/ una entrevista de Ada Soriano /
A propósito de Llegar a casa (Ed. Renacimiento, 2019), de José Iniesta (Valencia, 1962), dice Carlos Alcorta que es «un poeta fiel a un estilo y una forma de entender el hecho poético como contemplación, paso necesariamente previo a la revelación». Muy de acuerdo con las palabras de Alcorta; y ante el desconcierto y la preocupación que actualmente nos agrede, es una suerte contar con los poemas que componen Llegar a casa. Lo es porque estos versos rezuman paz desde una poética sobria y a la vez sensorial, profunda y contemplativa, y cuya estética me conduce a Francisco Brines, César Simón, Julián Montesinos, José Luis Vidal, Vicente Gallego o Antonio Moreno, por citar a algunos poetas levantinos afines a Iniesta. El poeta comienza este Llegar a casa con una cita de san Juan de la Cruz que resume bien la esencia del libro: «que ya sólo en amar es mi exercicio». Y doy fe de lo que expongo con estos versos pertenecientes a «La noche de tu piel»: «Qué oscuridad y sed en las afueras, / y cuánta luz contigo/ y en el alma/ al beber de la fuente, al inclinarme/ al agua necesaria de tu boca». Hablo de coherencia y equilibrio en el territorio lírico y personal de Iniesta, sustentado con poemas formalmente compactos. Digo de una poesía meditada, rigurosa y vitalista donde lo que importa es llegar a casa; llegar al fondo de su ser y, de ahí, al fondo de su amada, aun con sus «Dudas y certezas»: «No sé qué significo frente al cielo./ Detrás de todo existe tu presencia/ encendiendo una vela que resiste/ a los vientos, las lluvias,/ los derrumbes».
José, «Nunca el tiempo es perdido». Hablo de esa canción tan conocida de Manolo García en la que dice: «Es solo un recodo más en nuestra ilusión ávida de cariño…». Digo esto porque percibo en Llegar a casa un presente que nunca deja de lado las huellas.
La poesía es vida, y es diálogo con el tiempo. Lo que somos y lo que fuimos hunde sus raíces en la misma tierra, abre sus ramas bajo los mismos cielos que cambian. Nuestro presente contiene todo ayer y arrastra en el camino el dolor y la dicha de todas nuestras edades. Hubo días donde sí hemos sido eternos, donde aún lo podemos ser: el paraíso perdido de la infancia que perdura en nosotros, el amor y sus golpes y sus abrazos, el mundo desaparecido de nuestros padres, el nacimiento y la mirada de nuestros hijos. Son muchos. Uno no puede seguir sin todo ello, no es nadie si no está anclado a esa potente verdad y belleza. Hay algunos versos míos que inciden en ello, quizás toda mi poesía, donde me siento conformado de amor y nostalgia y tiempo, de honda gratitud por seguir caminando y por poder cantarlo. La poesía persigue cantar ese milagro, ese arcano de un hombre en soledad que se columpia entre el pasado y el ahora mientras mira cómo pasan unas nubes y se pierden. Me vienen a la cabeza algunos versos que he escrito y que apuntan en esa dirección, donde puedo encontrarme con Manolo García, aunque en mi caso siento que estoy más caminando en la vastedad sin senda de un desierto que en un recodo del camino.
No es destrucción el tiempo, lo perdido.
En los campos sin lluvia del ahora,
donde sólo germinan las palabras,
qué extensión la de estar,
qué polvareda.
Recientemente ha manifestado el poeta Juan Lozano Felices: «Ante un presente movedizo y un futuro inseguro, el pasado es el único espacio que nos acoge emocionalmente. La nostalgia, como pathos esencial, nos retroalimenta y nos vincula de forma sensitiva al espacio arcádico». ¿Qué te parece esta consideración puesto que en tu obra habita la nostalgia?
