia y durante semanas hizo guardia a su lado con la esperanza de que la locura tuviese un despiste, un momento de debilidad, como un desfallecimiento o que se tomase un respiro en su horrible cometido. Cuando ella recuperaba la memoria le sonreía y le acariciaba la cara, un día le llamó Ambro, con amor. Fue un idilio doloroso, pero con fogonazos de felicidad. Se murieron los dos el mismo día. Qué casualidad, oiga. Los dos sonreían y tenían las manos entrelazadas. Descansan juntos en una fosa común y ya nadie recuerda sus nombres ni su historia de amor.

[INTIMIDAD] Llegó a ser el confesor de la Reina por méritos propios. Sabía que bajo la mentira y el engaño se esconden las más bellas historias de amor, que en el seno de las familias se originan las torturas más pavorosas, que el disimulo permite sobrevivir a los débiles, que gracias al fingimiento se llega a una edad provecta, que casi siempre la pasión caduca a los treinta días y que el odio hay que agitarlo antes de usarlo. Sabía que nadie se confiesa nunca del todo y que las grandes mentiras se   cuentan siempre al confesor y que el precio que hay que pagar por compartir bisbiseos y pudores es siempre desmesurado y que el confesor, aunque nunca lo confiese, termina con el corazón partido por el desprecio de la mujer amada, por la distante indiferencia de la Reina que todo lo perdona salvo que alguien conozca la vulgaridad de sus propios pecados, sus miserias sin grandeza, el desvalimiento de su altanería.

[AUTOCRÍTICA] Le gustaba pasar revista a su actuación y se hacía cada noche una severa autocrítica. Era despiadado consigo mismo y llegaba hasta la crueldad para corregir fallos de logística y de realización; anotaba cada intervención en un libro diario y valoraba el comportamiento de sus víctimas en una escala de 0 a 9. Ninguna mujer le había dado tanto placer como para ponerle un 10. Era un violador sistemático y organizado, un infame serio al que le gustaban las cosas bien hechas. Su mujer, que nunca llegaría a sospechar en qué consistían sus actividades nocturnas, le reprochaba su actitud de manera amable, con cariño: «Amor mío, no se puede ser tan exigente con los demás; hay que ser más tolerante y flexible; la gente comete fallos porque es humana; no todos somos tan perfeccionistas como tú».

[TURISMO] El guía de la isla de Santa Elena fue el que inventó la melancolía de Napoleón, el que se sacó del magín la tristeza del corso cuando paseaba con su tatarabuelo por aquellas colinas descarnadas. Explicaba con todo detalle la desesperación del emperador, sus exclamaciones sin venir a cuento, el patetismo de sus largos silencios, los improperios que mascullaba entre dientes y cómo inclinaba la cabeza cuando lloraba porque era incapaz de olvidar el fracaso de la última batalla. Y por unas monedas y gracias a las mentiras del isleño, los turistas regresaban a sus países con el dolor de Waterloo en la maleta.

[RENOVACIÓN] Todos le decían a Dios que había que renovar el catálogo de asombros y el muestrario de prodigios disponibles, porque la feligresía era distinta y tenía otras necesidades; pero el anciano caballero, que la edad había convertido en una divinidad conservadora, se resistía a cambiar las normas milenarias y decía erre que erre: «Si funciona no lo cambies; esa es la norma infalible para sobrevivir». Se negaba a cambiar el Decálogo, ampliar las virtudes teologales o modificar las instalaciones celestiales que el paso del tiempo había dejado obsoletas. La familia y los íntimos se reunieron en torno al Padre para buscar soluciones y superar la crisis y Jesucristo propuso el milagro del café con leche, la Virgen María imaginó las aventuras del cerdo volador, San Joaquín habló muy ilusionado de la multiplicación de los bizcochos y de los churros y San José, sin saber por qué, imaginó la primavera de los pobres y de los simples, el verano de quita y pon con horario flexible y también sugirió la felicidad sin motivo, a la carta. «¡Y podemos dar facilidades de pago!», exclamó con entusiasmo juvenil el cándido de la vara floreada.

