/ un relato de Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro /
1
Cualquier intelectual —esto es, también y especialmente los mediocres— sabe de la relación entre la psicología de los grupos y la planificación del urbanismo.
Así, es frecuente entrever, en una forma arquitectónica, un molde de mentalidades. Lo mismo ocurre con el vestido o con cualquier otro artefacto cultural. En el ámbito de la etología y las ciencias naturales se compara, tal vez, tal pulsión humana con tal instinto ancestral, o este ritual festivo con aquel otro de los bonobos. Con este proceder, de analogía en analogía, los expertos elaboran sesudos tipos, taxonomías que nos definen. Fuera de sus diques, el individuo no es más que un mito que se canta a sí mismo hasta cobrar monstruosa realidad: pero, si se mira con atención, un individuo no es más que una reiteración, un chasquido del humo, un arroyo premioso destinado a secarse en sus propias lindes.
Pues bien, en mi opinión el alma del burgués se asemeja, por sobre todas las cosas, a una rotonda. El burgués es el individuo satisfecho de sí mismo hasta la náusea, el que no tiene tapujo en suponer que el cosmos le adeuda su talentoso esfuerzo. Su éxito estaba en parte escrito —se dice a sí mismo— en el Libro de la Vida, pero nada hubiese sido posible sin su intervención: el resto somos acreedores en su cuenta de morosos. En pago de su inestimable aportación, cree el burgués justo exigir a la realidad que le rodea —y no al revés— una precisión maquinal: exige que los árboles se dispongan en hileras, y que las ramas se ordenen decorosamente so pena de ejecución. Se ofenderá cuando un insecto ose cruzar el umbral de su casa: «¡Cómo se atreve la naturaleza a insultarme de este modo, a mí, que la doto de destino y razón!».Por supuesto, considera de pésima educación que el otoño se adelante a la primera quincena de septiembre. El símbolo más exacto de la asepsia a la que todo buen burgués aspira, casi con devoción o lascivia, es, en efecto, la rotonda. Ni lo bastante angosta como para obligarle a un esfuerzo innecesario, ni lo suficientemente grande como para no poder adivinar su preciso inicio y término.
El burgués, zoológicamente, es una carroñera inconsciente de su naturaleza necrófaga que habita en barrios periféricos, al costado de la gran urbe: barrios, cómo no, asépticos y yertos, decorados por arbustos y hiedras rehenes del terso río de asfalto. Tiene la costumbre de invertir —en el sentido más mercantil de la palabra— su tiempo en divertimentos deportivos diseñados a conciencia para no derramar una gota de sudor y preservar intacto su plumaje parduzco y denso en torno a su estúpido busto sonriente. En pocas palabras: tiene tiempo y ninguna necesidad, así que rara vez piensa.
Pero entonces, ¿a qué se compara el pueblo? El pueblo no es más que una masa cenicienta e informe de cabezas y brazos, un sedimento, una viscosidad móvil como arrastrada por el azar de un aluvión. El pueblo vive en un constante hacinamiento en los arrabales que el burgués ordena para ello. Alejados de cualquier aspiración sublime o espiritual, los hijos del pueblo tiñen de mediocridad cuanto alcanzan: para ellos, la vestimenta no es más que un remedio a la desnudez; la comida, un remedio al hambre; el ocio, un terrible anzuelo que les permite sortear el tedio que sentirían de pararse a observar un solo instante. De este modo, se cubren y devoran plásticos que los amos abandonan en sus abrevaderos. El pueblo habita en termiteros de pequeñas ventanas selladas sobre ciénagas, necrópolis de ladrillo y aludes de polvo, de puro asfalto perforado por el abandono.
