La verdad del cuentista

El jardín de los tesoros ocultos

Antonio Monterrubio escribe sobre el significado metafórico y político del arte a partir de un cuadro de Courbet sobre una trucha que no habla solamente de la agonía de una trucha.

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La pintura La trucha de Gustave Courbet que cuelga en el Musée d’Orsay de París es una variante, de las mismas dimensiones, de otra Trucha que se conserva en el Kunsthaus de Zúrich. Con la boca abierta, el pez capturado yace, derrotado, sobre un montón de guijarros. La palpitación de la criatura moribunda, su asfixia, parecen querer saltar del cuadro para traernos, más allá de la imagen, la experiencia de su agonía fuera del agua, la intensidad exasperante de sus últimos latidos. Formalmente, se aprecia un explícito contraste entre los tonos de las piedras y arenas de la ribera, marrones y ocres, y los de la piel de la presa, colores de vida que se apaga, como sugiere el reguero de sangre de su cabeza. Todo el conjunto respira un sombrío realismo, un tenebrismo que hace inevitable que nos sintamos partícipes del sufrimiento del animal. 

Ahora bien, ¿este cuadro sólo habla de la agonía de una trucha? Fue pintado en su Jura natal, en vísperas de su exilio en Suiza, por un Courbet que sabía que no le quedaba otra senda, ya que el sistema había conseguido destruirlo, aplastarlo, arruinar su existencia. Había pasado seis meses en la cárcel por su implicación en la Comuna de 1871, y desde ese momento no había parado la máquina dedicada a perseguirlo y someterlo a la humillación y el oprobio, culminando con el incendio poco fortuito de su taller en Ornans, apenas unos días antes de pintar este óleo. Conociendo estos datos, nuestra percepción del significado de la obra se amplía considerablemente. Al igual que el pez, el pintor está sin aliento ante la violencia de su trágica persecución. Aun así, la comprensión cabal del sentido del cuadro no debe detenerse en este punto. Habiendo militado en un movimiento colectivo como la Comuna, asistido a su caída y a la posterior venganza despiadada, resulta difícil pensar que el artista no tiene también eso en mente al representar esta agonía. He aquí dos botones de muestra entre tantos otros sacados de crónicas de los corresponsales en París de diarios británicos, y citados por Marx en La guerra civil en Francia: «De este modo fueron seleccionados más de cien, se destacó el pelotón de ejecución y la columna siguió su marcha dejándolos atrás. A los pocos minutos comenzó a nuestra espalda un fuego intermitente que duró más de un cuarto de hora. Estaban ejecutando a aquellos desgraciados» (Daily News, junio 1871). O: «[…] una historia escalofriante de gentes a medio fusilar y enterradas todavía con vida. En la plaza de Saint-Jacques-la-Boucherie fue enterrado un gran número de personas… que muchos heridos fueron enterrados con vida es cosa que no me ofrece la menor duda» (Evening Standard, junio 1871). En esas condiciones, atribuir el sufrimiento expresado por Courbet exclusivamente a sus circunstancias privadas es ofenderlo. Es como si, cuando León Felipe o Cernuda poetizan sobre y desde el exilio, creyéramos que se están refiriendo sólo a sí mismos. Personalmente, siempre asocio ese cuadro a la última escena de Los días de la Comuna de Brecht:

«En una terraza la burguesía, con impertinentes y gemelos de teatro, contempla el final de la Comuna. Llega Thiers, seguido de un ayuda de campo. Le aplauden. Sonríe y se inclina.

La Dama Distinguida (a media voz).Señor Thiers, esto es para Usted una gloria inmortal. Ha devuelto París a su verdadero soberano, a Francia.

Thiers.Francia, señoras y señores, es Ustedes».

Si la falta de datos puede ser decisiva, hay ocasiones en las que son las informaciones complementarias parciales las que dificultan enormemente la comprensión. Pensemos en Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, imagen estática canónica de la represión ciega, al igual que los planos de las escalinatas de Odessa de El acorazado Potemkin encarnan su imagen dinámica canónica. El cuadro representa la acción de una máquina enloquecida. Nos impacta la indiferenciación de los componentes del pelotón de fusilamiento, su aspecto de informe masa grisácea operando como un mecanismo automático e inhumano. En unos instantes, esos hombres todavía vivos yacerán en el suelo, estarán muertos como los que cayeron momentos antes, que aparecen en medio de un revoltijo de barro y sangre. Mientras la ciudad duerme, la historia pasa por encima de esas personas, las aplasta y las elimina. Que Goya pinta el horror de la opresión, del poder de los fusiles y las bayonetas para eliminar todo rastro de oposición no es cuestionable. Que sus simpatías van hacia las víctimas y que siente su terror y su desesperación es patente. Cabe admitir que se percibe una especial pesadumbre del pintor al ver a compatriotas suyos masacrados por un ejército invasor. Pero esto no justifica que Los fusilamientos, junto con La carga de los mamelucos, sean etiquetados en libros de texto de historia del arte como las pinturas patrióticas, ni que en los ambientes conservadores de raíz nacionalcatólica se considere este lienzo una suerte de fotografía del nacimiento de la nación, de la españolidad e incluso, en el colmo del cinismo, del casticismo en su versión más folclórica, es decir la aguirrista. Quien conozca algo de la trayectoria de Goya sabe que toda su vida permaneció apegado a los principios de la Ilustración europea, lo cual a la postre le acarreó compartir el destino tan español, ese sí, de morir en el exilio. Y precisamente por su fidelidad a esos ideales se mostró siempre crítico frente a la monarquía y el clero, fuerzas en las que se apoyaba y que apoyaba la reacción que mantenía a su país en el oscurantismo y la superstición.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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