No sé. Miramos el mundo como somos. Entiendo lo que nos dice el poeta Juan Lozano, pero yo no lo siento así. Cualquier tiempo pasado no es mejor, también tuvo sus lugares terribles. Lo que sí queda claro es que lo vivido nos construye, mancha para bien y para mal con barro nuestras alas, hace que nuestro vuelo cada vez sea más rasante, hasta la caída. El presente es fascinante y perturbador a un tiempo si la mirada es atenta sobre la realidad de las cosas, si nos alcanza la luz, si vemos día a día cómo crece nuestro árbol en el jardín y cómo gira el mundo. El presente nos da la maravilla de caminar y respirar el aire. Mi nostalgia, que la tengo, tiene su origen en la conciencia de que también soy despedida. Desaparecer y saberlo es lo más perturbador que me ocurre, y no puedo explicarlo. Mi nostalgia tiene su fin y principio en el gran amor que siento por la vida, y en la tristeza de saberme limitado, de estar más cerca de la muerte. Así lo siento, no sé. El futuro es el caudal que me queda, proyectamos en él deseos y fracasos, temores y sueños, y lo siento como una aventura desconcertante y como una llama. El mañana tiene su eternidad en nuestra alma, y nos abre a un devenir con tantas posibilidades que sentimos ser reales en nuestro sueño verdadero, ser oro y ser ceniza.
En tu poemario El eje de la luz, 2017, declaraste, aludiendo al origen del título: «Hago referencia a un verso que está en el libro anterior, Las razones del viento y engancho con este otro donde intento expresar en todo el poemario este eje que va desde la luz que nos habita y tenemos dentro hasta la luz que vemos fuera al mirar». «Sin otra luz ni guía sino en la que el corazón ardía», escribió san Juan de la Cruz, poeta a quien haces referencia en más de una ocasión en este Llegar a casa.
No recuerdo esas declaraciones, aunque sé lo que quise decir. Todos mis libros se abrazan, dialogan cada vez más. La poesía puede hacer ese imposible, tener esa libertad. Así hay versos que se repiten de un libro a otro y que pueden alcanzar otro sentido, títulos de libros que están tomados de poemarios anteriores. Pasa con El eje de la luz, pero también me ha sucedido con mi último libro Llegar a casa, que es el título de un poema que aún me sigue desconcertando a mí mismo y que pertenece a Las razones del viento. Siento que la poesía puede borrar las fronteras, romper los límites, hacer que las aguas fluyan sin tropiezo hasta su desembocadura. Dentro y fuera no existe, eso lo he sentido y lo he querido escribir. El eje de la luz es el eje que va del corazón al mundo, es el amor de la mirada, de una mirada distinta sobre las mismas cosas, es el movimiento y la reconciliación con la naturaleza de las cosas. Miramos lo que somos, sin duda, y ahí la naturaleza es una fiesta, hace que nuestra ignorancia sea sabia. No importa el paisaje que vemos, importa la lejanía que alcanzan nuestros ojos.
Pasa rápido el tiempo, lentamente,
y en el banco de piedra y soledades
de este jardín cerrado de infinitos
hoy tu edad, sin preguntas, se conforma
con la hondura callada de los cielos,
con el beso del sol sobre tu rostro,
con mirar lo mirado
de distinta manera.
Respecto a san Juan de la Cruz, no es que aparezca en mi libro Llegar a casa, es que aparece constantemente en toda mi obra. Sin duda es mi poeta, mi maestro, su Cántico espiritual es el lugar donde quiero llegar, es también mi casa. En mis poemas a veces aparecen algunos versos suyos porque su poesía es carne de mi carne, su luz me habita. Y yo no soy creyente, pero sé reconocer cuándo las palabras me llevan a un lugar sagrado, a un lugar donde cada palabra tiene luz y temblor, tiene vida. Mi libro Llegar a casa se abre con una cita de Cántico espiritual, «que ya sólo en amar es mi exercicio».
De hecho, dices en tu poema Amanece el jardín: «Ahora solo escribo lo que amo».
Es cierto, y puede parecer una apuesta cándida y limitada, pero no es así. Si se lee el poema entero, del cual citaré algunos versos, el poema habla de un hombre que sale a su pequeño jardín, como todos los días, y que al mirar el amanecer se pregunta y asombra de su propio existir. Es un hombre que dice su oración, un hombre habitado por el gozo y el dolor a partes iguales, pero que persigue tener conciencia de vida. Es difícil, imposible, aislar un solo verso y entender su sentido. Un verso significa porque está en las aguas del poema. Lo que afirmo con ese verso es que ya solo escribo lo que amo, porque amo la vida conforme se me da, con sus infiernos y paraísos, con sus selvas y desiertos, porque siempre escribo con amor aunque cante la sed y el hambre, la tristeza, la casa construida y sus derrumbes. Eso también me lo ha enseñado san Juan de la Cruz. Cantar por amor, sí. Pero el verso hay que leerlo en su conjunto, y no voy a citar todo el poema, que mal me sabe.