Arquitectónicamente, pues, su alma es semejante a un montón rectangular de ladrillos apilados. Funcional —como la rotonda—, meramente funcional, pensado por un cartabón idiota con la única misión de estabular la mansedumbre del ganado. Nacer, pensar cómo alimentarse, esperar un rato más, por fin morir. Ellos son los descamisados, los pastores mendicantes que, esclavos de sus aperos, no pueden guardar el sábado. Su herencia es acaso un nombre vulgar, una cuna de harapos. Son como el burgués en su voluntad de quietud, en su vulgaridad, pero aún más incapaces, aún más enfermizos. Zoológicamente, son un banquete de carne descompuesta en que germinan las larvas maltrechas de su depredador. Por decirlo en pocas palabras: el pueblo tiene necesidad, pero no tiempo; por eso, rara vez se detiene a pensar.
El burgués y el pueblo son, pues, dos apéndices de la misma lengua tumefacta. Pero, resistiendo el empuje tectónico de estos dos tipos, queda una minoría de monjes, élite de sibaritas que guardan celosamente el pan, no sea que resbale por la mesa y halle desgraciado destino entre los colmillos de los perros hambrientos.

2
Ocurrió en la linde exacta entre la tarde y la noche, cuando la luz se torna ámbar e inyecta en los objetos una especie de somnolencia. El ámbar repetido de la luz resuena entonces en los faros de los coches, en las lumbres de las farolas cuando detectan la oscuridad incipiente y suspende cuanto en ellos hay de novedad para sumirlos en un mismo ámbito de meditación callada.
Fue en uno de esos barrios que llaman populares: una telaraña densa de callejuelas que desembocan en otras nuevas y excepcionalmente, en una avenida, en un callejón que obliga al caminante a volver sobre sus pasos y reanudar su travesía en un oleaje constante de aceras y pasillos. En el epicentro de estas cosas, El Sibarita caminaba con aire desnortado bajo el arrullar de las últimas palomas. Nadie hubiese tenido una razón especial para fijarse en su figura: como hace la naturaleza con los felinos, El Sibarita se había cuidado de diseñar una segunda piel para adentrarse sin ser notado en la más pura entraña de la madriguera. Unos vaqueros antiguos, una camiseta lisa, color gris, una bolsa deportiva colgada del hombro. Alrededor, los comercios iban tapiándose de mallas metálicas, y el alfiler del viento rasgó, en el vientre de una nube, una fina lluvia que lentamente regaba el termitero.
Nadie podía saber que, tras la ensayada inexpresión de su rostro, El Sibarita, más que calles, veía en torno de sí un terruño infértil, únicamente apto para sembrar en él lápidas y ortigas, las vegetaciones punzantes del desprecio. Hacía ya meses que El Sibarita había intentado —hasta hoy, sin éxito— llevar su cacería a término. Su estrategia era, precisamente, la falta absoluta de estrategia. Así, cada tarde abría el mapa a ciegas y señalaba dos puntos asegurándose de no poder adivinar su nombre a través de la venda con la que él mismo cubría sus ojos. Después, una vez elegidos dos barrios finalistas, lanzaba al aire una moneda y acudía —según el caso— al que hubiese decidido que correspondía con la cara. Entonces, paseaba calle arriba y abajo con la esperanza de que alguien entrara o saliera del portal: por eso, la tarde, que en los barrios populosos supone el retorno de sus habitantes, es siempre la hora más apropiada. Entonces, se escondería en el portal hasta que la noche llegara, y llegado a ese punto —imaginaba El Sibarita—, su suerte dependería de un descuido mayor: un vecino tal vez olvide cerrar con llave, o llegue demasiado ebrio para comprobar siquiera si había cerrado la puerta. Entonces, tras un leve empujón, ya todo sería muy sencillo.
