/ por Moisés Mori /
Las formas del mundo, el nuevo libro de poesía de Fernando Menéndez (Oviedo, 1966), lleva como epígrafe una cita del fotógrafo Robert Doisneau («Sugerir es crear, describir es destruir») que parece indicar una dirección, la ley a la que el libro se acoge. Y, en efecto, los cincuenta y ocho fragmentos en que el texto se divide son poemas breves, en prosa, de un álbum en cuyas instantáneas apenas se dibujan las figuras y donde los distintos elementos que integran los poemas se encadenan sin estridencia pero sin necesidad de explicaciones. No hay, pues, en estas prosas descripción, narración o sentido cerrado, sino suaves relieves, manchas, enunciados incompletos, líneas de fuga. Por tanto, el paso de una pieza a otra tampoco sigue otra lógica que la propiamente poética, y el conjunto, antes que una historia, esboza solo perfiles, traza en definitiva un flujo de formas.
Son las formas de un mundo próximo, cercano al poeta que lo evoca. Pero en la medida en que el discurso certifica su potencia interna, responde también de algo superior (el mundo); es tanto lengua particular e íntima como escritura extraña a sí misma.
En ese pequeño universo subjetivo se destaca un espacio más bien cerrado (casa, habitaciones, grifo, taza, cama…); palpita ahí un tiempo presente que se mide con la constancia y el escrúpulo de una obsesión o un diario nervioso (seis horas, amanecer, semana, cuatro de la tarde, noche, tres minutos, mediodía, relojes…). Salir o entrar, quedar, regresar o cruzar la puerta son, por tanto, acciones corrientes (aunque muy señaladas) que cualquiera podría cumplir, y tanto quien parece ausente, intermitente o esquivo como ese ser un tanto somnoliento, con tendencia además a cerrar los ojos (Es cerrar los ojos, mirar con los ojos cerrados, 23), que cobra a veces apariencias animales (animal nocturno y manso) o hasta angélicas y despiertas (ángel que abre los ojos), alguien en cualquier caso que se mueve inquieto en ese ámbito, en esa casa (la capital más alejada de la felicidad), la zona cero de un texto en el que tampoco faltan efectos de una guerra, la dolorosa posguerra y hasta alguna incruenta y doméstica batalla.
No obstante, el libro se abre con música y un ritmo vital cotidiano, el tono prudente y contenido propio de quien no busca deslumbrar con aspavientos, lo extraordinario:
EMPEZAR y acabar la semana con la misma canción. Obsesionarse con ella. Tararearla por la calle, en casa, en el trabajo… (13).
Es la música del infinitivo, de un verbo sin marca de persona. La primera imagen elude o vela las caras, conjuga así la sugerencia; de hecho, esos cuatros infinitivos de la fotografía inaugural ya empatan con la cita y el espíritu de Doisneau (sugerir, crear/ describir, destruir). Tal indeterminación no se sostiene sin embargo indefinidamente, y ya en esta primera página (los poemas nunca se desbordan, apenas ocupan unas líneas) asoman pronto, aunque sin desvelar sus rostros, dos personas gramaticales, incluso un principio de diálogo entre ellas: Le preguntó hasta cuántas veces seguidas podría escucharla. Nunca las cuenta. No da importancia a la cifra… (13).
La tercera persona domina en estos primeros poemas, pero raramente se identifica, y podemos preguntarnos cuántas veces seguidas él se refiere a un mismo él y no a otro él, o cuándo ese índice del verbo corresponde a ella… Pues entre los infinitivos siempre latentes e imprecisos (Cerrar los ojos. Defenderse del porvenir, 15), con la misma ambigüedad, las personas de una acción o entorno cualesquiera (se prefiere el tiempo presente) pocas veces (Ella lo sabe, 20; Menos para él, 24) llevan su género marcado; los pronombres tienden a eclipsarse (Come granos de café, 18; Se queda, 25).