[ARREPENTIMIENTO] Esteban, el joven suicida, desistió de su propósito una vez más al comprobar la frialdad del agua y aplazó su muerte hasta que llegase el mes de agosto y el agua estuviese más calentita.

[VEJEZ] No quería salir nunca al jardín porque decían que el tiempo tiene túneles en las casas y, si te equivocas y entras por el ventanuco del futuro o sales por el ojo de buey del pasado puedes llevarte desagradables sorpresas. Temía equivocarse de senda y encontrar a sus nietos convertidos en unos ancianos achacosos que le hablasen de usted y farfullasen insensateces; lloraba solo con pensar que algún día podía estar frente a la tumba de su hijo con un ramillete de margaritas en la mano o que su bondadoso yerno, en un ataque de locura, pudiese estrangular a su hija y vender a sus nietas, que eran muy bajitas —la mayor medía un metro cincuenta— pero muy guapas y simpáticas, a una mafia argentina para que se prostituyesen en unos lupanares bonaerenses. La imaginación, ahora que era una viejecita centenaria, le gastaba a veces bromas pesadas y entonces, cuando esto ocurría, hacía las maletas —eso sí, sin moverse del sillón— y se iba a Versalles a pasear con Napoleón Bonaparte. Porque ella, cuando era una niña, había conocido a una dama francesa que tenía 120 años y muy buena memoria y le había contado la muerte violenta de María Antonieta y cómo la cabeza sanguinolenta de su augusto esposo, el Rey Luis, había exclamado: «¡Malditos!», y las carcajadas de Robespierre cuando le pegó un puntapié al cráneo de su enemigo. Apareció muerta y fría el 12 de octubre; tenía una sonrisa en la cara y un gesto de asombro en los ojos abiertos. «Se murió como un pajarito», dijeron sus hijos. Pero era mentira, se había muerto como un marino. Cristóbal Colón le ordenó que subiese al palo mayor y otease el horizonte y ella, ágilmente, trepó por el madero y a los pocos minutos avistó unas gaviotas y después unos cocoteros y unos diminutos seres junto a la playa, unos indios que tenían las caras de sus nietos, de sus hijos, de sus padres, de sus sobrinos, del portero y de ese señor tan agradable y parlanchín que viene cada dos meses a mirar el contador del agua. No supo nunca si gritó ¡tierra! antes de morir, pero lo que sí notó es que el viento se la llevaba en volandas hacia el otro mundo y que la sensación, por cierto, no era nada desagradable.

[CANSANCIO] Cuando el mago del Circo Americano llegaba agotado a su remolque después de trabajar mañana, tarde y noche, lo que menos le apetecía era ordenar un poco el cuarto, fregar los cacharros del desayuno y sacarse del sombrero de copa un conejo asado con patatas.

[EMOCIÓN] Cuando eligieron Papa al cardenal que se sentaba a su lado en el cónclave sintió el aleteo del Espíritu Santo, la emoción de la lotería divina y la decepción de los aficionados a los que estuvo a punto de tocarles el premio gordo del sorteo de Navidad.

[RÚA 15] A Eusebio Crespo, alias ‘el Cuñadete’, guardia municipal de la capital de provincia, le gustaba pasear por la parte vieja cada noche. Como con cuatro horas de sueño le bastaban era siempre el que clausuraba la madrugada. Él les decía a los amigos que era el último trasnochador. Silbaba quedo, muy bajito para no molestar a los durmientes, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, cuando la visión de un bulto sospechoso interrumpió su regreso a casa. «¡Coño, un borracho!», exclamó cabreado. Estaba frente al edificio más bello de la ciudad y también el más antiguo, el Palacio de los Duques de Parnaso. Se acercó y entre un charco de vómito y sangre reconoció el cabezón inconfundible del Gordo. «Vaya hombre», fue lo único que se le ocurrió bisbisear. Llamó por teléfono al jefe y esperó nervioso. A los pocos segundos un «¿qué?» desabrido le respondió. «Buenas noches, Perico, soy tu cuñado». «Dime, ¿qué pasa?», contestó Benavides, alias el Cachazas. «Estoy en la calle, frente a Rúa 15. Acabo de encontrarme con el corpachón de don Severino, el señor alcalde está tirado en el suelo. Yo creo que está muerto». Y después, con parsimonia, le dio todo tipo de explicaciones a su jefe y pariente.

