Mirar al retrovisor

Llevarse a casa la cubertería de palacio: ¿una tradición regia?

Joan Santacana escribe sobre la huida de España de Isabel II tras la Revolución Gloriosa de 1868, y sobre cómo el pueblo español siempre ha sido benevolente con sus exmonarcas, sin que el sentimiento haya sido recíproco.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

El lector de este breve texto de la sección «Mirar al retrovisor» comprenderá pronto por qué escribo estas líneas en estos tiempos. Voy a referirme a la penúltima reina de la dinastía de Borbón que fue destronada en España: Isabel II.

Esta señora, como buena Borbón, es bien sabido que despreciaba a su marido, don Francisco de Asís, y la relación entre ambos esposos se había hecho insostenible, e incluso alguien aconsejó a la reina declararle impotente: «y la ley os apoyará», le dijo un fiel consejero. El ministro Benavides conferenció con el marido de la reina a fin de llegar a una reconciliación que salvara las apariencias, pero la respuesta que obtuvo fue que conocía el desamor de su esposa la reina y que él se había resignado a guardar las apariencias e incluso aceptaba que la Isabel tuviera «un privado», refiriéndose al general Serrano, pero que este le había insultado «con calificativos indignos». El regio matrimonio siguió ignorándose uno al otro y la reina fue fiel solo a la práctica del borboneo. Así, cuando la revolución amenazaba al trono, escribió al exiliado Espartero: «Nunca he olvidado los servicios que has prestado a mi persona y al país […] Ahora que las circunstancias son difíciles, necesito que vengas y que vengas pronto; no te hagas esperar. Te espera con impaciencia, Isabel». Y el general voló a su lado, dispuesto de nuevo a apuntalar el trono. Sin embargo, restablecida la situación dos años despues, le despidió la misma señora con esta frase: «Que lleves feliz viaje». Le había borboneado. Y es que el peligro había pasado. Estas dos anécdotas sirven para comprender la naturaleza de la reina.

Pero lo más significativo de la reina Borbón ocurrió el día que la destronaron, víctima de la corrupción y de su mal gobierno. El acontecimiento le sorprendió tomando las aguas en San Sebastián. Era septiembre de 1868. Cuando se convenció que la Revolución era dueña de España, solo pensó en cruzar el Bidasoa. Mientras, en Madrid, se constituía la Junta Revolucionaria al grito de «Abajo los Borbones» y en las barricadas se podía leer «pena de muerte a los ladrones» para evitar el pillaje.  En estas, los rumores alertaron a los revolucionarios de que un grupo intentaba asaltar el Palacio Real para saquearlo. Rápidamente, un grupo de paisanos se dirigieron el regio edificio, colocaron un gran cartel que decía «Palacio de la Nación custodiado por el pueblo» y se quedaron de guardia todo un día y una noche, sin recibir siquiera un bocadillo, hasta que hubo garantía de que no sería saqueado el patrimonio del pueblo. Aquel edificio, que había sido morada de una reina despreciada, se salvó del saqueo.

Pues bien, aquella misma noche, desde San Sebastián llegó ocultamente a la villa y corte un emisario que extrajo de palacio cuanta plata y alhajas halló, ya fueran del Patrimonio Nacional o propiedad privada de la ya exreina. Laureano Figuerola, hijo de Calaf, el que fuera padre de la peseta y que se encargó del Ministerio de Hacienda en el Gobierno provisional después de la Revolución de 1868, despues de examinar la situación de los bienes nacionales, declaró: «El honradísimo encargado de la intendencia de palacio desde 1840 en adelante, después de la salida de María Cristina —la reina madre de Isabel II—  afirmaba que había encontrado 700 estuches de cubertería y alhajas abiertos y vaciados […] las alhajas habían desaparecido; se encuentran ahora en poder de Isabel de Borbón, alhajas por valor de cuarenta y dos millones de reales, sacadas de Madrid y llevadas a San Sebastián y extraídas al extranjero […] pero las que dejó Fernando VII en 1833 —cuando murió— no importaban menos de 68 millones. ¡Todo esto ha volado ahora!». Cuentan las crónicas de la época que, cuando la exreina bajaba pausadamente las escaleras de palacio y se encaminaba al tren que desde la estación ferroviaria de San Sebastián le iba a conducir al exilio parisino, rodeada de una multitud significativamente silenciosa que observaba la escena, exclamó: «Creí tener más raíces en España», y se fue.

A pesar de esto, España siempre trató bien a sus exmonarcas, incluso cuando los destronó. Así, Isabel II, después de que tuviera que huir del país, vivió treinta y seis años en el extranjero gracias a las nada insignificantes sumas de dinero que le mandaban su hijo Alfonso XII y su nieto Alfonso XIII, hasta que murió. La exreina cobró, sin descuento alguno, por sus dotaciones como reina abuela 730.000 pesetas y, además, por una carga de justicia que le reconoció el Partido Liberal y le votó el Partido Conservador, 250.000 pesetas, y su marido otras 300.000.

¿Han comprendido porque me viene a la cabeza ahora esta historia?


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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