Lógicamente, esta falta manifiesta de previsión sólo cabe en la mente de alguien que considera a sus víctimas demasiado estúpidas como para no cometer pronto un error. Así, cuando El Sibarita descubrió que nadie se olvidaba de cerrar las puertas de sus casas, achacó este acierto no a la inteligencia de sus pobladores, sino a la normal desconfianza del ladrón que se sabe rodeado por congéneres. Sin embargo, las razones de esta laguna de método eran mucho más elaboradas. En primer lugar, la perfecta falta de planificación dificulta enormemente la tarea del investigador, que supone que, tras un crimen, ha de haber una motivación, un camino racional y trazable hasta el propio asesino. Además, si todo lo fiaba a la suerte, pensaba que entonces él se vería descargado de culpa. Pero la razón de peso era la siguiente: para El Sibarita, era moralmente necesario no sentir ninguna inquina, ninguna pasión en particular. Es más: de lo contrario, su obra no sería sino un reprobable asesinato a sangre fría: si buscaba a alguien en concreto, y por algún motivo razonable, estaría matando a una persona. Si mataba a un tipo de persona, en un tipo de barrio, nadie podría encontrar reparo moral alguno: entonces, no habría víctima ni victimario, sino la mera tala de un ejemplar cualquiera de una especie abstracta.
Pero aquella tarde, en la que la luz ámbar con la lluvia recogía en mallas metálicas los últimos comercios y a las últimas palomas, El Sibarita escuchó, como tantas veces, la música de un visillo abrirse a su costado: tras tantas incursiones, ese sonido había adquirido para él una dulzura familiar y claramente distinguible. Con toda la naturalidad de la que se veía capaz, sonrió complaciente a un matrimonio que, divertido, salía del portal: El Sibarita sostuvo entonces la puerta y dirigió una mirada de franqueza, de confianza y urbanidad a sus ojos, mientras con la mano les rogaba gentilmente que salieran primero. En muchas ocasiones había alcanzado esta fase ya, durante los últimos meses: claro que ningún mérito tiene internarse en un portal cualquiera. El reto, para el que criminales profesionales se entrenan durante décadas, es cómo hacerlo en un hogar privado y sin llamar la atención de los demás vecinos. Nadie vigilaba en la mesa de la portería, por lo que, nada mas cerrar la puerta a su espalda, y una vez había aguardado lo suficiente para cerciorarse de que nadie llegaría inmediatamente, se dirigió presto a rebuscar información, datos para una coartada, en los buzones del primer piso. Con el mismo proceder antes detallado, se esforzó por elegir la letra de la manera más insospechada posible (el hecho de que el piso fuera un primero, en cambio, se impone por la necesidad de huir lo más rápidamente posible): la letra del piso siempre supuso para él un obstáculo especialmente aparatoso. Con las letras, es frecuente elegir por iniciales, o por una afinidad cromática, sencillamente gráfica. Si no fuese porque logró convencerse de que nada explicaba que el piso fuese el primero B, se hubiese visto obligado a recular y probar suerte al día siguiente y en otro lugar, y nada de lo que sigue hubiese ocurrido.
En fin, entre la correspondencia que rebosaba en el buzón, encontró varias revistas de automóviles, un par de cartas de una compañía telefónica, recibos bancarios, una recopilación de crucigramas. Este hallazgo reforzó su confianza en la mediocridad de su presa, y logró aplacar la culpa que, como una savia amarga, ya notaba infectar su garganta con un nudo tembloroso de nervios. En efecto, un tintineo de llaves alertó al Sibarita de que tendría que poner a prueba su imaginación. Fatalmente, y para que su visita resultara verosímil, se vio obligado a girarse disimuladamente y memorizar el nombre del morador del primero B. De su correspondencia, dedujo con artes de vidente que de él se podría decir lo que de cualquier otra persona, acudiendo simplemente a la estadística. El portero —un hombre ya anciano, con visibles heridas del tiempo ajando su piel y su camisa amarilla— se sentó en su butaca, frente a él. Casi sin prestarle atención, con la distancia que impone un oficio que implica detenerse y observar cómo el transcurso de las horas, apiladas en años y estos en eternidad llana y plomiza va royendo con su mutismo las esquinas del mismo portal.
—Buenas tardes, caballero. Usted dirá en qué le ayudo.
El Sibarita tardó aún unos instantes en responder. Por un lado, sentía la necesidad de probar por fin suerte, de hacer una excepción y tratar de ejecutar su plan, y deshacerse así de la penitencia que él mismo se había impuesto. Por otro, conocer el nombre de Pablo, que así se llamaba el habitante del primero B, había forjado definitivamente un impenetrable tapón de culpa gris, eléctrica, que apenas si dejaba transitar la voz hasta los dientes.
