Poéticas

Esa otra luz, la que nadie diría

Fermín Herrero glosa la poesía de Tomás Sánchez Santiago y su «rara cualidad, a consecuencia de su tino conceptual y expresivo, de persistir en la memoria».

/ por Fermín Herrero /

La poesía, que es como decir en el fondo la escritura toda, de Tomás Sánchez Santiago tiene la rara cualidad, a consecuencia de su tino conceptual y expresivo, de persistir en la memoria. Si pienso en el comienzo del confinamiento «en la espesura atroz de nuestros domicilios» —verso con el que cierra su «Canción de ánimo» para afrontar al virus asesino—, y mira que habré leído ya textos y textos al respecto desde que terminó y empezó la desescalada, tengo presente una frase hecha, una imagen de un poema suyo publicado en esta web, titulado precisamente «Pandemia»: «ahora que todos están distraídos/ palpándose las ropas, comprobando el alcance/ de su respiración». Es el desplazamiento semántico de la frase lexicalizada tentarse la ropa, de la consideración con cautela de las consecuencias que podría conllevar una determinación o un acto propio a la sensación inicial durante el encierro, de precaución e inseguridad tales, que a cada poco debíamos palparnos para creer en nuestra propia consistencia, puesta de pronto en el tablero manriqueño frente a la extrema fragilidad e insignificancia de la existencia, lo que llevaré siempre asociado a aquellos días confusos, como groguis.

Por añadidura, como me suele suceder a menudo con sus escritos, el uso de esa expresión lexicalizada que hace muchísimo que no oía me refrescó un poco la mente, taponada por la pobreza lingüística del español que escucho y leo. Y me maravillé una vez más de la riqueza locutiva del autor, que de siempre me deja pasmado, a tal extremo, que aventurarme a glosar, aunque sea mínimamente, su labor poética, que reunió el año pasado en el volumen de Dilema Este otro orden, es sin duda bastante temerario. Hay tantos hilos de donde tirar, no ya en sus libros, sino en cualquiera de sus poemas, es de tal calibre la densidad y el rigor, no exento de emoción (ese «hurgamiento emocional» desde la ilusión íntegra de los bebés a los cuidados de los mayores dependientes, hacia su genealogía, sus orígenes, la atmósfera y los intríngulis de los pequeños negocios familiares de provincias), que emanan de sus versos, que el lector, asombrado ante tamaña lección de escritura, en verdad se enardece, se siente igual de conmovido que abrumado, no sabría cómo enderezar semejante cúmulo de sugerencias, un caudal de literatura en estado puro.

Así que voy a desgranar con la mayor brevedad posible aquello que me concierne de forma más vívida en este momento. Cuando a sus veintidós primaveras —y al parecer lo escribió con diecinueve— Sánchez Santiago publica Amenaza en la fiesta, no sólo es un poeta precoz sino además cuajado. Sin embargo, a mi juicio por un celo excesivo de autocrítica, ha diezmado el contenido del libro al juntar su poesía, supongo que disconforme con sus mañas juveniles, que nunca fueron primerizas. Así, lo mismo que me ha sucedido con la imagen táctil de la pandemia, me pasa con el inicio del poema liminar del libro, que podía haberlo escrito ayer. Estaría por asegurar que sigue considerándolo vigente, más o menos, en su modo de abordar, como decía de entrada, la escritura poética, redundancia en su caso, pues también su obra en prosa, y aun su manera de estar en el mundo, me atrevería a conjeturar, responden a la misma inclinación.

Pues bien, los dos versos con que inicia su poética y que también, por poner un caso, se me han quedado grabados son: «Por donde no debiera/ he abierto el laberinto de los años». Vaya comienzo; no puede arrancar con más propiedad un corpus poético; desde que lo conocí lo emparento con otros dos primeros versos del primer libro, en los que está ya igualmente la mandorla de su vasta obra posterior, de su querido y admirado José Ángel Valente, al que tanto ha frecuentado y del que tanto y tan bien ha escrito: «Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin nombre». Pero es que, además, en esa obertura a modo de descargo, infundado e injusto como el mentado ejercicio de autocrítica mutiladora en lo que respecta al libro en su conjunto, asoma una de las lecciones de su poesía: la humildad inquebrantable frente a todo, incluidas las palabras. No en vano, luego, en la tercera estrofa del poema, se retrata «desconsolado de hombros, triste por las caderas» y reparamos, reparé la primera vez que lo vi en persona hace más de veinte años, en que el poeta ha adaptado incluso esa timidez, que se nos representa como un espejo en sus poemas, a su propio porte físico, como si pidiese permiso y perdón al hablar, como si se escurriese al andar y se le fuera cayendo la ropa, sin ninguna necesidad de palpársela. «Nada sé hacer. Nada si no es/ confesar mi mezquindad así de torpe». Quia.

