/ por Miguel Ángel Gómez /
MIENTRAS anochece y miro por la ventana me fijo en que hay muchos perros callejeros. El día a día nos devora y quiere volvernos indiferentes. Trato de pensar que las cosas que parecen terminar con nosotros, las que rebosan aburrimiento son las que a menudo valen la pena. Cuántas ideas hay en la idea de encontrar un camino. Miro una cucaracha, tras la ventana, que salió corriendo de no sé dónde. Parece un insecto sacado de un relato de Kafka. El escritor trató de advertirnos, era un autor incomprensible, pero que despertaba los sentidos y casi llegaban a ser palpables. Hay que darle tiempo a esta nube de polvo amarillo que nos impide ver, más allá del río de la neurosis, las aguas quietas. Recibo La muerte de Bunny Munro, de Nick Cave, un libro de vital importancia para mí. El repartidor, en tiempos de confinamiento, llama al telefonillo pidiendo el DNI y deja luego el paquete en el suelo del ascensor. Llega al sexto piso de la mano de una especie de hombre invisible que trae un viento resonante. Lo abrimos, es un libro no muy breve, y dice: «”Estoy perdido”, piensa Bunny Munro en un repentino instante de lucidez reservado a quienes tienen las horas contadas. Siente que en algún punto ha cometido un grave error, pero la idea pasa de largo como una horrible exhalación y se esfuma dejándolo en paños menores y en su cuarto del hotel Grenville con nada más que él mismo y sus apetitos». Hoy es el Día del Libro. Una librería es como el vestíbulo de un templo, pone en movimiento una rueda de oraciones con las que nos quedamos muy pensativos y ofrece una estampa idónea del acto de sentarse luego a escribir. Una librería es parecida a una fuente de dicha. Siento reposo al saber que cuando salgamos no abrazaremos el vacío ahí fuera.
AÑORO tomar algo en el bar Salitre, del que hablaré rumiando mis memorias como una vaca vacía en mi próximo libro de prosas, El aro de latón. Echo de menos pasear mientras hablamos y nos ejercitamos para las caídas. Tomar un sándwich de carne picada y un vaso de cerveza. La ciudad está triste sin nosotros que contenemos multitudes. Es Bob Dylan quien saca dos verdaderas obras de arte durante la pandemia: Murder most foul y I contain multitudes. La primera, de casi 17 minutos de duración, en la que da un repaso con su atuendo nada distinto a épocas anteriores, a gran parte de EEUU en el siglo XX. La segunda, que toma el título de Song of myself, de Walt Whitman.
EN relación con el gato amarillo que sube al muro frente a la calle cada día, al ver que puede respirar, también mi cuerpo respira. En este tiempo que consagramos a nosotros mismos, puedo escribir líneas porque, cuando me doy cuenta de que me siento deprimido, tengo que actuar. Veo que se otorga el poder a los menores de 14 años de ir a comprar con sus progenitores. Luego, cambio de rumbo, pueden dar un paseo de una hora impidiendo que la existencia se filtre hacia dentro y se hunda. Estas notas cuando no apetece hacer nada sacan de mí el mejor partido posible. Me encuentro con articulistas buenos escribiendo sin belleza ni veracidad, que es como convertirse en unos autómatas anodinos. Escribir me proporciona bienestar.
ME pasa un poco como a P. que en el aire alto ya no recuerda ni calor ni tristeza, todo es muy propicio a la noche y a la meditación indefinida.