—Sí, verá. Vengo a ver a Pablito, el del primero B. Cómo será que se ha dejado esto en el trabajo —dijo en lo que exhibía una de sus revistas automovilísticas, que había guardado en la bolsa—. Y nada, me ha pedido que a ver si podía pasarme un momento. Ya sabe cómo es este Pablo, un día se va de casa sin cabeza…
El portero, más que avenirse o asentir, sencillamente se frotó la cara con un ligero cabeceo y luego siguió absorto, vuelto en sí mismo, rebuscando Dios sabe qué en un bolsillo interior de su abrigo. El Sibarita interpretó su pasividad como una afirmación, y se dirigió hacia las escaleras. En los edificios antiguos, nada hace sospechar que haya cámaras de seguridad, y las escaleras son amplias y tenebrosas, angulares. Para poder siquiera jugar su lotería, tendría aún que aguardar durante una, dos horas más. Las suficientes como para suponer que los vecinos duermen ya y profundamente. Quiso la fortuna que, en lo sucesivo, el portero no decidiese rondar más (sus suspiros y bostezos ascendían hasta el escondite de intruso, como buenos augurios). A lo sumo, tuvo El Sibarita que contener la respiración y los nervios cuando la luz del ascensor indicaba que, del otro lado del fino muro, alguien se apeaba o montaba al ascensor. Allí, agazapado en un teatro de sombras, no era más que una estatua de penumbra y pensamientos torcidos. Las dos siguientes horas fueron derramando una losa de culpa en su conciencia, humillada ahora por sentirse una alimaña famélica que aguarda en la noche junto al corral. Pero la promesa de cumplir su misión, su obra maestra de arte elevadísimo, le impedía recapitular, siquiera plantearse huir de allí como un forajido o un simple cobarde. Por fin, media hora pasaba de la medianoche.
Sin permitirse un solo pensamiento más, anduvo el último tramo que le separaba de la puerta elegida. Ya ante él, notó la virulencia con que, por un lado, presentía que ese era el lugar y la hora exacta del cumplimiento y, por otro, que todo lo que aconteciera en adelante quedaría en nada, pues había viciado su trofeo antes incluso de divisarlo. En fin, y con disciplina espartana, se obligó a empujar levemente la puerta. Difícilmente se puede explicar el gozo que El Sibarita sintió cuando, por fin, no daba con su hombro contra ella, ni sentía resistencia alguna: la puerta se deslizaba suavemente, en bella coreografía con su brazo. Ver su deseo, su único y voraz deseo cumplido, cuando ya lo creía imposible, logró espantar de un golpe las aves abyectas de la conciencia: no era su culpa ni la de nadie; ante una coincidencia tal, tan poética, tan matemática, no cabe remordimiento ni miramiento alguno, sino sólo celebración. ¿Cómo, si no estuviese ya decidido, si no fuese evidente que tenía que ocurrir, podría un hombre haber adivinado que precisamente esa sería la puerta que le esperaba abierta, dispuesta, permisiva?
Tal fue la exaltación que le invadió en ese instante que, de no haber reparado en la bolsa deportiva que cada día le acompañaba, casi hubiese olvidado la razón de su visita. Había practicado una y mil veces la forma concreta de caminar sin ser escuchado, aunque bien sabía que un error —una balda mal apuntalada, un objeto fuera de lugar— podía fácilmente convertir su esfuerzo en una angustiosa retirada escaleras abajo. Ahogó el llanto de la puerta dulcemente tras de sí, y avanzó casi reptando hasta la cocina. Tras asomarse cuidadosamente al canto de la puerta, y comprobar aliviado que Pablo no le aguardaría allí, alarmado por un ligero sonido y cuchillo en mano, dejó la bolsa en una mesa que ocupaba el centro de la habitación, y junto a ella descansó unos instantes, imaginando por enésima vez cómo habrían de transcurrir las diversas etapas de su obra teatral. Encima del horno, una pequeña bombilla silbaba, y su débil destello permitió al Sibarita echar un vistazo alrededor. En la mesa donde había apoyado la bolsa hacía unos minutos, había aún un plato cubierto de salsa de tomate, por fregar, y la piel olorosa de una cebolla. El caos era general: junto a sus pies, dos o tres servilletas perfilaban formas aleatorias, y el aire delataba un hedor de alimentos en dudoso estado. En la nevera, armatoste de aspecto ochentero, una profusión absurda de imanes de toda suerte. La visión de este desorden era, a los ojos del intruso, un último acicate, una demostración infalible de la necesidad de su obra. Y en estas, armado ahora del valor que nace en el corazón de los hombres que se saben ejecutores de una misión que los supera con creces, El Sibarita extrajo de su bolsa todo lo que había juzgado necesario para que el sacrificio valiera la pena.