Esta capacidad de fijación indeleble no es desde luego el único motivo que me lleva a volver con frecuencia a su mirada en extremo singular, como la articulación y la semántica de la palabra que la nombra, sobre las cosas y los sentimientos, demorada, minuciosa y a la vez esencial. No sabría bien por qué, ciertamente, sigo intentando averiguarlo con mucho disfrute, pues nos encontramos ante un poeta para releer. Estoy seguro, eso sí, de que él, en vez de ofrecernos rescoldos, guarda intacto el calor de la hoguera, aunque en «Los años y el tabaco» declare justo lo contrario. Mientras la inmensa mayoría de quienes perpetramos versos en cuanto vemos, pongamos, un pato hermosísimo alzar el vuelo en una laguna creemos poder traducirlo a palabra como si lo hubiésemos cazado in fraganti y al llegar a casa cogemos el boli y procedemos a disecarlo en un folio cual baqueteados taxidermistas para después exhibirlo en una página como antiguamente se ponía como trofeo encima de la tele, Sánchez Santiago opera a la inversa; consigue insuflarle vida a lo que parece esclerotizado por la inercia de las usanzas o por el imperio de la desatención en nuestro día a día, en nuestras horas. Mejor dicho, consigue «consumar el rito de la vida» en el poema.

Ahora bien, ¿cómo lo hace? Entro siempre en vilo, incluso cuando vuelvo a ellos, por sus versos, aun teniendo la certeza de que mis expectativas indefectiblemente se cumplirán, porque sé que, agazapado en un encabalgamiento, en cualquier quiebro sintáctico, en un desplazamiento léxico esclarecedor, me va a encarar uno de esos extremos escurridizos dispuesto a driblarme una vez más, quién sabe cómo ni por dónde. Es igual. Entonces, bienvenidos de nuevo a la fiesta litúrgica del lenguaje. El mago regateador, que se precia de ser cotidianista, va a sacar de la chistera de lo ordinario lo que ni se hace notar ni se nota, recobrado en su mejor lugar y con el mejor verbo posible, con el tacto y la consideración que sin duda se merece, pero quién lo diría cuando atenazados por nuestro frenesí rutinario no reparamos en nada, pasamos por encima de su pobre e inmortal poesía como esparavanes, despreciándola o en todo caso ignorándola a la zaga inconsciente del dictum quevediano de que lo cotidiano es mucho y feo.

No es así, desde luego. Sánchez Santiago nos lo muestra, en estado de gracia permanente, por lo menudo, pleno, lleno de su misma vitalidad; a veces, como es lógico, con tristeza, que es amor; casi siempre con la melancolía que deja en todas las cosas la pátina del tiempo, sabedor de que éste no es «negocio conveniente/ y sí trampa mortal», embalsamador, por suerte, del recuerdo o, por desgracia, del sudario, testigo de continuo de cómo se pasa la vida, de cómo se viene la muerte tan callando. En el hilván del tiempo, por eso, se va cosiendo su obra poética, seis libros exentos, tres de los cuales, los dos primeros y el último, principian con una negación de modestia que al cabo se evidencia falsa, y algunas plaquettes.

Decíamos que entrábamos cada vez de nuevas y cabría añadir que de improviso, pues con frecuencia los poemas no sólo no tienen finales cerrados o conclusivos, algo habitual en muchas poéticas, particularmente aquellas de naturaleza fragmentaria, sino que lo que sorprende y encandila es que, hilvanados precariamente en el tiempo, tampoco tengan empiece, que comiencen abruptamente. De ahí que con su proverbial lucidez el propio poeta haya señalado, con agudeza y cierta ironía piadosa, dos de las marcas de su escritura, que «se sube en marcha a ellos». Esta apertura total los avecina a menudo a aquello de Lezama Lima de fragmentos a su imán.

Ya que hemos desaguado en un rasgo de estilo, convendría subrayar cuanto antes que no creo que haya nadie en el panorama lírico actual que domine como él la adjetivación, la suerte más compleja y arriesgada en la dicción poética. Jamás enjarula, como tampoco ninguna expresión, ya lo referimos al principio, un adjetivo insípido o inocuo. Muy por el contrario, los engasta tal un orfebre de los alcances del sustantivo, los acuña incluso, a tal punto que se nos quedan grabados, flotando en la memoria. Y lo que digo para el adjetivo bien podría valer para el resto de categorías morfológicas. Más que hablar de rigor o de exactitud, de su «íntima quemadura», puesto que el poeta ha escrito que prefiere la perdición y la imprecisión a la certeza a la hora de nombrar, cabría aducir una exigencia formal de primer orden que escruta y tantea las palabras hasta entregárnoslas en su carnalidad última.