—¿Qué ocurre Benavides? —preguntó malhumorado el líder del Partido Modernista.

—Algo horrible ha sucedido señor Sacristán; el alcalde ha muerto —dijo el jefe de los municipales.

El silencio se prolongó durante quince segundos que al recién laureado Benavides le parecieron una eternidad.

—¿De muerte natural?

—Me temo que no. Parece un accidente; uno de mis guardias, Crespo, lo encontró junto al Palacio entre una mezcla de sangre y vómitos. Opinamos que debió de resbalarse y darse con la cabeza con un escalón de la entrada. En una piedra del siglo XIII —y sin saber por qué el insensato soltó una risita nerviosa; una risita totalmente superflua e inoportuna.

—¿Dónde está ahora su cuerpo? ¿En el depósito?

—No. No. Le di orden a Crespo de que le pusiese su tabardo por encima y que esperase órdenes. Es un sitio mal iluminado; está casi en penumbra. ¿Qué hacemos señor?

Jesús Sacristán Luque, padre de dos hijos, divorciado, con una saneada cuenta en Suiza, una casa espléndida en la calle Mayor y un dúplex en Mallorca era un hombre de recursos. Su astucia no tenía límites. Entre sus correligionarios era conocido como el Buitre por su voracidad económica. Durante un minuto su cerebro funcionó a velocidades de vértigo. Sopesó pros y contras. Nunca, jamás, había tenido que tomar una decisión tan peligrosa y tan rápida. Era consciente de que se jugaba la libertad y el dinero. Benavides esperó y no se atrevió a abrir la boca. Con una metedura de pata era suficiente. Cuando escuchó la orden sintió algún reparo, pero no quiso rechistar. La condecoración recibida el lunes pasado y el aumento desmesurado de sueldo le obligaban a ser leal al aparato. Estaba vendido al poder municipal.

—Vete inmediatamente a Rúa 15. Lleva tu coche y entre Crespo y tú trasladáis el cadáver al chalecito. Abrís el arcón del fondo, el grande, sacáis toda la carne y el marisco y metéis el cuerpo. Para que no se estropee el género os lo podéis repartir.  No pierdas tiempo, obedece mis órdenes, guarda silencio y tenme al tanto. Llámame cuando todo esté hecho. Una pregunta: ¿Crespo es de fiar?

—Mi cuñado es de absoluta confianza. Pongo por él la mano en el fuego.

