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El cuaderno naranja (y 8)

Avelino Fierro publica el último capítulo de una libreta encontrada.

/ por Avelino Fierro /

De manera inesperada y algo abrupta, en los días finales del año, como esa sorpresa que uno se lleva al arrancar la última hoja del almanaque y ver detrás no más que un trozo de cartón y unas manchas de engrudo, así —mas de forma amical y civilizada—, el colega L. y yo hemos rescindido nuestro contrato, nuestro acuerdo por el que yo iría dando forma y transcribiendo los textos del cuaderno naranja, esas tareas que empezaron a publicarse en EL CUADERNO en mayo. Hace nada nos vimos en su despacho, en la parte alta de la Audiencia. Yo le había ido haciendo llegar algún correo con mis dudas, con los problemas que cada vez eran más frecuentes en mi labor, con una escritura —la suya— cada vez más borrosa de tono, rasgos y conceptos. Aquello se desmayaba, no había ideas ni guion ni afirmación de un proyecto que ya había empezado —aunque sea natural en todo tanteo de escritor principiante— con bastante desconcierto. En ese encuentro le mostré algunos de los últimos folios que yo había redactado, y allí saltaban a la vista demasiados signos ortográficos: interrogaciones, admiraciones, espacios en blanco, puntos suspensivos…

Y entonces me dijo:

«No te preocupes, tenía que llegar este momento. Te agradezco lo que has hecho. Ya te advertí que todo lo que yo escribí me había ahorrado bastantes consultas con el psicólogo. Tuve aquellos asuntos complicados, aquello sumarios jodidos que duraron más de medio año y me dejaban muy zurrado al morir de cada día, con la vista cansada. Me relajaba escribir, un tanto al desgaire, sin hoja de ruta, sin rumbo fijo.

Te contaré un secreto. Todo lo desencadenó la lectura, lentísima por eso que te digo del cansancio, de un libro que desde Madrid me había enviado un amigo. Se titula Los días rotos y está publicado por una editorial de Barcelona, Acantilado. Ahí hay un personaje, el narrador, el tal Tomás, Tomás Sepúlveda.

Un hombre de cincuenta y cinco años, prejubilado, casado, con dos hijos en la distancia y el padre en una residencia. Vive en Barcelona y empieza a escribir una especie de diario. En el dorso del libro, la nota editorial de reclamo acaba así: “da testimonio de toda una generación; la de aquellos hombres que sienten como el que más, pero no acostumbran a hablar de ello”. No sé por qué aquello me enganchó, me vi reflejado en el personaje. Y empecé a escribir en el cuaderno, pero como sabes que soy un poco perfeccionista o maniático, compré algunos libros, manuales para escribir. El de Dorothea Brande, que he citado a menudo, y otro de dos autores americanos, que se titula Cómo no escribir una novela. El de Teresa Imízcoz, Manual para cuentistas. Uno más del mismo estilo, de Silvia Adela Kohan, Cómo se escribe una novela. Y  otros que ni siquiera he ojeado, de John Gardner, Mailer, David Lodge. Y ese de la Escuela de Escritores de Nueva York, de la que creo que —como dice tu amigo Yago— no ha salido ninguno que merezca la pena. Como no tenía tiempo de matricularme en ningún curso para escritores online, iba leyendo y escribiendo. Ya ves que todo eran al principio tanteos y ensayos. Siempre pensé que me saldría algo parecido a lo del libro de Acantilado, algo así como un diario. Porque no era capaz de dibujar personajes fuertes, ni aparecía ningún argumento que mereciera la pena. Me consolaba con lo que había leído hace tiempo en Ortega, aquello de que es un error que el novelista se afane mayormente por hallar una acción, que cualquiera sirve. También recordaba lo que me dijiste acerca de un artículo de Juan Bonilla en el que dice que las novelas de Umbral cantan la flexibilidad de la novela como género.

Con esas lecturas de manual —algún consejo me vino bien: intenté escribir unas líneas a diario, levantándome un poco más temprano, dibujé algunos personajes que veía en la calle o en el autobús, también utilicé algo de unos atestados de un instructor de la guardia civil de Villablino que parecía a veces un Baroja redivivo—, con la compañía de Tomás y también consolándome con el ejemplo de san Jorge Luis Borges, incapaz de escribir una novela, empecé los textos del cuaderno.

Te doy la razón en que esos escritos se han ido diluyendo, moribundiándose. Pero puede deberse —ahí va otro secreto— a que a la par, y algo liberado de asuntos profesionales, comencé a escribir un par de cuentos y una novela. Para ella he recuperado a alguno de mis personajes: a Mariano, el desempleado del barrio. Y a la escritora de libros de autoayuda y viajes y a su amiga de las tetas indesmayables —por cierto, ahí, en ese episodio, al transcribir el cuaderno te pusiste tú de personaje principal, no te lo reprocho—. Y también a un expresidiario. La acción transcurre en Egipto, una historia de ladrones de tumbas en la que ellas, que están de turistas, se ven mezcladas. Desde la distancia, Mariano les va aconsejando por Internet, porque conoce bastante bien las costumbres y la zona, al haber estado un par de años de cooperante en una oenegé. Y allí también les echa un cable el malote, de hermosos bíceps, un tipo raro, un secundario de lujo, mercenario en paro y de corazón blando. Vamos, que tiene todos los ingredientes de un best-seller. Gracias otra vez. No sabes cómo me ha venido de bien verme publicado en esa revista digital en la que tú colaboras. Yo creo que me ha quitado todos los miedos para escribir. Y ya veremos si para publicar. Ah, le diré a mi cuñado el de Telefónica que haga ese último dibujo para EL CUADERNO».

Entonces —un tanto sorprendido por sus revelaciones, pero también contento al verme por fin liberado de mis tareas de escribano— le anuncié que publicaríamos el último capítulo del cuaderno con los textos finales que tenía extractados. Uno sobre el monólogo interior y otro sobre sus lecturas de novelas policíacas. Y allí surgió la otra sorpresa: me entregó uno de los cuentos que había escrito, que había corregido y pensaba que estaba acabado. Se le había ocurrido mirando las fotografías de un libro que había comprado en la librería Universitaria para regalárselo a su padre. «Era una foto de gente pobre que espera el aguinaldo en la Plaza de Santo Domingo, allá por los años cincuenta. Es un cuento de Navidad». Así que le felicité las fiestas y le pedí permiso para incluirlo en esta última entrega, porque venía muy bien dadas las fechas de villancicos, frío, arrebatos de sinceridad, luces al alba que despuntan por el Oriente y turrones.

*

Al contrario que el narrador en busca del tiempo perdido, llevo días levantándome temprano. Como ya lo espero, trato de no enredarme demasiado en las calles de la noche. Y mira que ayer era agradable ver la luna, reír, charlar, fumar… bajo el toldo del Santo Martino. Ha amanecido con las luces habituales de estas últimas mañanas: más rosas que anaranjadas, rayadas por hilos nubosos como babas que flotan y estelas de aviones.

Un poco agobiado me he puesto a seguir escribiendo mi novela, estos primeros pasos, en este cuaderno de cuadrículas. Un cuaderno que no me gusta demasiado, mejor habrían sido unos folios desechables, cosidos o grapados, con indicios de haber sido usados, que una persona o una mano hubiera dejado en ellos una marca, cicatrices, lo que sea; para que no aparezca esta blancura, como esa nieve que decíamos que te deja sin habla, y aquí sin escritura, el miedo a la página en blanco.

No sé, mucha responsabilidad para mí, para un funcionario que se esfuerza por primera vez en hacer algo así. Las pocas horas que a uno le deja indemnes el día —«lo que queda del día»— las tienes que dedicar a estrujar el cerebro en pos de alguna ocurrencia o idea feliz que desarrollar, poner tu cabeza en modo fabulador, el cerebro en dos mitades, lo que viene a ser convertirte en un monstruo o en una hidra cualquiera.

Anoto algo más, una intuición que seguramente mutará no tardando mucho en constatación: de aquí, de estas páginas, o de lo que voy intentando en estos folios, no saldrá nunca una novela a la manera tradicional. Para ello necesitaría de sucesos o anécdotas, ya que no me veo como fabulador. Que algo fuera de lo trillado ocurriera, que alguno de los amigos que frecuento —de vidas, lo cierto, poco convencionales— se enreden en alguna tarea novelable o perpetren un crimen sin demasiada sangre o vivan una extraordinaria historia de amor… Algún acontecimiento o asunto que de alguna manera engarce con los temas elementales del narrador: el amor de Bovary, la libertad de Orwell, la venganza de Hamlet.

Y si las historias no aparecen, si esto no fluye como es debido, siempre me quedará el monólogo interior, esa técnica muy valorada por las chicas: Dorothy Strachey, Violette Leduc, Monique Wittig, Sor Juana Inés de la Cruz, Virginia Woolf… Es lo que más casa con mi estado de ánimo o mi falta de decisión. No en vano dijo un crítico —Castellet, en Las técnicas de la literatura sin autor— que «el monólogo interior entraña el abandono de la seguridad y del orden social-burgués, a los que sustituye por la inestabilidad y la soledad individuales». No entiendo bien lo que quiere decir este autor, pero es posible que yo me encontrase a gusto en ese terreno: diversos personajes que parecen actuar con autonomía, sin necesidad de que aparezca un narrador que los conduzca de forma ordenada o autoritaria. Así tendría menos responsabilidad. Yo cuidaría de ellos, reuniría sus fragmentos y rellenaría sus lagunas —como decía Faulkner que hizo con sus personajes de El ruido y la furia—, pero cuando las cosas no marchasen bien o alguien me hiciese reproches, siempre podría decirle al crítico o al lector: «¡Oiga, a mí qué me dice; cuénteselo a ellos que se han desmandado; ese no soy yo!».

*

Estoy preocupado. No sé si no se me estará cambiando el metabolismo lector: hace unos días compré un par de libros de serie negra; los recomendaba un autor español que ha sacado al mercado una segunda novela de ese tipo y que los periódicos y suplementos culturales anuncian como algo muy esperado, pues la primera fue un éxito de ventas.

Los he leído y me han gustado mucho. Tengo que decir que he ido a tiro fijo y a lo seguro, que son dos clásicos del género, de Simenon y Camilleri. Esperaba encontrar en ellos ideas y formas para inspirarme. Vamos, lo que viene a ser un escritor a la manera clásica, buscar el puro entretenimiento, el del lector traspasando ese umbral que separa el mundo real para meterse de cabeza en un mundo imaginado. En el arranque de este cuaderno hablo de mi propósito de escribir una novela. Una como la que he estado leyendo, en la que el personaje del narrador, Tomás, será mi inspiración, una especie de gemelo. Tengo aparcada su lectura en la página doscientos cinco. Y se me está quedando escasa, por así decirlo. Yo creía que con ella me bastaba, pero ahora que he leído estas otras, de detectives y asesinos y políticos corruptos, una panoplia más amplia, me apetece más seguir ese camino. En vez de Musil o Hermann Broch, salir de la novela de tesis, de lo psicológico, de caracteres e irme a lo más trillado y más sencillo en teoría. Además, tengo que anotar aquí una premonición o una casualidad: en un pequeño papel —que no sé ahora por dónde anda— hace tiempo había esbozado, dibujado otro posible personaje principal, que sería un detective, un investigador. Un tipo que vive en una ciudad de provincias, ocupado a tiempo parcial —pues no le da para vivir el ir de sabueso— en desentrañar a través de silogismos y brillantes razonamientos el entramado y misterio de muertes, enredos y corruptelas varias. Es un lector de novelas policíacas, sobre todo de la escuela anglosajona, donde predomina el enigma y la deducción (Conan Doyle, Agatha Christie), y lo hace sobre todo por puro placer, por darle al magín y demostrarse a sí mismo que su cabeza está bien amueblada.

Mi personaje, lógicamente, juega al ajedrez. Y tiene un perro. En esas dos novelas que acabo de leer aparece ese animal, es importante para la historia que se narra. El mío ya lo dibujaré, grande o pequeño, tontorrón o husmeador certero…, pero no dejo de tener la sensación, el pálpito —como un detective cualquiera— de que es una buena manera de comenzar, un buen proyecto.

*

PLAZA RAVIGNAN

El viento hacía correr a ras del suelo un polvillo de hielo. Recordó la primera vez que su padre lo llevó a esquiar un domingo de primavera. Era un día azul y espléndido de sol, pero por la tarde apareció el cierzo y se hizo de noche a deshora. Volvió a nevar. La mayoría de los excursionistas no se atrevieron a volver en sus coches; quedaron atrapados por el temporal y buscaron alojamiento en el hotelito y en otros pueblos muy cercanos a la estación de esquí. Esos tramos los pudo espalar la única máquina quitanieves que había quedado en el lugar. Su padre pidió en el bar del hostal de Lillo una copa de coñac. Le hizo fiestas en el pelo, simuló que le pegaba con los nudillos en la barbilla y le dijo: «Vamos al coche». Se sentó al volante —aquel volante a la izquierda de un Hispano Suiza T6–, respiró profundamente mientras tamborileaba con los dedos en el salpicadero y le dijo: «Cuando tengas carné, olvídate de esto; no se te ocurra hacerlo». Le ordenó quitar la barrera de los guardias y empezaron a bajar. Los árboles, con las ramas cargadas de nieve, parecían tristes y los miraban con asombro. En algunos tramos dieron bandazos y la brillante aleta delantera derecha se llevó un coscorrón en el pretil escondido de un puente bajo. Cuando llegaron a la ciudad la tormenta hacía rato que había cesado, pero un viento a rachas creaba remolinos blancos, como ligeras hebras de hilo desprendidas de la túnica de un fantasma. Una noche parecida a la de hoy.

Ahora miraba el agua helada desde el puente de la estación. Un agua negra y brillante como la carrocería del coche que su padre había manejado aquella vez con tanta destreza. Bango, el gran mastín blanco, no miraba el agua sino a él, sabiendo de sus intenciones, con preocupación. De vez en cuando le tocaba con una pata la pernera del pantalón para decirle «no, no lo hagas». Se había pegado a él desde la noche anterior. Cuando salió a la plaza de Torres de Omaña el perro lo vio y lo siguió. Seguro que notó su nerviosismo. El perro andaba suelto desde hacía unos días por el barrio. A Fonso el joyero, su dueño, también lo habían llevado detenido al Parador. Iba en el mismo camión que su padre y que Teófilo, el presidente de la agrupación socialista, y Fernando, el tipógrafo.

A su padre el negocio le iba bien desde hacía años, desde que había puesto el laboratorio fotográfico y había ganado fama como retratista. Y también como documentalista etnográfico, con encargos importantes de la Diputación. Nunca se había significado en cuestiones de política, aunque sí había estado viendo a Azaña cuando vino a la ciudad y salió a saludar desde un balcón del hotel Oliden. Una vecina que tenía un local de retales cercano lo denunció. Dijo que lo había visto haciendo guardia en la Casa del Pueblo con un fusil y que a ella y a su marido los había instado a votar al Frente Popular.

La había visto la noche antes por la calle, subiendo hacia el Arco, en dirección a Santa Marina. La siguió. Si no hubiera estado allí aquella astilla grande a la puerta de la carbonería, no habría pasado nada. Pero estaba. Si no hubiera estado, habría apretado los puños dentro de los bolsillos del abrigo y la habría seguido un trecho, dándose al diablo por no tener más coraje. Habría cerrado los ojos, habría pedido que de una cornisa se desprendiera un gran cuchillo de hielo y le atravesara el cráneo. Y él —que no era creyente— habría hecho toda la penitencia del mundo. Pero aquella astilla de roble, blanca y negra, entrañas de pureza y rostro de maldad, tómame y déjame, estaba allí. De repente le pareció que aquello le venía de molde, y como sin saber por qué la cogió, apresuró el paso y se acercó a aquella silueta odiosa. A la sombra de la noche y de las hojas de la acacia frente a la iglesia, bajo la mirada atenta de alabastro de la santa y después de mirar él en derredor, le golpeó en la nuca con el madero. La mujer se desplomó. Cayó de bruces contra el tronco y dos dientes saltaron fundiéndose con la nieve. La sangre no; empezó a dibujar un pequeño río de color.