En primer lugar, se despojó de sus vulgares vestimentas y extrajo otras más acordes. No es que su nuevo atuendo fuese espectacular (de serlo, fácilmente se podría confundir con un disfraz, lo que convertiría toda su acción en una parodia pueril): se trataba, sencillamente, de un traje oscuro, camisa con gemelos cobrizos, una corbata rayada azul marino y un par de zapatos lustrosos de ribetes al modo británico. Cubrió después sus manos de varias sortijas, y terminó por embozarlo todo en su perfume predilecto. Después, echó mano de un cuchillo mediano y fino, de hoja blanca y empuñadura de motivos vegetales: evidentemente, emplear un arma de fuego hubiera sido ruidoso y tan brutal que le hubiese impedido acabar con la vida de Pablo, pues en ese caso estarían ambos a la misma altura, en la misma latitud de la decadencia (lo mismo hubiera ocurrido de no haberse deshecho de su ropa antigua). El veneno, por otro lado, es un método más discreto, menos animal, pero impracticable cuando el destinatario es un extraño que duerme apaciblemente.
De nuevo, tuvo que obligarse a dar el primer paso que le llevaría desde la cocina al pasillo y, finalmente, a la habitación donde Pablo estaría aguardando sin saberlo. A través de la minúscula ventana, la noche espesa era un inmenso entrecruzarse de silencios y alfabetos ignorados.
Por el descuido con que la había entornado, El Sibarita no dudó de su instinto cuando, tras avanzar puerta a puerta hasta la tercera hacia la derecha, intuyó en el bulto abismado en un jirón de mantas, el perfil agotado de Pablo. Sobra decir que este era uno de los momentos que más había fabulado a lo largo de su vida y, sin embargo, frecuentemente, entre la realidad y el deseo media un socavón inabarcable: así, El Sibarita no sintió en esos momentos un ápice de emoción, de alegría o pena, de satisfacción o arrepentimiento. Sólo concebía el deber. Su pulso discurría lento por los cauces de su cuerpo, con un latido uniforme y anodino: de todas las sensaciones posibles, la más inesperada, la más extraordinaria le invadía en el momento decisivo. Por eso, apenas le costó proceder conforme a lo pautado con una diligencia perfectamente burocrática, funcionarial. Por eso, cuando se agachó para colocar su oído junto a su corazón y comprobar si estaba o no soñando, apenas sabía si latía el suyo. Según su diseño, para poder terminar de una vez por todas con la vida de Pablo, era estrictamente necesario que éste se encontrara meramente dormido, inconsciente, pero nunca soñando: acabar con la vida de un hombre que sueña es profundamente inmoral, y sólo un contrahecho, un cerdo infecto de rabia galopante es capaz de una atrocidad así. Efectivamente, Pablo no parecía soñar nada, o al menos nada se deducía de su pulsación, también rítmica y maquinal.