DICE él que anuncian tormenta y que se alegra de no estar afuera. Es muy emocionante si la armonía no pasa inadvertida. Alguien pronuncia su nombre tranquilamente. Alguien pronuncia mi nombre cinco veces. De forma gradual, lenta, relajada. Oh no llores, ¿Otra ronda más? Fue divertido… No estaba previsto que pudiera caminar por el Universo con unos grandes zapatones de escritor y un raído paraguas. Con la sabiduría de quien hace ruido al pisar ágil, voraz, siempre explorando. El tiempo nunca se para con las manos cruzadas a la espalda. Escarba los dientes con la uña mi doble. Él vive fuera de nuestro tiempo, no quiere derramar lágrimas de cocodrilo. Mira el fuego y el humo, merodea sobre algunas ruinas en su mente matando culebras. Pensamos en los sueños tras leer tomos voluminosos que tratan de despersonalización. Tomamos nota de los fragmentos reconocibles. Me ofrece probar su tarta. Le muestro mi agradecimiento. Llega el vehículo con cinta secreta de ansiosa joven. Llegará a ser la protectora de nuestro club, seguimos el balanceo de sus caderas por aquí y allá. Con ella es como estar en el mar, como navegar. Basta con que sepa que nadamos con brazadas muy fuertes y vigorosas. Felices sabiendo que ella murmura: «Vuelve al bote antes de que te enfríes y agotes». Un escritor se despide antes de marchar, dijo ella. Traigo un cesto lleno de cosas para ti. Siguió hablándome hasta que me sentí consolado. Me atormentaba la pena. ¿Quién te gusta más en poesía aconsejándome Manuel Rivas por buscar la expansión y el crecimiento? Querida mía, recordarás el bien que te hice. Hice señas para que te rieras.
EL preso florece en cierta atmósfera, ve películas, habla con sus padres si siente un cruel frío siberiano, lee a Tom McCarthy y no está aburrido, no lo está cuando prepara el próximo libro. Se entretiene consiguiendo la comida necesaria y viendo sonrientes y extrañas ventanas, cuidando la limpieza de la casa de papeles. Despierta y duerme. El preso se sirve un poco más de café. No se aburre. Nunca. Le gusta escribir hasta que amanezca. Ve sin pensar, con los ojos cerrados sobre el sueño cuya marea se acerca. Los ojos preguntan por los ahorros, la flor gratuita de lo inútil. El virus ha interrumpido la curva del parque familiar y la cafetería rebosada. El virus ha paseado lentamente su inconsciencia consciente. Nos contentamos con que nuestra celda tenga vidrieras por dentro de las rejas, y escribimos en los cristales, en el polvo de lo necesario.
GUANTES rotos sin percatarnos. Guantes inútiles, cosas esperando entre tumultos distantes. Guantes como el último refugio sincero del ansia de vivir. Sin ellos, no tenemos nada. Guantes en esta misteriosa tierra de nadie que se extiende hasta nosotros. Guantes cuando nos empapa el sudor tras más de un mes de cuarentena con más de dos millones de contagiados. Guantes con el virus mirándonos con los ojos abiertos mientras lo saludamos. Guantes a los que dar las gracias porque nos han proporcionado momentos de felicidad. ¡Cómo les halagaría eso! Estamos llenos nada más que de pensamientos amables. Guantes hermosos y llenos de vida, asustados y llenos de muerte. Guantes precavidos en este viaje en que necesitamos vacunas, con un miedo racional.
ME alejo de los males precisos, ineludibles, necesarios. El polaco Adam Zagajewski (Lvov, actualmente Ucrania) sigue demasiado vivo y escribe en prosa cargada de una libertad emocional que todos esperamos. En su último libro capta el sentido a muchos universos de distancia de otros escritores. Me refiero a Una leve exageración (Acantilado). Su voz, cuando llega la nieve y el hielo, nos lleva a hacer una excursión «sin contarlo todo» como nos advierte en la primera página: «De todos modos, no lo voy a contar todo. Porque, bien mirado, no ha pasado gran cosa. Y, además, soy un representante de la vieja escuela de la discreción de la Europa del Este: aquella que no habla nunca de divorcios ni reconoce que uno está deprimido». Nos habla de sus lecturas: «Leo un artículo sobre Gottfried Benn en la revista Poetry. Al mismo tiempo, el boletín varsoviano Literatura del mundo»; «Leo la voluminosa biografía de Robert Musil, obra de Karl Corino»; «Leo los esbozos de Gershom Scholem, sus polémicas y sus retratos de intelectuales»; “Leo los Poemas tardíos de Czeslaw Milosz». Es un genio. La democracia para él no tiene que estar destrozada como un vagabundo.