Ay, esas «palabras escondidas» con las que nos obsequia de la mano de Antonio Gamoneda, no las trilladas ni sobadas, las que no «se arrastran entre usos muertos» ni se ajustan a «las mañanas sometidas». Y, entre ellas, las largas y espaciosas, abstractas y hasta abstrusas, arrumbadas por la poesía en el almacén de los trastos inservibles, que el común de los mortales y no digamos los líricos, según su constatación, desechamos, si no repudiamos, y que él redime, desempolva y abrillanta con mimo y cariño para traerlas al poema, a fin de darles un aliento del que carecían al haber acumulado tanta postergación, tanto olvido, dentro en general de metáforas de complemento de nombre en las que el consuetudinario desplazamiento imaginativo de lo concreto a lo abstracto se invierte, de tal manera que misteriosamente se concreta lo abstracto, otro de los objetivos naturales de la poesía más arduos de alcanzar: cómo olvidar «todas las maneras de la acomodación», «esa ventana oscura de las incertidumbres», «la flor oscura del agotamiento» y la «aguada de la debilidad», «el humo entrometido de la ambición» y el «atormentado de las equivocaciones», «la leche cortada del desorden», «los ventanales ruidosos de la dicha», «las mantas negras de la severidad»…, en fin, por lo que nos ocupa, «las bañeras frías de lo memorable».

Tomás Sánchez Santiago

Buen conocedor de la prosodia tradicional y clásica, hasta llegar a algún romance y al surtido de sonetos de Ciudadanía, su verso ha ido virando a libre, hacia un respirar más ancho, en sus dos últimos libros, El que desordena y el extenso y no obstante apretado Pérdida del ahí, con tendencia cada vez mayor al versículo y a la prosa poética, a la par que iba más allá en su indagación de las correspondencias entre el lenguaje y la realidad, ahondando desde lo introspectivo radical, en el sentido de raigal, da la impresión de que mediante una gestación laboriosa y reposada: lo sustancioso, ya se sabe, requiere un cocido a fuego lento. Un ahondamiento que conserva la extrañeza y la fragilidad como naturaleza primordial de la poesía y aun de nuestra relación con el existir, escarbando en las sensaciones y los significados, arriesgando en cada verso, sin acomodarse, conformarse o repetirse nunca, porque es fundamental desde dónde se escribe y cómo se defiende el poeta del mundo. Desde el «retiro» en «los hornos fríos de la paciencia» ha ido, mediante el tanteo y refundición de las palabras, fraguando, urdiendo los planos de la realidad, sin rematarlos con la retórica, dejándolos para el lector tal cual se revelan, se van descubriendo según cuaja en crudo, sosegadamente, el poema.

Como poco se puede añadir sobre esta poética desnuda, limpia, con la luz tajante y nítida que perfila las formas de los inviernos castellanos, a las atinadísimas palabras prologales que le han dedicado en diversos libros o antologías Miguel Casado, Eduardo Moga, José Manuel Trabado Cabado y Álvaro Acebes Arias (ahí va de muestra un botón, este último compendia así los atributos que forjan en su poesía «la unión entre integridad ética y conciencia estética»: «la calle y los lugares de su infancia, la figura paterna y el universo familiar, la atención sobre los ritmos cotidianos, el compromiso del artista a la hora de apartarse de los caminos establecidos, el amor y la búsqueda de la inocencia como forma de diálogo y vehículo para el consuelo, la preocupación por la palabra». La verdad es que sólo con esta enumeración tan completa y acabada bien me podría haber ahorrado mis prolijas disquisiciones exegéticas hasta aquí), me he detenido sólo en alguno de los rasgos estilísticos que perfilan su originalidad, por otra parte basada en los dos aspectos fundamentales que debe guardar todo poema en condiciones: precisión y contundencia. Con la primera, asombra casi a cada verso, convertido en hallazgo verbal; con la segunda nos sacude la conciencia y de qué manera, con ambas nos descubre nuestra pequeñez al desvelarnos de pronto, como decíamos, lo que nos pasa desapercibido de las cosas y las personas. Un virtuoso del idioma, en resumidas cuentas. Con su poesía se goza y se aprende al tiempo y su visión compasiva del mundo —amasada a veces con un humor soterrado, con una ironía en sordina hecha de la experiencia de la edad y sus luminosos arrastres—, de sus minucias, avatares, vicisitudes, desconfianzas, pormenores y acumulaciones, al procurarnos consolación, nos acompaña, no nos abandona.

Ahora, a principios de setiembre, creo que uno de sus meses predilectos, cuando «embisten animales inconcretos y un sollozo general nos cae encima» —máxime en este año de rigores de la pandemia, que ha llegado sin darnos cuenta, según clavaba con uno de sus símiles portentosos en un artículo de su impagable sección del suplemento de El Norte de Castilla «Cerezas en el escondite» «como los adolescentes que se ponen a crecer de noche y a escondidas del ruido de las cosas», y al tiempo, como advertía en otro, con «el mandoble amarillento», heraldo del otoño—, qué mejor que regresar a los versos de quien «defiende su verdad» permaneciendo constantemente atento, a la escucha; del que «no sabe parar el asombro» y por eso «enciende la lengua y desordena», para abrir «por el centro las palabras en busca de otra luz»; de aquel que no recurre jamás a lo consabido para allegarnos desde la perplejidad a lo que no se espera, ese otro orden exclusivo, inconfundible, que da título a un poema y a su poesía junta. Sólo me queda, ya que no soy capaz de retirar lo comentado hasta aquí a humo de pajas, devolver «de nuevo a la mudez al pájaro».

[EN PORTADA: Black and gold abstract fire, de Orren Ellis]


Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.

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