Justo antes de desenfundar de nuevo el puñal, estuvo El Sibarita a punto de recoger sus pertenencias y volver de nuevo al portal. Sobre la encimera, un cuadro representaba el retrato a lápiz de una mujer de unos cincuenta años —a juzgar por la distribución de las canas de Pablo, de edad similar a la de este— que dulcemente sonreía mientras llevaba la mano a su sien, de la que pendían rizos morenos hasta sus hombros. Ahora, tenía ya un nombre y una mujer a la que quería. El Sibarita se decía esto y, cuando ya parecía del todo vencida, la sanguijuela de la culpa resurgía de la penumbra para nutrirse de su sangre gélida de espanto: ¡un nombre y una mujer! Tal vez ella le abandonase, quién sabe de qué manera: eso explicaría el abatimiento y la apatía de Pablo y, con ella, la mediocridad de su casa, de sus hábitos, el descuido de su propia seguridad y aseo. Pablo sería entonces una persona, en su sentido más profundo, y poner fin a la vida de una persona era, para El Sibarita, una atrocidad imponderable.
Sin embargo, logró de nuevo sortear este obstáculo, aún más contundente y rotundo que las otras inseguridades que habían entorpecido su marcha hasta donde ahora pensaba en compañía de un muerto durmiente, un cuchillo que iba a probar pronto el sabor atribulado de la muerte y un retrato de misteriosa belleza, alegre y luminoso pese a la cavilación temible del verdugo. Al cabo, se dijo a sí mismo que, de siempre, ante los grandes propósitos y actos de justicia heroica, asaltan dudas y objeciones, y hay a veces que cometer errores e incluso inmundicias, pero siempre a la luz purificadora del propósito final. Por otro lado, ¿qué es un hombre que duerme sin soñar envuelto en un jirón de mantas, en un edificio de triste nombre de un termitero inmenso y pútrido? ¿Qué lo hace distinto, antes de retornar a la vigilia, de las pieles de cebolla que ha dejado allá en la mesa, o de la almohada que ahora soporta su respiración? ¡Su respiración! ¿Y no respira una manada de alimañas, no respira un crustáceo, una larva, una mosca, una ameba? Un hombre que respira, duerme, pero no sueña sobre un jirón de mantas en un edificio de triste nombre de un termitero inmenso y pútrido; un hombre que ha perdido todas las batallas y ha perdido el amor y el amor a sí mismo no es sino un peso que no puede más que ser liberado o seguir languideciendo sin propósito.
Cuando el puñal y su tacto helado reposaba en la palma de su mano, supo El Sibarita que ya había pasado la hora de la duda, la última hora de Pablo. El movimiento exigía una coordinación admirable: con la mano izquierda, envolvió la cara de Pablo en la almohada; con la otra, hundió ya la hoja afilada en el cuello: un movimiento ligero de muñeca y todo había terminado de una vez. En el último instante, un bramido de desconcierto y dolor, una mirada amplísima a modo de petición de clemencia, elevaron hasta el corazón del ejecutor un instante de lástima, de piedad desmentida después por un reguero rojo y negruzco, aún caliente entre sus falanges y sus sortijas. Apenas había terminado cuando, ya sin necesidad de guardar sigilo alguno, pero sin alegría ni excitación, El Sibarita repitió el recorrido del dormitorio al comedor, y del comedor al dormitorio, con el propósito de limpiar la sangre, y ordenar las sábanas que iban, poco a poco, olvidando el calor de su cuerpo. Ahora, todo limpio y convenientemente presentado, Pablo parecía un objeto de exposición (ya lo era antes, en realidad, pero la visión de la sangre impone una sensación de desagrado que contrastaba, a juicio del Sibarita, con el inmaculado ritual).
Durante largas horas, aún hasta el amanecer, cuando el ámbar de las farolas cede ante la luz cruda y blanca del sol, y se alzan las mallas metálicas y las primeras palomas, estuvo el sibarita tumbado junto al cuerpo y las sábanas que habitara Pablo. Una y otra vez miró al retrato de la mujer, y se preguntó si, hacía una eternidad, antes de ejecutar su propósito y convertirse en un hombre nuevo, no tendría razón en su reparo moral: tal vez eso querían decirle los ojos febriles que le miraron a él por última vez y que tan perfectamente sabían encarnar la vulnerabilidad de un hombre que no sueña y sólo duerme, sin nada que pedir a la mañana siguiente. ¿Qué le hubiese dicho de haberse desvelado a tiempo? Probablemente, El Sibarita no hubiese encontrado palabra alguna: un nudo de culpa, una enorme sanguijuela, hubiese acabado por sorber toda su sangre, por estallar en su garganta sin palabra ni remedio. Quizás su cuchillo hubiese dirigido contra su propia tripa su dentadura porque si esa mirada hubiese durado en segundo más tan sólo, El Sibarita hubiera estado a tiempo de comprender que no había nada de redención y sí mucho de obscenidad y gratuita crueldad en su abyecto teatro egoísta.
Pero los ojos se cerraron sin resistencia sobre su rostro, ahora ya absolutamente blanquecino como la daga, como la luz que alumbrara la tela amarillenta de la sábana, similar al aceite o al orín, que ya olvidaba su calor pero permanecía fiel a su amo, como los perros sobre las tumbas en la nieve.
Por fin, volvió sobre sus pasos, recogió las ropas y el puñal en la bolsa, y cerro, nuevamente, la puerta tras de sí.
—A ver con qué cara explico yo ahora en casa que he dormido fuera, pero con Pablo. No me creen, seguro: pero es que este Pablo… ¡Apenas le gusta contar batallas!
El portero, visiblemente adormilado aún, respondió con una mueca cercana a una sonrisa, de nuevo remota y similar a una afirmación.
En la calle, el trasiego normal de cada día, el imperio de la costumbre que no puede sospechar lo extraordinario que, a veces, acontece tras montones de ladrillo.

3
Han pasado ya años desde que esto ocurriera y, tal como supuse, nunca han logrado dar conmigo (¿cómo iban a rastrear un camino forjado a golpes de pura suerte?). Sin embargo, desde entonces, me he preguntado cada día qué le hubiese dicho a Pablo de desvelarse antes de tiempo. En el fondo, no me he movido nunca del lado de Pablo en aquella cama deshecha, y en más de una ocasión he necesitado de largas curas de silencio para no permitirme creer que la mujer de pelo rizado y bella sonrisa del retrato aún me reprueba lo que hice, o me habla con voz tenue entre las sombras.
Cada día, sin embargo, logro imponerme a mi debilidad, y me aferro a lo que me dije entonces para suavizar mi mala conciencia bajo la autoridad que tiene el deber. Cumplí mi cometido, qué remedio. Después, sencillamente, seguí mi rutina sin culpa, como hacen las palomas, las mañanas, los comercios.
De modo que si usted ha sentido conmiseración y aún ternura, nada tenemos que hablar: no hablé con Pablo ni lo haré con usted; tal como me ocurrió con él, sencillamente no tengo nada que decirle. Si, en cambio, sintió repugnancia de él y sus iguales, y después sintió tristeza por su muerte, sepa que no hay peor vicio que la hipocresía, y que usted es también culpable o, mejor, podría llegar a serlo dado el caso y la circunstancia idónea.
Sus ojos vagan ahora por una galería de mi memoria que difícilmente puedo disipar. Sin embargo, queda dicho: no hay en este caso ni víctima ni victimario; yo no maté a Pablo por razón alguna. No maté a Pablo, Pablo es sólo un nombre, un cargamento de sílabas como cualesquiera otras. Fuera de las tipologías, el individuo no es sino una reiteración, un chasquido de humo, un tenue arroyo condenado a secarse en sus propias lindes. Y el hombre, un delgado paréntesis entre la nada y la nada, una historia contada a sí mismo.
No: aquella noche no había ni víctima ni victimario; o bien, había dos víctimas en manos del mismo e inexorable verdugo.
[EN PORTADA: Cuando el río baja seco, de Luke Sciberras (2018)]

Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro (Madrid, 1996) es estudiante de derecho en la Universidad Carlos III de Madrid, y de filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Con varios artículos publicados, participación en la obra literaria titulada Relatos de El Trueno Dorado y autor del poemario De gravedad y gracia, sus intereses se centran en la estética y la filosofía política y del derecho.
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