Adam Zagajewski es un maestro de atender al catálogo de lo minúsculo, afirma que es de los últimos autores que utiliza el concepto de vida espiritual. Para él la poesía puede llevar a una transformación sólida, fomenta la neurosis hasta llevarnos a la locura, es un canto de pájaro que carece de forma. No escribe novelas porque no es novelista pero habla de la Cracovia que vivió en los albores del siglo XXI. Son memorias de la anécdota: «Un momento gracioso en Lvov, durante la primera cena, acusé de buenas a primeras a mis compañeros de viaje de no entender nada de aquella ciudad». El Premio Princesa de Asturias de las letras nacido en Leópolis y miembro de la Generación del 68 en su país, trata aquí el tema de la muerte. La muerte trata de sondearnos y muerde por igual en el costado a pobres y ricos. Una leve exageración es una autobiografía que crea, construye, da esperanza y compasión incluso cuando ya nada importa nada. Se muestra crítico de los viajeros que no son de fiar porque su entusiasmo es efímero y caprichoso. Pienso que a lo largo de la historia de Lvov hubo un período de amnesia, una época de la nada. Nos trae instrumentos de cuerda y percusión, arpas, coros, teatros de ópera. La música trae vestidos persas de algodón.
Los bancos rajan el espíritu del hombre. El disco roto lamenta el espíritu de violencia. A la ópera no la aniquilan de la noche a la mañana pues la creación es un juego y el juego es divino. No escasean las entradas sublimes en Una leve exageración: «No soy un desterrado, pero desde que comprendí que el mío es un árbol genealógico de desterrados, me di cuenta de que la semilla de irrealidad que a menudo descubro en mi camino no tiene su origen en los periplos, en la inseguridad del mañana y en las maletas de grandes de bocas ávidamente abiertas». Al subir por las escaleras sin alfombrar del nuevo libro de Adam Zagajewski se oye todo a través de las delgadas paredes de su prosa. La experiencia de tanto tiempo le ha servido para ser un nuevo Adam, o mejor, el Adam que hay detrás del descrito por él. El interés del libro de Adam Zagajewski son sus lecturas, los momentos en que espía lo que en la vida puede verse, lo anota. Es un virtuoso al hablar de ciudades en las que hacer «algo distinto».
AUNQUE sigamos con los ojos cerrados, algo brilla entre los párpados al escuchar el eco. Nos hace lograr ser nosotros mismos. Decimos: «Elvis» y repite «Elvis», «Elvis», «Elvis». Hemos comprado pintura para volver a pintar todas las ventanas, que ya se han descolorido, y a la calle General Dávila le gritamos: «Soy el rey del mundo» y el eco ocupado representando nuestros sueños, nos devuelve retenido como experiencia nada fea: «undo», «undo», «undo». Nos acordamos tras un paseo de 20 h a 21 h, permitido por Sanidad, de Bioy Casares y lo gritamos a las aguas del Sardinero y el eco, sin ser un intruso, nos dice expansivo: «ares», «ares», «ares». Probamos con otras palabras a la manera de la mexicana Valeria Luiselli en su novela Desierto sonoro. Somos de esas personas que tienden a considerarse más listas que nadie y como arbolillo de metro y medio que se arranca de la tierra con raíces, arrancamos al eco la palabra «Estrellas»: «ellas», «ellas», «ellas», «ellas». «Periódico de la tarde»: «arde», «arde», «arde», «arde», «arde». Tú gritaste: «Norman Foster». Gritaste «Norman Foster» sin verte nerviosa, como desafiando al eco y durante unas décimas de segundo, éste literalmente respondió: «oster», «oster», «ter», «ter», «ter». ¿Por qué aterrarnos? ¿Qué eco cae sin que nadie lo escuche? El eco nos hace tener la necesidad de ser espectadores sin poder conocer todos los datos de la cuestión, nunca podremos resolver el acertijo del eco. «Vacuna»: «una», «una», «una», «una», «una», «una». En la calle subjetivamente triste decimos por primera vez: «Basta», «Mentiras», «Artificial», «Saxofón», «Memphis», «Autocrítico», «Bombilla», «Ronquidos», «Nietzsche», «Kant», «Miau», «Cheque», «Vosotros», «Timbrazos», «Venga», «Endiosar», «Bebé», «Planeta». Comenzamos a entender al eco, pero no lo entendemos del todo.
