/ una reseña de Álvaro Valverde /
Verónica Aranda (Madrid, 1982) es filóloga, poeta y traductora. Además, se dedica a la gestión cultural, dirige una colección de poesía latinoamericana en la editorial Polibea y es una incansable viajera (ha vivido en Italia, Bélgica, Portugal, India y Marruecos) que frecuenta festivales de poesía en todos los rincones del mundo. Publica un blog: Poesía nómada. En la actualidad, prepara su tesis doctoral sobre la representación de la mujer en la copla y el fado.
Es autora de los libros de poesía Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces, Lluvias continuas, Ciento un haikus, Café Hafa, La mirada de Ulises, Otoño en Tánger, Épica de raíles, Dibujar una isla y Sin rumbo fijo. También de un libro de poemas para niños, Islas Galápagos, y de las antologías Inside the shell of the tortoise y Mapas, publicadas en la India (un país que conoce bien) y Cuba, respectivamente.

Ha traducido poesía de Yuyutsu RD Sharma, António Ramos Rosa, Maria do Rosário Pedreira, Clarissa Macedo, Firas Sulaiman, Michel Thion y Flaminia Cruciani.
Tiene en su haber numerosos premios: Antonio Carvajal de Poesía Joven, Arte Joven de la Comunidad de Madrid, el Antonio Oliver Belmás, Miguel Hernández, Ciudad de Salamanca y un Accésit del Adonais. Con el libro que vamos a comentar, Cobalto oscuro, consiguió el pasado año el Ciudad de Pamplona, que en la edición anterior había ganado Aitor Francos con Los días andan sueltos.
Como en otras ocasiones, Aranda conforma un libro unitario que, en este caso, reúne cuarenta poemas en torno a otros tantos cuadros, pintados todos ellos por mujeres. La intención reivindicativa está clara. En línea, pongo por caso, con Invitadas, la reciente exposición del Museo del Prado. No en vano Aranda representa a ese movimiento literario de carácter feminista que tanto auge ha cobrado en España. Me apresuro a recordar a Guadalupe Grande, que se nos acaba de ir, hija de dos poetas fundamentales: Francisca Aguirre y Félix Grande.
Intenciones al margen, lo importante, al menos para este lector, es que estamos ante un libro de poesía digno de tal nombre donde lo que prima es precisamente eso: la poesía. Que su autor sea mujer u hombre carece de importancia. Al menos para uno, insisto. Si lo señalo, polémicas aparte, es porque la llamada de atención está ahí: no es invisible.
El título de cada poema es el del cuadro en cuestión y debajo se nombra a la pintora (entre paréntesis) y la fecha de la obra. No pocas están reproducidas en el libro. En blanco y negro, eso sí. ¿Deberían haberse incluido todas? ¿Ninguna? A veces, verlas ayuda. Otras, la imaginación suple esa visión a las mil maravillas. Aranda pinta al fin y al cabo con palabras —léase «Bodegón de los ajos. (Isabel Quintanilla), 2004»—. Es más, el lector curioso puede establecer un juego e ir a Internet o a las enciclopedias a buscar tal o cual cuadro.
Cobalto oscuro se abre con citas de Simónides de Ceos, Zagajewski y Bignozzi. Según el griego, «la pintura es una poesía muda y la poesía es una pintura que habla». El polaco escribe: «La pintura es el arte de los sedentarios que se complacen en la contemplación de la tierra natal».
En el primer poema, «El juego de ajedrez (Sofonisba Anguissola), 1555», quienes juegan son mujeres y allí leemos: «En cada jaque mate/ se empoderan», un término tan actual como significativo.
La fecha de la obra, ya se ve, es temprana, pero la mayor parte son del siglo XX. Antes, ya se sabe, vuelvo a lo mismo de antes, la mujer estaba apartada de esas labores artísticas, o casi.
En el retrato de Lavinia Fontana de una niña barbuda (retratada por la pintora «con ternura») se denuncia el «drama de una estirpe:/ genes llenos de vello» que condenan a estas criaturas a ser «meros objetos de coleccionista».
