Arte

De belenes, Reyes y otros asuntos irrelevantes

Arturo Caballero escribe en defensa y elogio de la tradición belenista, considerando «incomprensibles esos procesos de descristianización por decreto en los que se empeñan nuestras autoridades [...] que por un lado organizan cabalgatas de reyes y por otro prohíben la instalación de belenes en los centros educativos».

/ por Arturo Caballero Bastardo /

Creo que ya mis amigos agnósticos, incluso los ateos (también los tengo de los otros), han terminado por acostumbrarse a que, inasequible al desaliento de la edad y el desprecio a modas foráneas, les felicite las fiestas navideñas enviándoles una fotografía del nacimiento que instalo por estas fechas en mi casa. Desde hace unos años les remito la imagen por WhatsApp, no vaya a creerse que mi gusto por mantener la tradición me lleva hasta el extremo de despreciar las facilidades que proporciona la tecnología actual.

Que este artículo es oportunista, no hay por qué negarlo. Se acerca la Navidad. Además, rechaza cualquier atisbo de criterio científico. Es un simple entretenimiento en el que se mezcla lo personal con lo social, lo erudito con lo popular, la mera observación con una reflexión un poco más pormenorizada para aproximarse a un asunto que, mucho más que otras fiestas de guardar, parte de un hecho religioso para incardinarse en el subconsciente colectivo.

Decoración navideña de Valladolid

La Iglesia, maestra de multitudes, tuvo la artera habilidad de usar los ciclos vitales de la naturaleza para transmitir su sistema de creencias a una sociedad sobre la que lo derrama y a la que impregna —como una mancha de aceite— de manera lenta, sistemática e implacable. La elección de la última semana de diciembre no es casual, sino que se vincula al resurgir del ciclo vital con el inicio del acrecentamiento de los días relacionándose —para terminar sustituyéndolos— tanto con los cultos orientales con los que competía en sus orígenes (Mitra) como con las tradiciones (saturnales) de la sociedad romana en la que crece.

Los ritos tienen su origen en un ámbito, el de los sentimientos, ajeno a cualquier justificación racional, pero ahora, cuando tanto abogamos por las inteligencias múltiples, orillarlo porque esté vinculado a las creencias resulta, simplemente, ridículo. Por eso siempre me han resultado incomprensibles esos procesos de descristianización por decreto en los que se empeñan nuestras autoridades (muchas veces pienso que puede ser una forma extemporánea de arreglar cuentas con toda una educación, la proporcionada por la familia, y la otra, que nunca fue asumida y superada) que por un lado organizan cabalgatas de reyes y por otro prohíben la instalación de belenes en los centros educativos. Eso termina provocando reacciones pintorescas como la de mi amiga —irreductible segoviana—, quien, considerando su clase patrimonio personal, era ayudada a montar el belén (en el doble sentido del término) por sus alumnos de origen marroquí y religión musulmana. Es razonable pensar que la motivación del hecho estuviese condicionada por el gozoso abandono de las tareas de aprendizaje a las que esos preadolescentes solían resultar poco proclives. Lo que hacía reflexionar era que los conserjes del mismo centro defendiesen en paralelo su nacimiento alegando que, por encima de las normas, se encontraban los usos establecidos desde tiempo inmemorial que, de alguna forma, también se convertían en norma aunque no estuviese escrita.

Porque de eso trata, también, este artículo. De tradiciones y costumbres. Y no hay costumbre que no se base en el tiempo y cuanto más lejano, mejor. Me hacen gracia los reporteros que notician acontecimientos tradicionales que remontan a un lustro o un decenio. ¡Vaya una mierda de tradición! De la que yo hablo ahora se mide, al menos, por siglos. Con independencia de que se considere a Francisco de Asís en 1223 como el iniciador de la costumbre dramatizada de celebración popular de la Navidad, se documentan por toda Europa ya desde finales del siglo XV talleres dedicados a la fabricación de figurillas de diversos tamaños con el tema del nacimiento de Jesús que los más eruditos hacen depender de las que habían tenido los romanos de sus dioses familiares en los atrios de sus casas. Personalmente, me parece un salto temporal excesivo entre unas y otras.