Yo sé que nada sé, que me equivoco
de tanto haber soñado mi existencia.
Ahora solo escribo lo que amo.
Amanece en la herida, se hace gozo.
Se confunde mi ser
con las cosas que miro
tan plenas de belleza que hacen daño,
y todo en esta luz más me consuela
de tanta noche en vela y pensamiento.

El jardín, el patio, el granado…. «La Naturaleza está ahí y la Palabra hay que buscarla para ella». Este pensamiento es de Pureza Canelo. ¿Qué te suscita?
Yo soy un poeta que camina, que escribe al ritmo de sus pasos, que a veces se detiene y respira más hondo para meditar el suceso extraño del viaje. Soy contemplador por naturaleza, miro y soy y me conmueve cómo es el mundo, cómo permanece en mí y cambia. La Naturaleza y los paisajes nos habitan, están fuera pero nos habitan. Nuestro corazón es igual que las tierras fértiles o baldías que recorremos, igual que los cielos que miramos. Todo esto también está en san Juan de la Cruz, ese ciervo por los bosques, esos ríos y montañas, el manar de la fuente… todo es alma. En libros míos anteriores yo he cantado estos paseos, pero en Llegar a casa he querido mostrar cómo lo pequeño y lo grande es lo mismo, cómo la Naturaleza y el breve jardín familiar tienen su infinito. Es un canto, por amor, a lo más cercano, a lo más inmediato y la costumbre: la casa que yo mismo levanté, los árboles que cuido, la hermosura rotunda de mi mujer, la maravilla de la luz sobre mis hijos, los gestos repetidos en una mesa…. La Naturaleza, en ese sentido, creo que me concede su verdad y sus nombres, la palabra limpia, el cielo azul, el murmullo de mi canto. Es la luz que nos habita y es la noche, tiene voz y solo hay que escucharla.
Y ahora que nombro el granado, deseo decirte que me he llevado una grata sorpresa al ver que dedicas tu poema Preguntas a un granado a nuestro común y querido amigo Juan José Martín Ramos. ¿Es para ti este árbol como fue la higuera para Miguel Hernández?
Sería muy pretencioso decir sí. Tampoco me gustan las comparaciones, pero es que creo que en este caso hablamos de miradas distintas. El poema de Miguel Hernández es presente. El mío se encala en el futuro, y es apenas la conversación de un hombre con el árbol con el que convive todos los días y que tanto le enseña, un árbol que él mismo plantó y que cuida, y donde ocurren sucesos importantes del mundo: la luz y las estaciones, los apuntes del viento y las hormigas, el hambre de los pájaros, la soledad y el frío. El granado está en mis ojos todos los días, y llego a sentir que estamos tan unidos que soy yo. Un hombre puede ser un árbol. La poesía puede hacer este imposible, mostrarnos a un hombre hablando con su árbol, y no parecer que ese hombre está loco. Siento que «Preguntas a un granado» es un poema importante para mí y para el mundo, y lo digo sin vanidad, los que me conocen lo saben. Dedicárselo a Juan José Martín Ramos ha sido un regalo para mí. En este libro solo he dedicado mis versos a aquellos que he sentido como mis mejores lectores. A algunos de ellos no los conozco en persona, pero ha sido tanta la unión y alianza, de corazón a corazón, que les he querido mostrar así mi gratitud
¿Y qué será de ti, granado mío,
cuando no esté en el patio
ni mi sombra
y no exista mi voz, sin mi mirada,
y apenas sea el humo en los tejados
donde caen las lluvias de febrero?
¿Quién que no sea yo, en otra tarde
de exacta transparencia y de vencejos
se sentará a tu sombra y sonreirá
sin entender por qué, de tanta dicha,
como si el mundo allí al desplegarse
supiese de su amor,
y le pertenecieran
los oros inmediatos de la luz
encima de tus ramas y los frutos,
la belleza violenta de la vida?
Hablas en tu poema Ars poetica, el que dedicas al poeta Miguel Veyrat, de «la sed del corazón,/ las razones del grito». Estos versos imponen, y me inducen a preguntarte sobre qué sientes cuando te ves residiendo en lo inevitable. «¿Por qué buscar los versos que me roban/ la vida,/ y acaso me la dan y más fulgura?». ¿Será porque al final, «todo es la conciencia de estar vivo»?
