Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (19)

Registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago, del murmullo del mundo, la luz increíble, en las honduras del fregadero, del agua azulada que deja la lombarda cuando se la lava; el fulgor de la nieve en las montañas o la angustia de un vecino ante una vieja fotografía suya.

/ texto de Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas /

El relato de un vecino con el que hago camino hasta llegar a casa. Encontró hace poco una antigua fotografía suya y apenas se reconoció en ella. Joven, delgado, apuesto, con un bigotito de cremallera, como de gallo conquistador. No lo soportó y la hizo trizas: ¿Quién era ese? Ya no era él. ¿Lo fue alguna vez? Me va relatando estas sensaciones con un malestar en la voz y unos gestos como de repugnancia de sí mismo. La degradación de la edad lleva a esos confines: no admitir el resplandor que una vez nos invistió y que el paso del tiempo y sus pequeñas intimidaciones convierten en espejismo ingrato. En cambio, el cuerpo que se echa a perder pronto ya mantiene esa imagen de sí mismo para siempre. «No pasa el tiempo por ti; estás igual que la última vez que nos vimos», pueden decirnos. Es lo bueno de estropearse enseguida; no se echa de menos ninguna aproximación anterior a la plenitud. Justo lo contrario de la reacción de mi vecino, que rompe aquella foto porque es ahora cuando no se soporta.

En esta circunstancia que estamos viviendo, los pensionistas son los que tienen la seguridad económica pero son el grupo más débil, más propicio al alojamiento mortal del virus. En cambio, los jóvenes tienen la fortaleza y el vigor, apenas son rozados por el rayo letal pero no tienen expectativas laborales. Ambos colectivos se miran con recelo. Cada uno de ellos envidia lo del otro. O la seguridad de la salud o la seguridad del dinero. Es el enfrentamiento de dos debilidades distintas mientras dura y dura esta pesadilla universal.

El microcosmos de la cocina: Radio Clásica y una copa de vino siempre a tiro. Puerro y cebolla muy picados, fréjoles, patatas cocederas, zanahorias en rama, una punta de jamón, un pellizco de unto. Resbala la intimidad por el vaho fragante de los cristales. Caldo de invierno.

¿Por qué tantos comerciantes de esta ciudad parecen siempre dispuestos a reñir al cliente? Seguramente les fastidia que alguien entre en su establecimiento y merodee en torno a una posible adquisición aún insegura, que al final no se lleva. Y cuando se va de vacío, ellos recogen violentamente la mercancía y no terminan de asumir el fracaso de la venta. Les molesta ese servicio en balde; los ademanes forzados de falsa simpatía que han hecho, las palabras mimosas que exige la antesala de una venta. ¿Y todo para qué? Para nada. Pero ¿quién te has creído que eres tú? Sé de qué familia vienes, señoritingo. Eso deben de pensar luego en los comercios. Tengo pruebas. En las ciudades pequeñas, donde aún es posible el control social, la memoria atravesada provoca estas conductas residuales; un desagüe de aquel orgullo castellano que no soportaba bien eso de ponerse al servicio de otro.

VIEJOS AL SOL

«Háganme un sitio».
Propaganda: al fin sirves.
¡Culos tan fríos!

Fulgor de la nieve en las montañas. Las contemplo por el ventanal mientras voy escribiendo esto. Da en ellas el sol con su lengua inicial y así las pone, en ese entresueño encandilado que las hace fosforecer como si allí se amontonase, en feliz discrepancia, la luz que en diciembre se retira del mundo.

Curso habitual de muchas conversaciones de sobremesa: primero se habla de la corrupción política («Todos son iguales»), de la facilidad de obtener relaciones ventajosas para ganar dinero a toda costa («Ellos son los primeros que pasan de cumplir con la ley»). Unanimidad enardecida. Pero de pronto se impone un golpe de timón. Alguien debe pagar una factura de alcance y pregunta cómo podría esquivar, al menos, el IVA. Siempre hay soluciones. Entonces ya no se habla de corrupción —no interesa hacerlo—, sino de supuestos abusos fiscales del Estado («Es que siempre pagamos los mismos») que legitiman nuestra posibilidad de escamotear impuestos. Asentimiento general. Y alguien deshace por fin el nudo: «Déjalo de mi mano». Todos nos corrompemos conforme a nuestras posibilidades. Es siempre así.

El oleaje de la consternación. Cuando ella llega, arrasa con todo lo que a su paso encuentra: los gestos, la voz, el programa del día. Todo se detiene bajo el manotazo salvaje del dolor. Cae con su pez negra y pegajosa la noticia encima del alma, que no la esperaba. Y ya no hay sabores ni colores ni inmediatez donde protegerse. Solo el sobrecogimiento. Día 22. Un recuerdo.