Quien esté un poco versado en estos asuntos puede saltarse el resto de líneas de este párrafo, pero me parece oportuno, especialmente para despistados y olvidadizos y por si a alguien puede servirle de utilidad, realizar unos apuntes sobre cómo se ha construido el relato de todo lo que rodea al nacimiento de Cristo. ¿De dónde procede todo el arsenal de hechos que terminan cristalizando en la iconografía cristiana? Pues para el asunto que nos ocupa voy a referir (desde el punto de vista relacionado con el arte y la imagen no con el de la teología) algunas de las fuentes que generalmente se usan. La primera, no podía ser de otra forma, aunque son pocos los datos que aporta, el Nuevo Testamento, especialmente los evangelios de Mateo y Lucas. Prefiero la versión Reina-Valera y, en caso de duda, siempre hay que consultar la Vulgata. Es fácil acceder a ellos en la web. Más interés como configuradores de la imaginación popular tuvieron los Evangelios apócrifos (suelo tener a mano la edición de Aurelio de Santos Otero, BAC., 1979), apartados piadosamente del canon por sus extravagancias (baste citar que algunos convierten al niño Jesús en homicida con respecto a otros niños que le estorbaban en sus juegos, pp. 223-224 y 336) pero que sientan las bases para que el aspecto más humano del protagonista del hecho, y de todos los que lo rodearon, crezca y crezca con variopintos añadidos de difícil, cuando no imposible, precisión que fueron reelaborados a mediados del siglo XIII —con sus peculiares y encantadoramente falsas etimologías— por Santiago de la Vorágine en La leyenda dorada (Alianza Editorial, 1982, pp. 52-58) que nutrieron la imaginación de predicadores y artistas hasta que el Concilio de Trento (1545-1563, especialmente su última sesión, XXV, en la que se trató la representación de las imágenes) vino a poner un poco de orden en este desaguisado. Y lo hizo a nivel más teórico que real porque siempre se trató de una concatenación de festividades que se incardinaron en el pueblo llano. Todos estos asuntos están sistematizados por Louis Réau en su Iconografía del arte cristiano (Ediciones del Serval, 2000, tomo 1, volumen 2, pp. 223-304).

El pueblo, más proclive a moverse por sentimientos que a actuar según la razón (eso mismo decía Miguel Ángel sobre las diferencias entre la pintura flamenca —que consideraba apropiada para mujeres, niños e iletrados en general— y la italiana), además de no renegar de la conmemoración y de las costumbres que la rodeaban y seguramente acuciado por parte del clero que aprovecharía su ignorancia, fue más lejos convirtiendo en propias de estas fechas algunas formas poéticas de asuntos profanos en sus orígenes como los villancicos.

Así que, fiel a mis orígenes populares, como cada puente de la inmaculada-constitución (graciosamente falso el nombre que le hemos puesto, igual de falso en sus términos, al menos, que el asunto que dan origen a estas líneas) he sacado toda la parafernalia y me he puesto a montar mi nacimiento. Mi nacimiento bascula entre lo bíblico y lo regionalista y en él podemos encontrar puentes tomados de la tradición constructiva de obras públicas romanas (¿cómo no recordar La vida de Brian, Terry Jones, 1979), castillos-ciudad de época medieval, puertas monumentales, fraguas, hornos de pan, pozos y fuentes con agua corriente levantados aquí con arcos de medio punto, ahí con arcos de herradura califal, allá con arcos góticos. Todo un mundo para manejar a mi antojo en el que, como en las ilustraciones de los primeros libros impresos en los que una misma xilografía era capaz de representar Damasco o Mantua con solo cambiar su rótulo, amontono —como en un palimpsesto— edificios y estilos de todas las épocas intentando reconstruir un aspecto plausible de Jerusalén o Belén.

Estos anacronismos son consustanciales a la mayor parte de la iconografía religiosa. En la Baja Edad Media, en el Renacimiento y el Barroco —que no se sintieron obligados por un afán arqueológico a la hora de hacer explícita visualmente la historia— daban igual vestimentas, utensilios, costumbres… ¿Qué relación guarda el breve lapso temporal de la historia del hombre sobre la Tierra con la Eternidad? El mensaje divino se manifestaba siempre actuante. Esos desajustes entre el ser humano, sus obras y el tiempo en el que ese hombre vivió me han servido en no pocas ocasiones para explicar la historia de forma inversa. No qué hicieron esos individuos sino por qué Melchor no puede cabalgar con estribos su caballo blanco, o la improbabilidad de un charcutero en una calle judía, o un molino de viento en la lontananza, o una determinada forma arquitectónica…

