/ un relato de Rodolfo Elías /
«Su camión sale a las siete y media», le dijeron al viajante cuando compró el boleto, lo cual encajaba perfecto con su itinerario. Tendría cuatro horas para comer y salir a caminar por el centro de la ciudad. Además, le fascinaba la comida que servían en el restaurante de la central camionera. Hacia allí se dirigió.
Al entrar lo recibió el aroma inconfundible de la comida del lugar. Él siempre había pensado que el olor de su comida definía a un restaurante. Sintió una ligera desazón, pero se dijo a si mismo que está vez todo iba a estar bien. Inmediatamente fue dirigido hacia una mesa en el centro. No bien se había sentado, cuando le trajeron el menú, con la obligada pregunta que si quería tomar algo mientras le servían; pidió café. Y está vez, para asegurarse, ordenó antes que el mesero se retirara: lasaña, ensalada de pollo con verduras y flan de nutella como postre.
Mientras esperaba que le sirvieran, sacó un libro, que abrió con parsimonia: La vuelta al día en ochenta mundos, de Julio Cortázar. En menos de cinco minutos las mesas a su alrededor se empezaron a llenar y acometidos meseros se acercaban a tomar las ordenes.
Pasaron veinticinco minutos y la comida no llegaba, pero quiso ser paciente. No pudo evitar fijarse que meseros llegaban continuamente a las mesas contiguas, cargados de comida y bebidas. Quince minutos más tarde la historia parecía repetirse. Era la segunda vez que ordenaba en ese restaurante y le servían a todos menos a él.
«¿Qué haré?», se preguntaba. Tenía hambre y no estaba dispuesto a esperar más. Perturbado, se levantó e increpó al mesero que había tomado su orden.
— ¿Se puede saber porqué no me has traído la comida que ordené? —apenas podía contener la rabia.
—Sólo sé que los cocineros no tienen lista su orden. Pero si me da un minuto voy a investigar —contestó el mesero, distraído. Y antes que el otro dijera nada, este se alejó, desapareciendo detrás de la puerta que daba a la cocina.
Como el mesero nunca volvió, el viajante se levantó y se dirigió a quien, por su madurez y garbo, parecía ser el maître. Acaso el lugar ni maître tuviera, pero con alguien tenía que quejarse, aunque fuera por puro desahogo.
—Hace casi una hora ordené, y nunca me sirvieron. Gente que llegó después de mí ya casi terminan de comer. Y cuando le pregunté al mesero se fue, dizque a investigar, y nunca volvió.
— ¿Se puede saber que ordenó? ¿Le repitió su orden al mesero? —preguntó doblemente el presunto maître, en tono displicente.
El viajante nomás lo miró, con una expresión que era una mezcla de azoro e incredulidad.
—Iré a ver qué pasó —dijo el sujeto. Pero antes que este se moviera, el viajante dio la vuelta y se dirigió a la salida.
—No necesito comer aquí —dijo, casi para sí mismo, antes de salir.
Pero la rabia no le quitó el hambre.
Realmente hubiera querido que todo fuera un malentendido que se arreglara sin complicaciones, porque tenía unas ganas inmensas de saborear la comida del lugar. Pero su sentido de dignidad fue más fuerte. Además, no podía ser un simple malentendido, porque esto ya había pasado otra vez.
Circuló dentro de la central camionera, preguntando aquí y allá si había un restaurante donde cocinaran bien. Dos personas lo mandaron a un lugar, a dos cuadras de ahí. Después de recibir instrucciones cómo llegar al tal lugar, se dirigió hacia allá.
Caminó dos cuadras, dio vuelta a la izquierda y, efectivamente, los olores se percibían en el aire. Su apetito se avivó aun más. Ni siquiera se fijó en el nombre del lugar, simplemente entró. Inmediatamente fue dirigido hacia una mesa en el centro. No bien se había sentado cuando le trajeron el menú, con la obligada pregunta que si quería tomar algo mientras le servían su comida. Cuando oyó la voz del mesero lo reconoció y confundido miró a su alrededor. Era exactamente el mismo lugar…
En eso despertó. Tenía un hambre de león y pensó que en ese momento comería lo que fuera. También pensó en lo soñado, y cómo las necesidades del cuerpo se revelan en los sueños. Se levantó y se enjuagó la cara. De la maleta sacó un suéter, porque el clima se sentía fresco. El viaje había sido tan largo y cansado que al llegar al hotel, a las seis de la mañana, se había ido directamente a la cama; sin la energía para desempacar ni desvestirse.
Al salir a la calle olió la comida. Como no conocía la ciudad dejó que los aromas lo guiaran a un restaurante que estaba a dos cuadras de ahí; era el único a la vista. Una cuadra más allá se divisaba un vendedor ambulante de comida.
Cuando entró al restaurante, lo invadió una fuerte sensación de haber estado ahí anteriormente. La cajera, los meseros y hasta los comensales tenían caras conocidas. Espantado salió de ahí y caminó hacia el ambulante, que resultó ser un puesto de hot dogs. Por el resto de su estadía en la ciudad el viajante no comió nada más que hot dogs.

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.
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