La muerte del alcalde era un contratiempo peligroso. Y además el accidente complicaba la cosa. El Gordo era un bandarra —pensó Sacristán— pero un excelente amigo. Conocía a don Severino Urdiales y Martínez desde hacía la friolera de veinte años. Él le metió en el partido y le ayudó a medrar. Le llamaban el Gordo, pero no lo era en absoluto. Era incluso un señor delgado, simpático y elegante con una barriga abrupta y desproporcionada que le daba el aspecto, algo chusco, de caballero embarazado. «¡El Gordo ha muerto!», exclamó esta vez en voz alta Jesús Sacristán. Había estado con él apenas diez horas antes. Eran íntimos amigos, compañeros de partido y de corruptelas, colega de juergas, pero solo cuando estaban de viaje por ahí, en el extranjero. Fue suya la idea de montar el chalecito. Y, coño, estaba a nombre de uno de sus múltiples testaferros. Una complicación más. Al alcalde, con sesenta años cumplidos, le gustaban las mujeres. Y tenía mucho éxito. Era un don Juan. Siempre lo había sido. La cabeza estaba encima de una mezcla de vómito y sangre, le había dicho Benavides. O sea, se había emborrachado. Había estado de juerga con alguna querida nueva; eso era seguro. Normalmente bebía poco, una cervecita y poco más. Era un entusiasta bebedor de Agua La Ponderosa. Solo se pasaba con el alcohol cuando se liaba con alguna señora respetable; la bebida le excitaba. Le solía decir: «Qué cosa, el alcohol me pone cachondo». Solo se desmadraba en contadas ocasiones. Era discreto y las mujeres lo sabían. De su boca nunca salió el nombre de una sola de sus numerosas amantes y eso le había permitido, a lo largo de los años, acostarse con mujeres de todo tipo y condición. Aunque divorciado y padre oficial de dos hijos que vivían en Madrid, su semen había engendrado a media docena de retoños que llevaban en la jeta su origen espurio. Al chalecito el difunto solo llevaba prostitutas y eso de tarde en tarde. La llave la tenían media docena de colegas. Había que pedirle la vez a Benavides. Aquello funcionaba como un reloj. En el chalecito también se reunía el grupo duro del partido para cuestiones urgentes o secretas. Miró el reloj. Las cinco de la madrugada. Se levantó y se preparó un café. El día iba a ser duro, muy duro. Comenzó el turno de llamadas. Tenían que reunirse inmediatamente. Jacinto Carrasco, José Luís Camposagrado, Pepe Gómez, Consuelito Valdediós y el doctor, el dentista Manolín Chamorro recibieron con quejas el madrugón y quisieron saber el motivo de la convocatoria urgente. Sacristán no soltó prenda. «En la reunión, lo sabrás en la reunión. Acude inmediatamente al chalecito». A las siete menos veinte todos estaban en torno a la mesa de caoba. Y Consuelito, que era un sol, había preparado café para los presentes. Benavides también estaba allí, pero Sacristán le pidió que abandonase la sala y el jefe de los municipales obedeció sin rechistar. La expectación era máxima y el «pero qué pasa» se podía leer en todos los rostros.

—Esta madrugada ha muerto el Gordo —dijo de sopetón, sin avisar.

 Y después puntualizó, ante la cara de asombro de todos los convocados.

—Creo, además, que murió violentamente y que alguien lo dejó en Rúa 15, frente al palacio de los Duques de Parnaso. Es un aviso. Un mensaje que la oposición nos manda. Que me manda a mí; a mí, concretamente.

Todo fueron preguntas, exclamaciones. Consuelito se echó a llorar y todos intuyeron entonces que había sido en el pasado una de las innumerables amantes del difunto. Todos miraron con simpatía a su compañera de partido, en la actualidad felizmente casada con un ginecólogo, madre de cinco hijos y secretaria general del Partido Modernista. Cuando cesaron los aspavientos y Consuelito reprimió su llanto fúnebre, Sacristán continuó la exposición de lo sucedido.

—No creo en casualidades y accidentes. La puesta en escena es demasiado teatral. En esta ocasión han sido muy poco sutiles. Quieren hundirnos. No se resignan a cuatro años viéndolas venir. Ahora somos nosotros los que elaboramos el presupuesto.

—No lo puedo creer. No pueden ser tan inconscientes de llegar al asesinato —opinó José Luís Camposagrado, de las mejores familias de la ciudad, caballero educado pero torpe, licenciado en derecho después de nueve años de estudios y ex miembro de la tuna, conocido por el alias de Tontoelculo.