De modo que cuando al fin se manifiesta en el texto la primera persona del singular (Aún recuerdo los coágulos de tinta…, 28), y aunque precisamente en ese párrafo vuelva a oírse música, una canción como en la primera página (Hay una canción que me acompaña, 28), se produce entonces más bien desconcierto que seguridad; dudamos en atribuir ahora aquella pegadiza canción que abría el libro, aquel continuo tararear, a este mismo sujeto, incluso aunque en el fragmento siguiente ese yo añada y asegure: Tengo una nueva canción que no convoca pesadillas (29), lo que autorizaría una posible evolución desde las obsesiones primeras a esta música menos cargada o conflictiva y, en consecuencia, un paso desde aquella impersonalidad entre infinitivos a la acreditación ahora de un yo que aún se reafirma en el poema siguiente (me miré), si bien, y en el mismo acto, él mismo apenas se reconoce y pone en duda su identidad: Me miré en un espejo: un hombre mayor, escondido en una gabardina (30). En fin, no puede confiarse en los adormecidos, en quienes cierran los ojos. Una página más, un fragmento brevísimo y completo:
DESTAPAR la garganta de un grifo, tocar las entrañas de su pequeña tubería. Cortar con un motor el azulejo a destono. Quedarse desnudo para la desesperación. (31)
A este fontanero improvisado al menos le vemos bien el género (está desnudo), pero la música recurrente de los infinitivos lo desdibuja una vez más; su escritura (como los coágulos de tinta) es mancha que más bien emborrona, despista y no desatasca: destapar, desnudo, desesperación; también destono difumina y a su vez matiza, no desentona.
En resumen, Las formas del mundo despliegan un álbum de instantáneas desordenadas y más bien indefinidas, espacios entrecruzados por los que sus habitantes (Los habitantes de las fotografías, tituló Fernando Menéndez uno de sus anteriores libros) se mueven libremente, se superponen y confunden. Quedan (rasgos que se mantienen en todo el volumen) las siluetas, la tensión de las emociones, la escritura, un estilo seguro de sí, el enunciado conciso (y hasta lapidario), la yuxtaposición con punto y seguido, la ropa hasta el cuello, un trabajo solícito, amoroso, sentencias que a veces apuntan a metáforas, nunca puntual, o el ser copulativo que se elide, memoria, grupos nominales en frase yerma, agua y terquedad de pensamiento, quiebros cargados de intención, pájaros, lejía, oralidad deliberada, conciencia de la precariedad, miedo, hartazgo, columpios, un norte interior, los neveros son ropa abandonada, enunciados fragmentados y dejados a su suerte de inocente anacoluto, paraísos soñados y biografías imaginarias, el peor dolor, lentitud, migas de papel, ensueños…, nuestro tiempo.
En torno a ese tiempo presente (teme; sale; le molesta; come…) giran marcas pronominales, el más frecuente él y su compañera ella. Pero ninguna otra precisión en esta primera rama que estamos comentando; ni siquiera un nombre propio de lugares o personajes célebres; Venecia, Merlín, Toulouse, César o Abraham aún nos aguardan. Sin embargo, sí es posible decir nuestro, señalar acciones y movimientos de un tiempo compartido y muy inestable; entrar, retrasarse, regresar, las puertas de un mundo o casa: La última palabra. En el suelo arenoso de los columpios oxidados. Nuestro tiempo es como ellos cuando chirrían al balancearse (22). Temores y canciones, amores y desvelos pertenecen a ese tiempo enrevesado que se balancea entre barro, moho, deseos y sombras. Desde la oscuridad. Quizá dejar el barro sin formas e inventar una biografía más (24). Y el poeta crea las formas del mundo, los distintos trozos del mundo, se modela a sí mismo con palabras.
La relación entre el mundo y la palabra, entre formas y poesía, es constante en el libro, a tal punto que podría inventariarse un vocabulario de bolsillo con voces pertenecientes al campo de la escritura y la literatura (mayúsculas, papel, borrón, idioma, bilingüismo, letra pequeña, cursivas, tinta, libro, lenguaje, relato, canto, líneas, lirismo, épica, eufemismo, poética, página, trazo, romántico, narración, manifiestos, apologías palabra…). No obstante, las referencias a los términos que componen el título de la obra (trozos del mundo; rincón del mundo; barro sin formas) se saltean más bien entre las primeras páginas (y la dedicatoria: A Mate y a Paula, las nuevas formas), como si el autor, queriendo o sin querer, dejara asomar la idea clave de su proyecto desde el principio. Escribe: Como con la palabra, hay que saber agarrar los distintos trozos del mundo: el copo de un niño, el aguacero de un amor, 19). Trozos que (sugerir, crear) se ensamblan libremente, se entretejen y dispersan: un aguacero sin copos, el amor de un niño. Y amaga un «siempre» (25).
