Cuaderno de espiral

Solos

Escribe Pablo Luque Pinilla que, con la pandemia, «hemos (re)descubierto, en suma, el valor del otro, y hasta del otro que tenemos al lado, como presencia ineludible, palpable, imprescindible para movernos bien por el mapa de los aposentos que alberga nuestra naturaleza».

/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /

Tenemos los humanos una habilidad especial para hacer lo contrario de lo que se espera. O de lo que nos conviene.

Durante los días de encierro a cal y canto, autoexiliados tierra adentro de nuestras casas, a lo que nos ha obligado la emergencia sanitaria, hemos gozado de la oportunidad de disfrutar de más horas de convivencia, no por forzosa, menos aprovechable. Algunos dicen haber conocido mejor a su pareja con la que llevaban años de vida en común (memes al respecto no han faltado). Otros hemos reparado con júbilo en cuánto han madurado nuestros hijos desde aquel tiempo, ya remoto, en que todavía éramos para ellos la imagen idealizada y necesaria del adulto de referencia, y hablaban más con nosotros (los padres de adolescentes me entienden). En general, muchos hemos compartido el trabajo o la escuela en casa; las comidas y menús ―ay los menús…―; el orden pendiente de tantos papeles, cajas y estanterías; los juegos; las películas; y hasta la necesaria experiencia de aislarse, pero en compañía ―siempre mucho más confortable que el mero aislamiento/aislamiento―; y una serie de ocupaciones impensables con esa frecuencia en otros momentos. Hemos (re)descubierto, en suma, el valor del otro, y hasta del otro que tenemos al lado, como presencia ineludible, palpable, imprescindible para movernos bien por el mapa de los aposentos que alberga nuestra naturaleza. Hasta el punto de haber comprobado, a partir de numerosas conversaciones, que a no pocas personas se nos ha hecho patente lo innecesarias y forzadas que ciertas costumbres gregarias nos han llegado a parecer tras estos meses. En concreto, dos hábitos han aparecido de manera recurrente en el centro de la escena de nuestras perplejidades. El primero, la desmesurada permanencia en la oficina de aquellos que, en realidad, nos podemos permitir el teletrabajo, y lo deseable de moderar las horas de presencia en el ámbito laboral. El segundo, esas propuestas masivas o simplemente muy numerosas que, sin ser ni mucho menos todas repudiables, a menudo se transforman en una desigual lucha contra una amalgama humana irreconocible que termina por devorarnos, pero a la inversa, expulsándonos de nosotros mismos.

Pero ahora que hemos terminado de desescalar ―a algunos no nos ha faltado tanto el oxígeno en la cima, lo siento―, observo una querencia energúmena por el retorno a las costumbres de la multitud alborotada. No sé si por inercia social. Quizás para volver a sentirnos libres y comunitarios. Tal vez, quién sabe, para recuperar el tiempo perdido que, en ciertos aspectos, podríamos dar por ganado si no hubiera venido propiciado por sucesos tan dramáticos y con consecuencias tan indeseables. El caso es que no he dejado de acordarme de esos versos que dejé escritos en un libro hace algunos años a propósito de las inercias de nuestra especie cuando se metamorfosea en manada insensible: «Esta discurre, veloz y ajena, / trotando en el desfiladero, / ignorando los márgenes que ocupan / los animales rezagados. / Cuantos quedan en la orilla / presa son del estupor, / de la quietud que brota en la impotencia, / del rumbo incierto donde se amplifica la locura. / Miran escépticos a los que galopan, / hacen recuento, / aceptan impasibles la estampida. / Esperan el final sobre un mástil / que subraya la paradoja de la escena».

Como no he dejado de recordar a aquellos, no siempre tan mayores, que por las circunstancias han estado solos durante las duras semanas pasadas. ¿Qué pensarán? ―y qué pensaría yo en su situación― ¿Cómo lo habrán pasado? Y entiendo que muchos seguramente tengan bastante que enseñarnos acerca del aislamiento que se vive esperando estar verdaderamente acompañado.  Sobre la necesidad de salir a una búsqueda real del otro, allí donde se encuentre. Y de la existencia de un deseo silencioso, no dormido ni anestesiado, a la expectativa de un encuentro con una presencia de carne y hueso; con el punto de mira fijo en un rostro sencilla y sinceramente humano. Porque, en definitiva, no he parado de plantearme que en nuestra mano está ser alguien al otro lado del espejo de una aspiración en la que nos reconocemos todos.

[EN PORTADA: Soledad, de Filomena Booth]


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

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