Es un asunto de la imaginación que mantiene un difícil equilibrio entre la exuberancia, el espacio aprovechable, la capacidad económica y la disponibilidad de tiempo. Y cuando se rompe algo, se realizan reposiciones puntuales que estropean la unidad estilística y la proporción de los elementos. Aun así, todo resulta verosímil para una mirada ingenua; como en la concepción medieval del mundo, el poder divino lo justifica todo. Mis edificios están construidos (y reconstruidos) con paciencia a base de corcho, cartón, madera y pegamento. También uso musgo que se conserva sin problemas dos o tres años y que revive con las primeras gotas de agua que le caen encima. Las figuras, que he ido adquiriendo poco a poco hasta que ya ocupan todo el espacio razonablemente disponible (hay quien piensa que lo han sobrepasado) son de barro; la mayor parte de ellas enteladas. Y han sido escogidas una a una. Meticulosamente. Comprobando el encolado de las paños y, especialmente, la factura de su rostro, la definición de sus manos, la propiedad de sus gestos… Están, además del Misterio (Jesús, María, José, ángel, mula y buey) y los Reyes magos con sus pajes y camellos, Herodes (muerto mucho antes del nacimiento que se conmemora), dos soldados romanos, un par de pastores, una viejecita que lleva un ganso y un viejecito que bebe de un botijo, una aguadora, una lavandera, una castañera, un herrero, un molinero, un panadero, un pescador, un pobre pidiendo limosna y hasta un irrespetuoso caganer. Y por supuesto, un gallo con sus gallinas, un pequeño rebaño de ovejas con su carnero, un burro aguador, unos patos, unos cochinos y, este año, un par de conejos. Es interesante toda la compañía animal que se muestra presente desde los primeros momentos (mula y buey) y que entronca con una visión muy moderna de la dignidad de todas las criaturas que, arrancando del propio Aristóteles, se consagró con el escolasticismo y hoy toma carta de naturaleza apoyada por el uso y por explícitas declaraciones eclesiásticas.

Los hombres han modelado sus dioses a propia semejanza. Por ello, mi belén es consciente de que los tipos no hacen justicia a cómo pudo ser el aspecto original de los habitantes de la lejana Palestina. Tampoco son las imágenes de Cristo, por ejemplo, que nos ha transmitido el medio visual por antonomasia de nuestra época: el cine. Desde Henry Byron Warner (Rey de reyes, Cecil B. DeMille, 1927) pasando por Max von Sydow (La historia más grande jamás contada, George Stevens, 1965) y Ted Neeley (Jesus Christ Superstar, Norman Jewison 1973) para concluir en Jim Caviezel (La pasión de Cristo, Mel Gibson, 2004) y eso por poner unos pocos ejemplos. La única concesión étnica, el negro Baltasar, es —como sabemos— una forma de transmutar la representación de todos los hombres en función de sus edades por las razas propias de los continentes tal como eran concebidos en la Edad Media: Asia, África y Europa respectivos lugares de residencia de Sem, Cam y Jafet, los hijos de Noé.

Aunque la mayor parte de la procedencia de estas imágenes (movidas diariamente recomponiendo y equilibrando visualmente el desplazamiento de la cabalgata real) adquiridas en tiendas y mercados navideños es levantina (Murcia, Barcelona), los modelos más excelsos de este género artístico suelen considerarse los denominados belenes napolitanos (se atribuye a Carlos III la difusión de esa estética cuando vino a hacerse cargo de la corona española), y a ellos, de una forma u otra, todos los aficionados tienden. Conozco casos de gente que (hubo un tiempo anterior a la peste) viajó a Nápoles para comprar cabezas, manos, brazos y piernas y lo explicitaban como motivo de orgullo. Conocemos como majismo el fenómeno de asunción por parte de la aristocracia española durante el siglo XVIII de los usos y costumbres del pueblo en la vestimenta, la música, los bailes… La obra de Goya nos habla de ello y los belenes a los que hacemos referencia, también. En cierto modo quizá hayamos vivido en los últimos decenios una situación cultural semejante.

Podemos despreciar estas manifestaciones calificándolas de populares. E incluso de kitsch. Prefiero pensar en lo kitsch no tanto como pasado de moda o de mal gusto, sino como desubicado. No podemos —como decía Erasmo— criticar a las cosas porque respondan a su naturaleza. El gusto popular es —salvo en los aspectos estrictamente arquitectónicos— esencialmente heterogéneo, barroco, de acumulación, quizá porque se piense que así se transmite una sensación de riqueza que siempre ha anhelado. Y cuidado con no ser conscientes de ello. Podemos ver la consecuencia en nuestras ciudades: Cristóbal Gabarrón ha sido vapuleado en la prensa local y nacional, pero la gente acude alegre a realizarse fotos con su montaje sobre la ONU en la plaza de San Pablo de Valladolid. Otro tanto ocurre con las naves góticas de luz instaladas como iluminación navideña a lo largo de la calle de Santiago de la misma ciudad. Oí, de pasada, en una tienda que las comparaban —en igualdad de condiciones— con las de Nueva York. Parece que los discursos del alcalde de Vigo, de tanto repetirse, han terminado imponiéndose. Son estos regidores los que, mejor o peor aconsejados, deciden proporcionar un cambio visual a ciertas manifestaciones públicas. Se criticaron las cabalgatas de reyes de Madrid por considerarlas más propias de una fantasía de películas de extraterrestres que de una fiesta como la que conmemora la Epifanía. Se criticó el belén-trastero (digamos de pasada que su punto de interés sí que tenía) instalado en Barcelona como si fuese una manifestación irreverente a conciencia. Los concejales de cultura, los asesores, los artistas, bien sea por afán de romper con el pasado, bien por la necesidad de crear algo nuevo suelen olvidar que nada se pasa antes de moda que lo moderno. Y luego están los que consideran maltrato animal su uso en estas exhibiciones…