Fernando Menéndez adelantó una parte de Las formas del mundo hace ya veinte años: publicó entonces (Nómadas, Oviedo, 2001) y con ese mismo título una plaquette donde se recogían los diez y nueve primeros poemas o fragmentos que ahora (Varasek, Madrid, 2020) han pasado a formar parte del texto definitivo. Aquellos primeros poemas se han mantenido sin cambios (salvo correcciones mínimas, insignificantes) en esta nueva edición (páginas 13-31). Pero Las formas del mundo que hoy reseñamos es ya otro libro; no solo porque se haya aumentado en más de dos tercios, sino porque su mundo también ha ganado dimensiones y profundidad; se ha abierto el diafragma.
Con todo, no hay corte alguno entre los primeros poemas y el resto del libro. Nuestro recorrido solo advierte ese hiato o costura virtual porque sabemos de la antigua plaquette, porque leímos en su día esa entrega con el mismo interés que siempre hemos seguido la trayectoria de Fernando Menéndez, que hemos celebrado Historias somalíes (1998), Un hombre porvenir (2008) o Penúltimo danzante (2013), por citar alguna de sus obras, todas ellas, por lo demás, en clara conexión estética entre sí y con Las formas del mundo.
Ciertamente, desconocemos por completo el proceso y tempo de escritura, cómo el poeta ha ido componiendo este libro a lo largo de los años; pero poco a poco el texto amplía la mirada, su ángulo, y aunque música y letra sigan siendo muy semejantes y se mantenga la unidad, el discurso va abriendo otros espacios y tiempos, nuevos habitantes, antiguas fotografías… Se ensancha el mundo, la casa es más grande. Y lo más personal se integra y cobra fuerza en lo histórico, entre los otros.
Todo ya estaba en germen y más o menos presente desde un principio, pero ahora gana relieve el método generacional (60), la pertenencia a esa cadena, la memoria, la transmisión y conciencia de esa misma memoria, la necesidad de ordenarla y darle un cuerpo. Y se perfilan así de algún modo figuras concretas, se las nombra (una madre de miedo plomizo, 33), por más que no sea explícita la voz que en cada caso dice madre (52), madre barbuda (38) o «padre mío» (43), quién habla entre las ramas del árbol genealógico. No obstante, en el contexto de expresiones como jamás se inclinó (55), enhebrando y sobre una tela (32), asentar dos ladrillos (34), tanto pecho florido en quienes fueron hombres (52) o tu sombra (55), se revela tanto la voz del sujeto poético como el fundamento último de la evocación: un tiempo y un entorno férreos, la verdad de esas vidas, lo que las ha determinado.
El pasado se hace presente. Son signos de la yerma Iberia (60), de un tiempo histórico e inconfundible: racionamiento (33), destierro (45), todo se aprovechaba (49) miedo (56)…, de quienes lo vivieron y padecieron (trabajo, pobreza, flores de noviembre), hoy ya ancianos (cuando no fallecidos o vuelto niños), viejos con canas, bastones e indeleble memoria. La voz del poeta se ajusta a la de los mayores; el texto es así una encrucijada de tiempos y memoria en donde cualquiera, como parte de una cadena familiar, de un mismo coro, puede coger la palabra (Trata de reconstruir una memoria austrohúngara, 32), hablar por sí mismo o desdoblarse en otro (por eso precisas recopilar eslabones, 60), compartir recuerdos (… caminábamos descalzos, 48) o ceder la tarea a quien mejor pueda hacerlo (que la madre allane la memoria con su sentido práctico, 61). En todo caso, y últimas palabras del libro: … Borrón de sepia que no pretende nostalgia (70).