—No, no. El pobre Gordo no murió asesinado. Pudo ser un homicidio pasional y ocasional pero no una muerte proyectada. A alguien, y no sé a quién, este asunto se le fue de las manos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jacinto Carrasco, Tinín para los amigos. Carrasco era un animal político; habilidoso orador era capaz de hablar durante horas con elocuencia vacua. Había sido sindicalista. Dominaba la arenga, el mitin e incluso la homilía. Sacristán le encomendaba las relaciones con el Partido Garantista porque era primo segundo de Don Ulpiano Garrido, el presidente honorífico de la oposición.

—Porque desde la semana pasada soy el único propietario de Rúa 15. Se lo compré a los descendientes del Duque —contestó Sacristán.

—¡Cómo que compraste el Palacio! —exclamó Pepe Gómez, conocido por todos los presentes por el alias de el Sobreentendido, por ser el encargado de entregar los sobres de mordidas pequeñas, la calderilla de las corruptelas que permitían hacer negocios sustanciosos al aparato.

—Sí. Lo compré. ¿Alguno de vosotros tiene algo que objetar? —preguntó Sacristán con un punto de ironía y un gesto chulesco.

Le observaron expectantes y temerosos.

 —Soy el estratega, el que piensa, el jefe.

Todos ellos tenían un capital, una fortuna que les permitiría vivir con holgura, sin preocupaciones. Y la habían conseguido sobre a sobre de manos del difunto.

 —Ya. Pero levantarte tú solo el Palacio es demasiado. Les pusimos todo tipo de trabas para modificarlo. Esa fachada del siglo XIII convierte el edificio en uno de los más bellos de España y ahora tú, con una jugada maestra, consigues la licencia, lo modificas y multiplicas su valor por cinco o por diez —replicó Pepe Gómez.

Nadie se atrevió a darle la razón al exaltado. Aunque, claro, todos estaban pensando lo mismo. El propio Gómez bajó la cabeza, asustado por su audacia, por su temeridad. En más de quince años de vida política nadie se había atrevido de enfrentarse abiertamente a don Jesús Sacristán Luque, por mal nombre ‘el Buitre’.

—¿Cómo te atreves? —dijo Sacristán sin levantar la voz. Aquel impertinente le estaba sacando de quicio. Y era un hombre, todos lo sabían, que nunca perdía los papeles. Ni los perdía ni los firmaba.

—Perdona, yo… —pudo balbucear Pepe Gómez.

—No te disculpes. Nadie te obliga a estar en este barco. Eres muy libre de abandonar la vida política y, si te apetece, salir dando un portazo y tirar de todas las mantas. Aquí todos somos dueños de nuestras decisiones. Nadie te retiene. Y lo sabes muy bien.

Sacristán miró a Gómez y le sonrió.

Todos comprendieron su mensaje secreto.

Él, solo él, se libraría de la cárcel si aquello saltaba por los aires. Nunca, jamás, había firmado un papel. Y excepto la orden verbal efectuada esta mañana a Benavides, jamás había tenido un desliz. No participaba de la actividad del picadero, del chalecito. Y, sin embargo, estaba enterado de todo. Sabía quién acudía y con quién. Las relaciones con los demás se mantenían a través de Amparo, la secretaria de su hijo Fernando Sacristán que a su vez se las comunicaba a su padre. Y las órdenes jamás las daba él. El Gordo era el que trasmitía sus instrucciones, las consignas del partido. Su inmensa fortuna descansaba en varios paraísos fiscales a salvo de miradas indiscretas. Nadie lo sabía con certeza, pero todos los presentes lo intuían.

El silencio fue ensordecedor. Jesús Sacristán Luque, imperturbable, consciente de que dominaba la escena, sacó un habano de la purera y con parsimonia procedió a encenderlo. Lo hizo con calma para que todos pudiesen observar que su mano no temblaba. Rompió el silencio con una orden tajante.

—Consuelito, sírveme un café.

 Y después, con una sonrisa burlona en los labios, preguntó.

—Repito, ¿alguno de vosotros tiene algo que objetar?

Nadie se atrevió a pronunciar palabra. Sacristán continuó.