Pesebre en Barcelona
Guitarrista en el belén napolitano del Museo Nacional de Escultura de Valladolid

Es lógico que muchos no estén de acuerdo con cualquiera de los dos planteamientos estéticos. Estamos comparando, además, elementos heterogéneos: uno es privado, el otro es público y pagado con los impuestos de todos, incluidos los que abominan de esas prácticas. Y no es una doble moral. Aunque ya sé que Diógenes el Cínico consideraba que las cosas, todas las cosas, que se hacen en privado pueden hacerse en público, generalmente y gracias a la educación que sirve de base a una convivencia ordenada y respetuosa, la sociedad establece diferencias a este respecto. A pesar de ello, no podemos obviar un asunto importante: el belén, nacimiento, pesebre, misterio o como queramos denominarlo sirve como elemento socializador. La casa se abre para que vecinos y visitantes pasen a contemplar la dedicación, excelencia o propiedad de cómo se ha montado este antiguo diorama. Se unen así de forma casi natural y no solo política (esta afirmación debiera ser explicada en profundidad, pero no creo que sea el momento) los dos ámbitos: el privado y el público.

Y luego viene la traca final: los Reyes.

Siempre he pensado en Papá Noel como un pretencioso nouveau parvenu. Podéis calificar esta postura como antigua. Lo asumo. Pero considero que es positivo enseñar a los niños y a los adolescentes (e incluso a los mayores, aunque a estos es difícil enseñarles nada) a diferir los deseos. Así que me parece completamente lógico que los Reyes Magos (que en un principio ni eran reyes, ni eran magos, ni eran tres) reciban puntualmente sus cartas de peticiones a las que contestan, mágicamente, con unos regalos que procuran, en la medida de sus posibilidades y de las nuestras, atender a las demandas escritas remitiendo también, mientras dan buena cuenta de los dulces y las bebidas que se les preparan, sus propias reflexiones sobre los cambios ocurridos durante el año.

¿Hay alguna razón para prescindir de esa ilusionante mañana en familia con chocolate y bizcochos?

Orillando el origen religioso ¿qué subyace en este comportamiento a todas luces irracional?

¿Quizá ese retorno a una infancia que, según se atribuye a Rainer Maria Rilke, es la verdadera patria del hombre? ¿Quizá una forma de dar rienda suelta a una gratificante creatividad que encuentra difícil salida en otros ámbitos? ¿Quizá el intento de buscar en la familia, eficazmente desprotegida económicamente por parte de los gobiernos de los hunos y los hotros a pesar de sus periódicas proclamas, el apoyo en los momentos de vacilación, duda, desconsuelo, dolor y necesidad? ¿Quizá el intento de fiar —a falta de otro tipo de trascendencia— en nuestros hijos y nietos un laico deseo de inmortalidad?

Cada cual dará su respuesta. Y los más cómodos, entre los que me posiciono, optarán por una mezcla de todas ellas a las que añadirán las que consideren convenientes.

En consecuencia, y dado que las cosas reales y verdaderas se hacen explícitas por sí solas mientras que es imprescindible documentar puntualmente todos los extremos de aquellas otras que se basan en la memoria o en la tradición y que resultan de certeza imposible, este año —como novedad— he decidido, además de lo dicho anteriormente, ambientar de forma luminosa mi belén siguiendo a Dionisio el Exiguo (aunque no se me escapa su desacertado cálculo temporal) y por medio de un programa informático y unas luces compradas en un chino, reconstruir la posición de las constelaciones en el cielo de Belén del 24 de diciembre del año 1.

Y tan bonito que me ha quedado.

Y, en cualquier caso, ¿alguien puede poner precio al rostro maravillado de mi nieto cada vez que lo ve?

Para hacerse un descreído, como tantos de nosotros, ya tendrá tiempo.

¡Felices fiestas a todos los hombres de buena voluntad!

[EN PORTADA: Belén doméstico de Arturo Caballero]


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. La próxima primavera la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.

0 comments on “De belenes, Reyes y otros asuntos irrelevantes

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: