/ La jaula / Javier Sánchez Menéndez /
(Este texto está dedicado a Julián Cañizares)
Se sigue contemplando a través del cristal. La contemplación acerca a la creación, al lujo de atender, a la ardua pasión por entender, nunca satisfecha. Un cristal muestra la naturaleza en su esplendor, nos la enseña a través. Todo cuanto puede contemplarse puede atenderse. Entender es más complejo, el fruto en su madurez, el amor a la verdad, sin velo.
No hospedan el yo poético y el yo filosófico, tan solo alberga el entendimiento, con su pobreza y su frío, con su hambre y su necesidad. Sócrates, Platón, Hölderlin se sirven de Diotima, Lucrecio diviniza a Epicuro. Poetizar, fabricar, filosofar, se alejan de la creación.
Seguimos contemplando. Damos un paso más y ahora atendemos. El reflejo del agua en los cristales nos aleja, pero también nos retiene, nos reconforta. Seguimos contemplando. La luz muestra el camino. Como escribió Lucrecio: «Que en ingenio venció a la raza humana, y eclipsó todos los brillantes genios». Es el amor quien acerca los árboles, las plantas, los pájaros, las nubes, las piedras. Es el amor quien determina.
El amor no debe ocultarse, debe manifestarse. El amor debe ser en sí. Todos pueden contemplar. Todas las personas pueden atender. Todos pueden contemplar y atender, aunque no lo hagan o abandonen la realidad al antojo de un para sí, que nunca será para nosotros.
En sí o para sí, y decidimos siempre en sí. Con el entendimiento. Como abrir la ventana y respirar. Dejar que el agua manche nuestro rostro, nuestro cabello, nuestras manos, todo nuestro ser. Abandonamos el prólogo para entrar en la esencia. Olvidamos el yo, todos los yo que existen y que, tras muchos intentos, ya han resultado abandonados.
Y cuando abrimos la ventana se nos abre la entrada al laberinto. El paso previo al entendimiento. Porque entender es escarbar la tierra con las manos, removerla y fundirnos en ella, y con ella existir en nuestra propia esencia. Es escuchar y respirar a la naturaleza, hasta su plenitud.
No existe el ojo del alma ni el ojo del cuerpo, disponemos del ojo del ser, el ojo de la naturaleza que se nos manifiesta, y el que siempre ha estado presente, el que siempre ha permanecido en la naturaleza.
Abrimos la entrada al laberinto, saltamos por la ventana para mancharnos, para saciarnos, para oler las virtudes del alma, de la naturaleza, para destruir el para sí y el para mí que nos invade. Buscamos solo en sí. Abrimos. Nos ampara la providencia. Nos acoge la divinidad del alma, participamos en la visibilidad del alma, comenzamos a ser naturaleza.
Decía Lichtenberg: «Cuanto más sabios se vuelven los humanos, tanto más se miran en las obras de la naturaleza». Más adelante, prosigue: «Todo pensamiento es en sí mismo algo, tanto el equivocado como el verdadero».
No existe el yo poético ni el yo filosófico. Existe el yo lector, el yo contemplador. Y con ello las personas poseen de suficiente cantidad y calidad para sobrevivir, poder soportar su existencia, poder sobrevivir a su existencia.
La contemplación, en sí, es una provocación, como una resurrección. Y no debe motivarnos reformas esenciales. Debemos seguir siendo expresión, y alimentarnos de las fuentes que esa contemplación nos impregna.
La vida humana plena debe ser fusión, la fusión que se logra en el camino que transcurre desde la contemplación hasta el entendimiento, pasando por la atención.
La vida humana plena posee más intensidad que duración, más proporción que fundamento, más concepto que expresión.
La naturaleza está ahí, siempre ha estado ahí, y debe permanecer siempre ahí. La naturaleza debe ser palabra, la palabra del ser humano fusionado en su energía, porque la palabra es esencia, la palabra es esencial en sí.
La palabra es poesía solo si la palabra es cosmos, solo si la palabra es entendimiento, solo si la palabra es profecía.
La palabra explica las matemáticas, explica la cosmogonía. La palabra explica la música, explica la providencia, cuya base es la armonía.
Palabra. La palabra es contemplación, es atención y es entendimiento. La palabra es la esencia de lo finito y de lo infinito. La palabra es la esencia de la nada, del todo, del logos, de la armonía. La palabra es en sí.
[EN PORTADA: Doble retrato del artista y su esposa, de Vilhelm Hammershøi (1911)]

Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964) es poeta y ensayista, su último poemario publicado es El baile del diablo (Renacimiento, 2017). De su poesía se han publicado tres antologías en España y una en Colombia. Autor de varios ensayos, destacamos El libro de los indolentes (Plaza y Valdés, 2016). Ha publicado cuatro libros de aforismos: Artilugios (2017), La alegría de lo imperfecto (Trea, 2017), Concepto (2019) y Ética para mediocres (2020), y la obra Para una teoría del aforismo (Trea, 2020).
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