Volvió sobre sus pasos. A los pocos metros, saliendo de la calle, casi a la entrada de la plaza, se cruzó con tres soldados alemanes. Ya se había anunciado en el PROA la despedida del destacamento para la semana siguiente. Uno de ellos lo saludó. Había estado posando varias veces en el estudio de su padre; una de sus fotos estaba todavía en el escaparate. Habían coincidido allí el día en que fue a decirle a su padre que intentaría ir en la primavera a París, que le podían conseguir un taller cerca de la plaza Ravignan. Fueron sólo un par de minutos, pero se ve que el soldado tenía buena memoria. Al entrar en la plaza, Bango se levantó. Estaba echado, como un espía camuflado entre lo blanco. Se unió a él. Lo esperó más de una hora a las puertas del Iris, donde no había espectáculo desde hacía meses, pero seguían teniendo aquel coñac de estraperlo. Apenas durmió. Al día siguiente se mezcló entre la gente. Era como no sentirse, un vivir amortiguado por el anonimato, y también al rozarse con otros le parecía compartir la culpa. Estuvo en la plaza —media docena de puestos con pequeños sacos de leña y carbón, con patatas viejas, coles, cebollas y escarolas— y en las colas de reparto del aguinaldo por la Hermandad de la Falange. Casi no comió. Pasó la tarde en casa pegado al marco del balcón, mirando la neblina y a ratos dialogando con las sombras, mirando retratos familiares o sus cuadros de antes del ingreso en Bellas Artes. Pensó en entregarse en el cuartelillo improvisado en la casa del médico republicano, en la trasera de la catedral.

Y ahora era otra vez de noche. Y miraba el río desde el puente y pensaba que tampoco triunfaría en aquel estudio que él se había imaginado tantas veces, con su claraboya circular y habitación en el altillo, con moqueta azul cubriendo el suelo en la parte que no destinaría a taller y las paredes tapizadas de una gruesa tela bistre. Pensaba en el pasado, en el día que su padre lo llevó a esquiar, y pensaba también en el futuro tan borroso e incierto, pero sin que dejase de aparecer esa imagen, nítida porque la había imaginado tantas veces: mirando desde su ventana aquella plaza, entre Pigalle y el Sacré-Coeur, en la que se respiraba una atmósfera particular alimentada por los pensamientos de los artistas.

Empezó a tiritar. Y a llorar discretamente. Todo podía ser tan sencillo: poner el pie en el hueco de aquella caracola de forja en medio de la barandilla y tomar impulso. Estaba en las afueras; no había paseantes, nadie llegaría a tiempo. El perro seguía dándole golpecitos.

Se oyó un ruido de frenos tras el destello de los focos. La camioneta se estrelló al final del puente contra el transformador de luz. Dejó de mirar el agua y se acercó. Se había abierto la puerta del conductor. Semicaído, con medio cuerpo fuera de la cabina y sangrando por la cabeza, reconoció al soldado alemán. Lo bajó y arrastró con cuidado hasta dejarlo apoyado en la pared, al lado de la placa del hombre abatido por un rayo. Con el mismo pañuelo que el accidentado llevaba al cuello —un pañuelo grande a rayas azules y rojas, como de boy scout— le hizo un turbante para detener la sangre y lo tapó con su abrigo. Corrió a pedir auxilio. No había nadie a la vista. Pero a los pocos minutos apareció otro coche militar, con soldados que volvían hacia el aeródromo. Cuando llegaron al lado del herido éste le dio las gracias insistentemente: «Danke, danke». El perro estaba ahora acostado cerca de él; parecía haber cambiado de bando. Al otro lado del río la estrella errante del árbol brillaba inmaculada, tersa. Luces blancas empezaban a descender desde el cielo. Con calma, mansamente, relajadamente, volvía a nevar.

[EN PORTADA: detalle de una obra de Simon Hantaï, parte de la exposición Peinture (Écriture rose) (1958-1959) / À Galla Placidia (1958-1959)]


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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