/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
El mundo de los niños se anuncia como el gran oasis de la inocencia y la pureza, poblado de unicornios de colores, casitas de chocolate y cielos de mermelada. Ahora bien, no se tienen para nada en cuenta, por ejemplo, las tremendas diferencias de clase y género en el acceso a los juguetes. La ingenuidad se pierde pronto al observar cómo otros se divierten con cosas que uno nunca podrá tener. Del mismo modo, la frustración de la niña que prefiere las espadas o la del niño que opta por las cocinitas ante el reparto de papeles naturales es mayúscula. Pero el Sistema utiliza su poder de persuasión, que es mucho, para que todos se adapten, desde la más tierna edad, al conglomerado heredado de tópicos e ideas recibidas. Los que alzan la voz frente a ese estado de cosas van a verse inmediatamente tachados de politizadores de la santa infancia y, faltaría más, del feo vicio del adoctrinamiento. Porque al parecer, una materia como educación para la ciudadanía, cuya pretensión era combatir los prejuicios y estereotipos existentes contra ciertos grupos sociales, adoctrina. En cambio, que la enseñanza de religión católica (¡impartida en establecimientos públicos de un Estado aconfesional!) sea evaluable es de lo más normal. No olvidemos que su influencia en la nota media es un chantaje ejercido sobre padres y alumnos. Al garantizar una calificación alta en esta asignatura, cuyo peso es idéntico al de matemáticas o lengua, obliga a numerosos estudiantes a escogerla. La mayoría de las veces las opciones alternativas implican trabajar más y no aseguran un buen resultado. Esto sirve para que la jerarquía eclesiástica, sus monaguillos y sus palmeros nos restrieguen el elevado porcentaje de aquellos que la eligen. ¡Miserable milagro! Es uno más de esos que tanto gustan en las esferas eclesiásticas. Los ciegos oyen, los sordos andan y los paralíticos ven. Pero eso no debe de ser adoctrinamiento: será que somos unos malpensados. Por lo visto, tampoco cae en pecado tan execrable fundamentos de administración y gestión, que se encuentra entre las optativas del bachillerato. Al igual que la economía que se enseña en algunas de sus ramas, se caracteriza por un programa que presenta como única visión posible la neoliberal. Una clase de economía política constituiría una intolerable intromisión política, mientras los partos mentales de la Escuela de Chicago y la Mafia de Berkeley van a misa.
A principios de los años setenta del pasado siglo, el chileno Ariel Dorfman y el belga Armand Mattelart publicaron Para leer al Pato Donald. Como el subtítulo Comunicación de masas y colonialismo anunciaba, se trataba de un estudio sociológico en torno a las nefastas consecuencias del imperialismo cultural. La reacción de los voceros del establishment no se hizo esperar. La prensa conservadora chilena, que en apenas unos meses iba a promover y apoyar el sangriento golpe militar, lo presentó como evidencia del infame designio izquierdista de politizar el paraíso infantil. Desde la agencia Associated Press hasta el amarillista France Soir, ese par de rojos que habían osado cuestionar las impolutas intenciones del tío Walt recibieron toda suerte de improperios. El libro levantó tantas ampollas porque es una denuncia de cómo nada escapa a la ideología. Y desde luego tampoco la niñez, ya que los muñidores y mamporreros del orden establecido saben que es una etapa decisiva en la formación de la personalidad. Son ellos quienes pretenden moldear esa arcilla según los intereses del Poder, que son los suyos propios. Y a fe que en muchos casos lo consiguen, pues la presión es tan enorme que el nacimiento y supervivencia de un espíritu crítico es un triunfo en toda regla. Y si el bloque hegemónico puso tal celo en tildar de herejía la duda sobre que las publicaciones y películas Disney fueran una sana diversión inocente, es porque se vio pillado in fraganti. Como los autores subrayan, «mientras Donald sea poder y representación colectiva, el imperialismo y la burguesía podrán dormir tranquilos». Hay materia para investigar el racismo, la xenofobia, el clasismo y el sexismo inyectados en dosis homeopáticas, especialmente en revistas y cortos del emporio. El personaje del Tío Gilito, conocido en Chile como Tío Rico, es una apología del titán de los negocios, a pesar de las apariencias. La ausencia de padres y madres en ese universo es muy reveladora. Todos son tíos y sobrinos. Se podría hablar largo y tendido de este libro, auténtico paradigma de cómo es posible desvelar la insidiosa toxicidad escondida en productos presuntamente libres de toda sospecha.
A modo de ejemplo de lo ingenua que realmente era la industria Disney, basta observar la plancha que figura en la introducción. En una escuela, los sobrinísimos asisten entusiasmados a la arenga de su maestra: «Ahora jugaremos a que todos somos grandes hombres de negocios». Por supuesto Hugo, Paco y Luis, como se llaman en Chile, se apuntan sin pensárselo dos veces. Uno dice «¡Yo quiero ser banquero!», el segundo «Y yo comerciante», pero es el tercero el que más claro lo tiene: «Yo seré un gran terrateniente con muchos terrenos para vender». El resto de la página desarrolla el juego de la compraventa de fincas. La última viñeta muestra a la profesora ejerciendo el filantrópico oficio de enseñar a los patitos cómo se rellena y firma una escritura. He aquí clases amenas y divertidas, aptas para cultivar la inocencia e ingenuidad de los alumnos, todo un canto a la preservación de la pureza de la infancia. Eso no es adoctrinamiento, ni politización, ni nada de nada. En cambio, que un profesor promueva un debate en clase acerca de la foto del pequeño Aylan muerto en la orilla de una playa turca es un atentado inadmisible contra las tiernas mentes de nuestros niños. Algo huele a podrido y no es, o al menos no sólo, en Dinamarca.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
0 comments on “Falsa inocencia”