/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Comentaba en mi última entrada de este Cuaderno cómo hubo un tiempo en que anduve leyendo los textos del poeta Jercy Liebert. Fue un acercamiento motivado por la atención prestada a la poesía polaca del siglo XX, desencadenada, a su vez, por la lectura de la obra Casa de paredes abiertas de Józef Baran, con cuyos traductores de la edición española (Trea, 2008), Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska, tuve el placer de intercambiar correspondencia electrónica. De aquel ir y venir de mensajes surgió la publicación en la revista Ibi Oculus de otras traducciones inéditas de ambos autores. En concreto, versos de Anna Kamieńska y Ewa Lipska, dos significativos vates, de muy distinto jaez, de la rica poesía polaca contemporánea. En suma, una fortuita andadura que me llevó a desembarcar en la obra de Liebert de, por cierto, cortísima vida (nace en Częstochowa en 1904 y muere en Varsovia en 1931). Pero, ¿qué sucedió para que, entre la vasta producción de la poesía polaca del siglo pasado, llegara yo al desconocido puerto del de Częstochowa? Y, ¿qué hallazgo adicional me aguardaría? En primer lugar, que cayó en mis manos su Antología poética (Rialp, 2005), también con traducción de Burraco y Sobieska, quienes, previamente a Baran, se habían interesado por él, asunto que no me pasó desapercibido. En segundo, la atención creciente que estaba recibiendo este poeta por parte de los lectores, tras ser citado por un Juan Pablo II aún en activo en las postrimerías de su pontificado, en uno de sus volúmenes (¡Levantaos!, ¡vamos!, 2004). Al final, debido al empeño de unos traductores y a mi papel como director hace algunos años de la mencionada revista, sobre un camino asfaltado con hallazgos de tesoros poéticos, pude yo recorrer el trayecto ―un periplo ciertamente a la inversa― hasta el texto del ínclito Liebert recogido por el papa Wojtyła en su libro. Unos versos que fueron objeto de mi escrutinio y que he revisitado recientemente con júbilo: «Te estoy aprendiendo, hombre./ Aprendo poco a poco,/ Con este difícil aprendizaje/ mi corazón se alegra… y se duele». Y con los que se nos recuerda que cada hombre es una persona individual, que requiere un tipo de acercamiento y comprensión única e irrepetible.
Una afirmación, por otro lado, que consideraríamos obvia si no fuera por el hecho de las profundas semejanzas que nos configuran como especie, y que, a veces, inducen al equívoco. Porque el hecho de que cada uno seamos como todos y todos seamos la suma de cada uno es una aseveración con vocación de palíndromo que requiere reflexiones detenidas.
No en vano, rescato asimismo otra idea que apuntala la anterior, que, pese a ser de manual ―de psicoterapia quizás, vete a saber de dónde la saqué―, no resulta menos pertinente. Según este aserto al que vengo a referirme, las personas somos como las huellas ―dactilares, sí―, todas iguales y todas diferentes. Huellas que fueron puntas de inocencia en su incipiente descubrimiento del mundo, glabras cúpulas de piel sin el asomo de las callosidades futuras. Huellas con sus arcos, curvas y meandros; con sus ascensos hasta la cima y con sus depresiones. Huellas formadas por idéntico tejido epidérmico y dérmico, con la misma sangre en su umbral aflorando cuando son rasgadas por un papel o las atraviesa una espina. Huellas con suciedad entre sus pliegues tras hundirse en la tierra de las cosas. Huellas que también son motivo de luz (algo más profunda y menos cinematográfica que la de E. T.) cuando por fin se sacuden la sombra que las oscurece. Ya que aspiran al abrazo, y casi siempre a su multiplicación, al milagro de la mitosis reiterada que propicie el mapa de las genealogías. El encontrarse de las huellas, la electricidad por ellas transmitida, la excitación del roce, su fiebre última tras el abandono de los cuerpos, la piel cedida, las manos aflojadas como una flor de huesos, el arroyo de la vida que indómito se distribuye. Huellas finalmente arrugadas, retrocedidas y entregadas en el ocaso de la existencia, cuando, por fin, sabias ya se saben. Huellas que replican en las manos la cartografía de nuestras elecciones. Huellas, en definitiva, también hijas en mi caso de unas lecturas, como las de Liebert, que dejaron el regusto de las mejores confidencias. Que dejarán, qué duda cabe, una huella distinta en cada uno.

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
0 comments on “Las huellas”