—Mañana este asunto tiene que estar solucionado y pasado mañana el Gordo, desde ahora para todos vosotros el señor alcalde, don Severino Urdiales y Martínez, tiene que ser enterrado con todos los honores; eso sí, después de un funeral grandioso. Están jugando fuerte. Quieren hundirnos, pero nosotros vamos a contraatacar. Lo primero es devolverles el mensaje. Tinín vete a ver a Ulpiano y dile que queremos saber la verdad de la muerte del alcalde. Toda la verdad, sin tapujos. Se hábil y métele el miedo en el cuerpo. Tal vez Ulpiano no sepa nada, pero en dos horas se entera de todo. Dile que sabemos que alguien de su bando mató a uno de nuestros mejores hombres pero que presentimos que fue de forma accidental. El escándalo no es bueno para la clase política y no deseamos que nadie termine en la cárcel de Villanueva. Juega fuerte. Sé habilidoso. Demuestra que eres un negociador de raza. Quiero estar orgulloso de ti.

Tinín asintió y solo le faltó cuadrarse militarmente. Solo bisbiseó un «confía en mí» y salió de la habitación.

Sacristán se quedó absorto unos momentos. Todos le miraban en silencio y sin atreverse a rechistar. El político daba cortas chupadas al habano, se levantó de la silla y se repantingó en un sillón, en un chéster, y jugó unos minutos haciendo volutas de humo. Se olvidó de que estaban allí. El grupo le observaba estupefacto. Volvió a la mesa y sonrió a sus colaboradores.

—Vamos a ver cómo solucionamos este lío. Cuantas menos personas lo sepan mucho mejor. Pepe, no permitas que haya una sola filtración. Al municipal que encontró el cadáver, ese tal Carballo, que se le nombre Subjefe de los municipales con un salario altito; seamos generosos. A Benavides dale 25.000 euros del fondo de reptiles y que se comprometa a guardar el más absoluto silencio. Mándalos a casa y vosotros cinco tenéis que hacer rápido un trabajo. Me temo que un trabajo sucio.

Los cinco le miraron en silencio y asistieron.

—Tenéis que desnudar el cadáver. Ver qué lesiones tiene. Intuyo que lo del vómito fue pura carpintería teatral. Tú, Chamorro, dirigirás las operaciones y como médico prepararás un certificado de defunción coherente, que no perjudique a nadie, que el crimen quede impune si, como presiento, fue un desliz de la oposición. Esta misma noche lo trasladáis a su domicilio. Yo tengo un juego de llaves. El alcalde me las entregó por si perdía las suyas. La secretaria de mi hijo Fernando os las dará. Organizaros entre vosotros. Yo no quiero saber nada, pero quiero estar enterado de todo y al que cometa un solo fallo lo fulmino. ¿Entendido? Cada hora mi hijo tiene que saber los pasos que se están dando. Consuelito será la única que informe. Reportaros a ella. Tenemos cuarenta horas. Sed inteligentes y rápidos. Todo tiene arreglo.

Sacristán era un hombre afortunado. Tenía baraka. Y como sabía esperar repitió la frase de Napoleón a su ayuda de cámara: «Vísteme despacio que tengo prisa». Se enclaustró en su despacho a la espera de noticias. Estas fueron llegando poco a poco. En el Partido Garantista el estratega era Gregorio Estévez, alias el Impecable, un abogado brillante, buen jugador de ajedrez y pésimo golfista. Sacristán y Estévez eran rivales pero buenos amigos. Se entendían a las mil maravillas y se reían juntos de sus mutuos colaboradores a los que llamaban despectivamente los chicos. Ellos eran los líderes y en estos momentos el contacto personal, si se llevaba a cabo, tenía que surgir solo si fracasaban las conversaciones de sus peones de brega. A las 13.30 don Ulpiano admitió de forma tácita saber algo del fallecimiento del Gordo. Y se abrió una reunión permanente en el domicilio del magistrado Arturo Visnal, alias el Justo. El magistrado era un caballero de impecable conducta, un hombre serio que mantenía con los dos partidos políticos una actitud conciliadora. Su corruptela no era pecuniaria. Él despreciaba el dinero. Aspiraba a un sillón del Tribunal Supremo y en caso de conflicto su domicilio era considerado como territorio neutral. Su mujer, Casilda, por mal nombre la Falsilla, era una señora atractiva, rica por casa, que ejercía de anfitriona poniendo a disposición de los negociadores té o café, un oporto, un jerez, unos sándwiches, unas pastas inglesas. La casa tenía dos teléfonos seguros y dos despachos desde los cuales se podían mantener conversaciones confidenciales. Casilda se retiró prudentemente a su dormitorio y se tumbó sobre la cama a ver Sálvame, porque era una devota —secreta, por supuesto— del popular programa de Telecinco.  