MI relación con P. me lleva a tomarlo en serio como el que no es, sin ignorarlo humanamente, soñando porque sueño. Las insignificancias de lo usual producen efectos de mascarada. A veces nos vamos pronto a la cama tras ver alguna película. Ayer no escapamos de la altura de Atrapado por su pasado, que me sé de memoria. Era una especie de tarea que no espera. Carlito Brigante (interpretado por un monumental Al Pacino) quiere un amor apasionado, sin rencor, sin mal sabor de boca. Dice Emma (como el personaje interpretado por Penelope Ann Miller) que Carlito debería alejarse de los actos de autodestrucción. La vida es un problema geométrico, una columna gigantesca. Carlito, portorriqueño y sencillo, se desliza de un plano a otro del riesgo tan naturalmente como si utilizara una escalera mecánica. La escena de la estación (tan Brian de Palma en la verdadera Los intocables de Eliot Ness) es como un torrente de adrenalina.
SE encuentra uno en un cuaderno de notas, estos versos escritos hace años. ¿Los he hecho desdoblándome? ¿Siendo al mismo tiempo dos? ¿Son mías estas operaciones mentales? Acaso estos estados del alma sean míos, pero los leo como ajenos, con el hábito de vivir las cortezas de mis multitudes.
CON ENTERA SATISFACCIÓN
Tiene el libro
Iluminaciones de Arthur Rimbaud
en las manos,
perfumes en frascos tan finos y alargados
que con un soplo puedes volcarlos.
Lleva un puñal en el cinto
con su risa libertina y loca.
Harás cola durante horas para hablar con ella
con entera satisfacción.
Cogerás trenes de vía estrecha
en frías mañanas de invierno con nieve
por cruzar a toda prisa
la alfombra china y besarla.
En la sangrienta llanura de Gengis Kan
en la que cayeron muchos soldados,
puedes tener con ella
conversaciones largas como algas.
Lleva un hermoso día en los ojos,
las flores de la muerte como Baudelaire,
entre los dedos,
si la abandonas.
Ella deambula por la tupida telaraña cultural
de W. B. Yeats.
Está dispuesta a dormir
en bancos, metros, cementerios si es conmigo.
[EN PORTADA: Un grafiti enfrente de la central térmica de Zouk, en Beirut]

Miguel Ángel Gómez es un poeta y crítico literario, nacido en Oviedo en 1980. Ha publicado en poesía: Monelle, los pájaros (2016); La polilla oblicua (2017); Lesbia, etc (2017); Pabellón de ciervos (2017); Sombra (2017); Canciones acusadoras (2018); Gato encerrado (2019); Puertas de la ira (2019); en aforismos: Caída libre (2019), El aro de latón (2020) y diversas misceláneas donde se entremezclan alusiones literarias y vivenciales en una atmósfera de extraordinaria alucinación: Ardides (2019), Días de 2020 (2020). Obras suyas han sido publicadas en antologías: Soledades juntas, 7Siete, Perro sin dueño, Synousia, El cántaro a la fuente, Espigas en la era o La sonrisa de Nefertiti. Lleva la sección de El Imparcial «Fracasa mejor», metido en la batalla de desarrollar una crónica dinámica de la actualidad entre el ensayismo y la narración.
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