Pues no importa tanto recoger los efectos que en el poeta hayan podido causar esos antecedentes —que a fin de cuentas lo han formado— como reconocer y rescatar aquel tiempo, a quienes le han precedido: defender su mundo y sus formas, su valor, sus canciones, su sufrimiento, la memoria. El pasado (recortó; hizo; tenía; todo se aprovechaba…) se recobra, pues, sin tristeza o melancolía, pero con toda vigencia (habla…, arrecia…, atraviesan sus ancestros trenes desconsolados…, se declama… blande exabruptos…, 40): se repasan imágenes de aquellas vidas, sus fatigas (del campo a la fábrica, el trueque de berzas y huevos, la ropa heredada, animales y humo, el pitido de Toulouse, resistir, sostenerse, una existencia de arrendatarios…), se tachan así en el mismo acto los amaños de Merlín y las fantasías de la historia oficial. Escribir es cantar y borrar.
Su eco se diluye con la historia oficial. Así que tuve que ser inoportuno. Robar flores por noviembre. Ensayar una rabia heredada. (59)
La rabia no es el mejor estado para la sugerencia, pero Las formas del mundo mantiene hasta el final sus propósitos. Es cierto que en la medida en que el poeta sale o se aparta de las confusas estancias de su laberinto interior, el texto también resulta más abierto, que se afinan las líneas, y hasta los poemas, como el que acabamos de citar íntegramente, resultan más escuetos y cortos. Pero ni la rabia se transmite al poema, ni los trazos se vuelven arrebatados o gruesos. Más bien pocas palabras, la sugerencia del que calla más que dice: Ayer vi que de la historia del mundo importa su cestería (51), que siembra puntos de luz y extiende un álbum de sombras: cesto de coles por manzanas y algún huevo (56). Y de orgullo: con catorce era ya un espolón de Abraham (34). Solo manchas. Ráfagas.
Escribir también es tachar, emborronar, cantar lo que no se sabe. Toda poética nace de un bilingüismo, se lee a en la página 60. Quizá nazca de dos lenguas, de la que canta con voz clara y de la que mancha, se ignora, oscurece y tacha. Y es así como en cualquier momento suena una música que ni siquiera se sabía que estuviera en la cabeza; como ahora llega la admirable poesía (sugerir, crear) de Fernando Menéndez.
Porque los animales abrevaban todos en el río, allí acudían los filósofos. A cuatro patas. Tocados con sombrero de copa, los presocráticos admiraban las rayas de las cebras, la piel ancestral de los rinocerontes (54).
Selección de poemas en prosa
EMPEZAR y acabar con la misma canción. Obsesionarse con ella. Tararearla por la calle, en casa, en el trabajo. Paraísos que duran un instante. Como la película de su vida segundos antes de despedirse. A oscuras. La única luz en los pestañeos del equipo de música. Le preguntó hasta cuántas veces seguidas podría escucharla. Nunca las cuenta. No da importancia a la cifra: signo de un idioma que desconoce.
PERSEGUIDO por el hábito, olvidó esa frontera que une y separa a la vez la noche del día. Así hasta que el deseo se vuelve siniestro como un cazador furtivo.
Alguien repara en el daño. La realidad no es esa pensión de poco precio.
La multitud es un dragón solitario, una bestia de mil idiomas poseída por el silencio. Puede un trazo anticiparse a desfiles de muchas páginas.
UN punto fijo, un aplazamiento de necesidades. La dureza de unas manos. Como con la palabra, hay que saber agarrar los distintos trozos de mundo: el copo de un niño, el aguacero de un amor.
EL paso marchitable camino de casa. La loza tenía un esqueleto acerado. Todo se aprovechaba. Que no faltase en la mesa sudor o ingenio. Limosna no.
LA era quebrada cuando los coches van camino de la niebla. Es vestirse con ropa heredada. Sostenerse. De pena en pena. Sostenerse. Sin yunta ni celosía.
SU eco se diluye con la historia oficial. Así que tuve que ser inoportuno. Robar flores por noviembre. Ensayar una rabia heredada.

Fernando Menéndez
Varasek, 2020
75 páginas
15 €

Moisés Mori (Cangas de Onís, Asturias, 1950) es autor de ensayos literarios como Escenas de la vida de Annie Ernaux (2011), No te conozcas a ti mismo. Nerval, Schwob, Roussel (2015) o César Aira y la silla de Gaspard (2019), así como del libro de poemas Arte y romance (2013), todos ellos publicados en la editorial KRK.
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