LAS DICHAS SILENCIOSAS: SEMANARIO

(1) Bajo el guantazo de niebla, se vislumbran siluetas ambulantes por los juegos de senderos que llevan a La Candamia. Van en calma, viviendo mucho cada pisada, como sacando jugo espeso de la mañana. Detrás de cada una hay un perro, dispuesto a extraviarse en el trastorno desmelenado de la niebla con tal de ir donde vaya su amo. Domingo y la vida mojada.

(2) Ajena a todos, la niña empuña su caramelo de feria sin atreverse aún a meter en él la cara. Ella mira la nube de azúcar con la certeza de tener ante sí algo irreal, un resplandor vaporoso que hay que proteger porque no pertenece al mundo torvo de omisiones que caen hace tiempo sobre la vida. Lunes y miradas públicas de metal cansado.

(3) En el arenal del insomnio, entre espinas y brozas que parecen estorbar al sueño que no llega, el pensamiento arde sin consideración. Un exceso de conciencia arrastra todo hasta los últimos vértices del desvelamiento. Pero de pronto en la radio suena esa canción de David Bowie, Changes, una apuesta por seguir a la vida dondequiera que vaya. La memoria se cuadra entonces de otro modo. Es posible salir de esta noche, de su sopa de imágenes, con algo de ímpetu entre las manos. ¡Arriba, corazón! Martes y la tormenta obstinada de los bronquios.

(4) En el agua azulada —de un azul estremecido, casi ártico— que deja la lombarda cuando la lavo se concentra hoy para mí toda la dicha de estar vivo. Por un momento ese color domina el peso de la mañana en la cocina, pone su luz increíble en las honduras del fregadero y luego se va con alboroto y vértigo de gárgaras de agua. Me bastó su corta estancia para agarrarme hoy mejor a la vida. Miércoles, épica domiciliaria.

(5) Levantas la pestaña del buzón —hace años que no hay cerradura— y allí, agazapadas, las cartas. Todavía hay eso: palabras que vienen y van por itinerarios inciertos, voces ahí encerradas, noticias que desafían la dictadura de la comunicación inmediata y prefieren esperar así, coaguladas en la penumbra postal de los buzones, sin atreverse a entrar ellas solas en los domicilios. Jueves y últimas moscas confusas.

(6) Pensar en un niño. Querer ir de nuevo de la mano con él. Pero que sea él quien me conduzca sin reservas a los lugares aún no devastados de la infancia. Viernes y la vida cremosa: Álex.

(7) La felicidad de una mesa revuelta. Un cargamento atascado que en estos días me ha ido llegando en aterrizajes silenciosos. Ese libro de Theodor Kallifatides, otra vez conmigo; La moneda de Carver, que me pone inesperadamente al lado de viejos y queridos amigos extremeños (Álvaro, Ángel); tres números de aquella mítica revista, Poesía, que deja en casa Luis Marigómez para mí; el recorrido grave y sin concesiones de Eduardo Momeñe (We Were Not There) por los vestigios espeluznantes de una Europa bélica, de la mano de Jordi Doce; el poema anual de David Ferrer por estas fechas; un tesoro secreto de Chirbes; aquella novela de la siempre viva Adelaida García Morales; Ignacio Sanz y sus Voces remotas; el calambre sostenido en Aquel mar que nunca vimos, el emocionante relato de José Antonio Abella; el poema a José Diego que me ha regalado una mujer calígrafa a la que no conocía… Todo, todo me está esperando desde hace un par de semanas con su danza dormida de palabras. Sábado y luces súbitas en el aire.

EXIGUA

Noviembre. Oscurecer. Inofensivas
las cosas ya.
                        Las cámaras heladas
de la tarde dan paso a una cita
con lo oscuro del mundo.
                                      Profundos patios húmedos.
Jardines azotados por la pequeña devastación
de la anochecida.
                                   Todo se va ahora,
derramado y exhausto,
hacia un confín de ángulos adversos.

Pero mira. Una grieta de luz
salta todavía sobre el aliento indeciso
de la noche.
Exigua y temblorosa, su dentellada
de plata ilumina
la vida atardecida de los seres.
¿Lo ves?
Aunque la sombra espinosa de los años
vaya cayendo sobre todo lo tuyo,
viene un golpe de luz, exigua y rota,
a ayudarte por última vez a poner oro
sobre tus cicatrices, sobre los tejidos
cansados de tu cuerpo, sobre costras y pérdidas,
sobre el peso de los primeros nombres desplomados.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comment on “Los cuadernos pálidos (19)

  1. maricruzmartinez

    La casualidad hace que me encuentre con el poema ilustrado que una tarde hice de forma rápida. con tiempo hubiera sido mejor. Muchas gracias por apreciarlo.
    Mari cruz

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