Soy un hombre rebelde y conformado, por eso escribo poesía. Mi rebeldía consiste en cantar la vida y celebrarla, a pesar de la sed del corazón,/ las razones del grito. Siento que es ese el territorio de la poesía: ponerle voz al misterio que somos, a la perplejidad de un hombre al enfrentarse al mundo, al paisaje salvaje de su vida. Sé que la palabra a veces acaricia al corazón y lo golpea, pero no cambia la naturaleza del hombre, no borra el rastro del mal y de la usura en la tierra. Sin embargo, pienso que sí puede hacernos mejores, hacernos sentir con más intensidad la vida, ese «todo es la conciencia de estar vivo», que tú citas. La poesía también es una paradoja, eso es lo que intento expresar en «La cárcel de un poema» con los versos que nombras. Por un lado hace limpia nuestra mirada, nos hace cantar la vida, apreciarla en su destrucción y plenitud, pero a un tiempo nos aleja de ella en nuestro cuarto, en nuestra soledad, en nuestra noche. Nos aparta, de algún modo, de aquello que más amamos y de aquellos que nos aman. La poesía tiene luz y tiene sombras, también. La palabra también puede ser un torbellino.
¿Escribir poesía es reconocerse en uno mismo y en lo que le circunda, perderse en uno mismo, evadirse….? ¿Todo?
Perdidos, vamos perdidos, pero creo que el extraño viaje vale la pena. Jamás he sentido la poesía como un método de evasión, eso nunca. Rescata en nosotros lo verdadero, lo sagrado, la eternidad que fuimos en la infancia, le da materia a la luz, música al silencio del mundo. La poesía es una manera de caminar que a mí me ha ayudado y que sé que no tiene por qué ayudar a otros. Es viento y es alma y es muchas maneras de caer y levantarse. Evadirse nunca, eso no. También es una oración en una cueva, y mucha luz a veces, y un pequeño ruiseñor. Y son paisajes en la niebla, y la rosa de la gratitud con sus espinas. Digo lo que siento, desordenadamente, y tampoco sé la razón de amar tanto a las palabras. Cito un par de fragmentos de Cantar la vida y Ars poetica, que lo ilustran.
Es siempre posesión decir la vida,
asirme a cuanto veo con palabras.
Cantar es la manera
de encender un luz
en la cueva profunda de la carne,
la sola soledad, mi compañía.
Ya ves dónde llegué con unos versos
escritos con el agua y con el humo.
Cantar no es otra cosa,
y tú lo sabes,
que un intento posible de alcanzar
en la noche la luz que está a lo lejos.
¿La poesía y el amor como refugio, más en estos tiempos de incertidumbre y desasosiego? ¿«La casa verdadera»?
La casa verdadera sí, sin duda. Siento que la poesía es un lugar donde me siento libre y no miento, donde puedo ser mejor hombre. Está en mi naturaleza ser poeta, intentar poner música al discurso de la vida. Cada vez disfruto más creando, y no tengo más ambición que hacerlo lo mejor que sé y repartirlo, como si fuera mi pan. También siento que para mí la poesía es una manera de estar en la intemperie, no es un refugio, amo estar a cielo abierto, debajo de la luz, el sol en mi rostro. Tener conciencia de ello es el mejor pago, es una manera de vivir, una manera de intentar estar más cerca de lo esencial, de lo importante, de lo que nunca se desvanece. Refugio no. Mi casa verdadera abre puertas y ventanas, derriba fuertes y fronteras, no teme a los leones de la incertidumbre y el desasosiego. Mis pasos y mis sueños buscan habitar territorios de la serenidad. Existe una vela encendida en nuestra carne, eso es la poesía. Cito, para acabar, mi poema «Llegar a casa».
Hay días de fracasos que sucede.
Sin antes ni después hemos llegado
remotos al lugar que nos acoge,
y allí, sin pretenderlo, se desvela
el sentido de estar y lo que somos,
la casa verdadera
al fondo de la casa.
La vida nos completa en cada acto.
Así, al cerrar la puerta, tras nosotros,
y ver lo conocido en su quietud,
el abrigo en la percha y el espejo,
las baldosas de barro y nuestra silla,
la deslucida mesa de las celebraciones,
descubrimos un templo en el hogar,
una vela encendida en nuestra carne.

Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.
Descubrir que nuestra vida puede ser contada en la canción poética y donarla como pan, es un camino dorado y sereno. Por él pasa la bondad, la sencilla sabiduría, la compañia amistosa…
Todo tu poemario destila un encuentro con lo esencial, con el espíritu de las cosas