El primer verso de «Judith decapitando a Holofernes», del XVII, impacta: «A veces el pincel es una espada».
Entre los motivos, hay varios bodegones. Muy hermoso me parece el de Clara Peeters, del XVII también, que empieza: «Nada perturba la quietud». La lírica se impone en poemas de una delicadeza y una sensibilidad llamativas.
No faltan las referencias a Oriente, como en «Flores de loto y aves», de Li Yin: «Todo al final del cuadro/ se hace caligrafía». Y, más allá, esa vocación de universalidad que caracteriza la poesía de Aranda.
El tenis: «sportsmen y sportswomen pioneros». «Su culto al ejercicio, a los viajes, al ocio». Estamos en el siglo XIX.
La mitología es clave en la pintura. De ahí, «Clytie» (de Evelyn de Morgan), la ninfa del agua enamorada de Helios, el dios del sol.
Todo es cuestión, acaso, de mirada. De interpretar lo que se aprecia y observa con todo detenimiento. Con la inestimable ayuda, es lógico, de la imaginación, que inventa o sugiere aquello que tan sólo intuimos. En ocasiones, relatos incluso. Como en «The breakfast tray», de Paxton. ¿Qué ocurrió en ese cuarto ahora vacío? Pasa otro tanto en «Moscú calle», de Goncharova, dos pintoras del XX.

El lenguaje para expresar lo que Aranda ve (y el lector con ella) es contenido, de meridiana claridad, sencillo incluso. Hay un toque didáctico que no estorba, de ahí que el libro pueda ser utilizado, previa selección de motivos, con niños y adolescentes para clases de arte. Y de literatura, por supuesto. Y en educación para la ciudadanía, si tal asignatura existiera.
En «Farm at Watendlath», de Dora Carrington, la descripción se impone. Con la debida naturalidad, sin estridencia.

En «Sur la route d’Anacapri», de Wegener, se desliza con sutileza el lesbianismo: «Gerda encuentra en Lili/ su ideal de belleza femenina». «Son marido y mujer».
Otro tema pictórico recurrente: las bailarinas, recordemos sin ir más lejos a Degas.
«Autorretrato en un Bugatti verde» (1925), de Tamara de Lempicka, es uno de los mejores poemas del conjunto. «Segura de sí misma,/ el motor deportivo despierta su deseo./ Va a acelerar en dirección a Lesbos,/ en dirección al Futurismo/ o al altar de algún dios de los inventos». Termina: «Cuando apague el motor, estará a punto/ de irrumpir el fascismo».
¿Cómo olvidar los desnudos? Como el «reclinado» y lánguido de Valadon o el «frontal» y «andrógino» de Laserstein.
La representación española es amplia: María Blanchard, Maruja Mallo (en 1936, vísperas de la guerra civil), Ángeles Sánchez Torroella (hermana del poeta Rafael S. T.), Remedios Varo, Amalia Avia (excelente su «Afueras de Lisboa») y la mencionada Quintanilla.
Tres grandes, en páginas sucesivas: la norteamericana Georgia O’Keeffe y «Summer days» («Que el verano no acabe»); la mexicana Frida Kahlo, un emblema del feminismo, autora de «Autorretrato con collar de espinas y colibrí» (que me recuerda el poema final del último libro de la colombiana María Gómez Lara que lleva por título el nombre de esa famosa mujer); y la inglesa Leonora Carrington y «La giganta».
La familia es otro asunto que afecta decisivamente a lo femenino y que no falta en la pintura. Así, «Cena familiar», de la citada Sánchez Torroella («La familia burguesa/ se ha transformado en una tribu/ de brutos hambrientos»), y «Portada de familia», de D. Tanning («Es la familia sacrosanta/ donde la esposa tiene/ rostro de niña asustadiza/ pidiendo protección»). La identidad de género. La denuncia.
Siendo Aranda tan portuguesa, no podían faltar pintoras lusas. Y qué pintoras: Vieira da Silva (de su «Jardin bleu» se toma el título de este libro, por cierto) y Paula Rego (con su Blancanieves).