Al día siguiente los periódicos de la región difundieron el fallecimiento del alcalde con grandes titulares. Nadie recordaba algo parecido. Los dos periódicos aumentaron la paginación con artículos y elogios al munícipe desaparecido. Se destacaron sus logros, la transformación de la capital gracias a sus atinadas gestiones. Los medios oficiales y las televisiones de todo el país se hicieron eco del óbito. Ni una sola palabra se había filtrado a la prensa. Las negociaciones seguían, pero solo para cerrar los últimos flecos. Había que poner sobre la mesa cuestiones económicas, pactos de poder. Nosotros nos olvidamos de Rúa 15, pero queremos el cincuenta por ciento del negocio del puerto. Estáis locos como mucho un treinta. Bueno, conforme, pero el vicepresidente es cosa nuestra y la secretaría general es para Marcelino el sobrino de Tarrón. Puestos a pactar, pactaron hasta las próximas elecciones. Al fin se consiguió una solución de compromiso. Al alcalde lo mató de un mal golpe Antoñito Puente, alías el Bombero, el hijo de don Ceferino. Llegó y se encontró a Maruja, su mujer, en pleno orgasmo. A ella le dejó los dos ojos como huevos y a él, de un puñetazo, lo mandó al otro mundo. Maruja está ahora en su finca de Pola de Gordón reponiéndose. Antoñito la perdonó. Es en el fondo un buenazo. Algo bruto, pero un buenazo. Nadie, excepto Sacristán, conoció el nombre del homicida. Su identidad le fue revelada en un sobre lacrado. Al conocerlo destruyó el documento y sonrió. No se lo dijo jamás a ningún miembro del partido. Para ese tipo de cosas era todo un caballero.

El entierro fue la manifestación de duelo más importante llevada a cabo en la región en toda la historia moderna. El coche fúnebre rodaba despacio por la calle Mayor camino de la catedral donde esperaba el arzobispo y sus acólitos vestidos de pontifical. Aquel no era un funeral cualquiera. Detrás diez coches portaban los cientos de coronas que se habían recibido de toda España. El Rey concedió al alcalde fallecido el título de Marqués del Mayorazgo a título póstumo. La ciudadanía de aquella región empobrecida y sin porvenir asistía con respeto a las exequias de un hombre de bien, un político sacrificado por lo común, un servidor ejemplar de la cosa pública. Las campanas que tocaron a muerto sonaron lánguidas, tristonas, como puntos suspensivos, como un inacabable etcétera, etcétera, y muchos se sintieron aludidos cuando el arzobispo, con voz meliflua, dijo a unos y a otros: «Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad».

[EN PORTADA: Los animales entrando en el Arca de Noe, de Jacopo Bassano, c. 1570]


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de AsturiasLa Nueva EspañaEl ComercioEl ProgresoDuniaEl ExtramundiGastronómikaAbcLa Voz de GaliciaHeraldo de AragónEl PeriódicoLar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesosDelirios gastronómicosGastromaníaCocinadeasturiasLos humoristasEl crimen de don BenitoCuerda de santos, infames y profetasTeoría del insulto en Asturias El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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