En «Estrategia», de Saville (quien dijo: «Pinto carne porque soy humana»), «un desnudo imperfecto con su abdomen caído». «Heredera de Rubens». Un poema contra la perfección de los cuerpos y la delgadez, esa tiranía de las mujeres contemporáneas tantas veces puesta en evidencia.
No hace falta recurrir a la archiconocida locución latina Ut pictura poesis («la pintura como la poesía») para poner en evidencia la estrecha relación que se establece entre ambas artes. La historia de la literatura está llena de ejemplos sobresalientes. Aranda resuelve con nota la situación y nos ofrece un puñado de poemas dignos de ser leídos y, además, disfrutados. ¿Se puede pedir más?
Selección de poemas
Bodegón con melón
(Paula Modersohn-Becker), 1905
El estío penetra en la cocina
de la casa de campo,
y todas las escalas de naranja,
del pálido al rojizo,
avivan la solemne sobremesa,
la fuente donde aguardan
jugosas nectarinas.
El melón, ya partido,
vence una castidad tan persistente
que hay un tenue dulzor
previo a la fruta.
Autorretrato en un bugatti verde
(Tamara de Lempicka), 1925
Se retrata al volante del Bugatti,
casco y guantes de piel,
la mirada azul opio
y un pañuelo flotante.
Insinúa, quizás,
que encontrará la muerte entre las llantas
como Isadora Duncan;
El extremo del chal,
¿vuelo o mortaja?
Segura de sí misma,
el motor deportivo despierta su deseo.
Va a acelerar en dirección a Lesbos,
en dirección al Futurismo
o al altar de algún dios de los inventos.
Rompe la adrenalina
como una piñata.
Parece que no hay nada más allá
de practicar deportes
y dominar el mundo.
En la velocidad
se despoja de máscaras,
tan dueña de sí misma,
frívola y displicente,
heroína instalada en la carrocería.
El futuro que ruge
en forma de motor,
le hace sentir completamente libre,
le hace recorrer la Costa Azul.
Con ese verde eléctrico culmina
una década entera;
el adjetivo loco hará cortocircuito.
Cuando apague el motor, estará a punto
de irrumpir el fascismo.
Desnudo reclinado
(Suzanne Valadon), 1928
Hay una languidez
previa a la carne.
Tras el baño caliente, la mujer
se ha reclinado en el diván asiático
de seda verde espuma.
Seca por las rodillas y los hombros
esas últimas gotas.
La luz de mediodía
se detiene en los pliegues de su vientre
y baja por sus piernas de funámbula.
Tiene el desdén sereno
de la artista de circo
que una noche cayó de las alturas.
La giganta
(Leonora Carrington), 1946
La diosa lunar
nunca cazó unicornios.
Salen gansos salvajes
de su túnica roja,
donde bestias fantásticas conversan.
En el fondo marino
se multiplican los cangrejos,
algas, respiraciones de ballena;
todo se convulsiona
en busca de un diluvio universal
que aniquile el dolor.
¿Del huevo plateado que custodia,
brotarán rododendros?
Blancanieves jugando con el trofeo del padre
(Paula Rego), 1995
Junto a una cabeza de venado,
se hace presente Blancanieves.
Toma el trofeo y el sillón del padre,
prueba la autoridad, se muestra indócil
con su vestido blanco de satén.
Toma la muerte expuesta, rematada
con dos ojos de vidrio,
sujeta al animal por la pala del cuerno.
Unos segundos antes del disparo,
atravesó un pomar.
Bodegón de los ajos
(Isabel Quintanilla), 2004
¿Cómo hacer una sopa
para una cena solitaria en mayo?
Sobre el mantel blanquísimo
los ajos son destellos
de una espera sin fecha,
la coliflor es limbo.
El vacío se hace
íntimo en la pintura,
en las hojas del apio.
La vajilla heredada
hoy perfila presencias.
Por encima de todo,
la voluntad estética.
Por encima de todo,
la introspección,
la rosa contra el lino.
[EN PORTADA: Autorretrato en un Bugatti verde, de Tamara de Lempicka, 1929]

Verónica Aranda
Cénlit, 2020
64 páginas
10 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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