Mirar al retrovisor

Halcones y palomas: Cataluña, Cuba y la independencia

Joan Santacana analiza el resultado de las recientes elecciones catalanas.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /

Yo no soy un sesudo analista político: sólo un arqueólogo metido a profesor que entiende de pocas cosas. Sin embargo, me atrevo a escribir mi análisis sobre las lecciones de las elecciones catalanas de este mes de febrero de 2021.

Cuando se mira por el retrovisor, se observa que, digan lo que digan las analistas del sistema político español, lo cierto es que las posiciones del independentismo siguen subiendo. Una década de castigos, cárcel, máquina judicial a tope y presión económica no han servido de mucho. El independentismo sube por muchas razones, pero no olviden que los jóvenes que hace pocos años vieron irrumpir a la policía en sus colegios, romper mobiliario y expulsar a los que intentaban votar —legal o ilegalmente— hoy ya tienen 18 años o más, y votan. Esto explica este 3% de aumento. Y los viejos, los que vivimos el franquismo, los que aceptamos una transición imperfecta y dudosa, nos vamos marchando.

En los mentideros de la Villa se sigue afirmando que el bloque independista está cuarteado y se hunde. Cierto: está cuarteado, dividido, se odian entre sí; lo han hecho muy mal. Han predicado unos principios que ellos no han cumplido, han dicho que una declaración unilateral de independencia era la solución, han engañado y no tenían ningún plan para el día de después, excepto la fuga de algunos de sus dirigentes. Todo esto puede que sea cierto, pero ¿por qué haciéndolo tan mal siguen ganando votos? ¿Imaginan que ocurriría si algún día lo hicieran bien? En realidad, estos análisis simplistas de la realidad olvidan que, divididos o no, en sus cabezas, en su cerebro, ya no creen en España. El cambio de chip ya se ha consumado en las cabezas de mucha gente. Por esta razón el movimiento sigue adelante. Saben que algún día votarán en referendum el o el no, y ese día no estarán divididos.

Mucha gente en España se plantea la misma pregunta que se hizo Bush ante el islam: «¿Nos odian?», se preguntaba el presidente. Y también aquí mucha gente dice que los catalanes odian España. ¿Es odio? Yo diría que es desengaño; es haber perdido la esperanza de que cambien las cosas: ¡es desesperación! Y viene de lejos, de muy lejos. Algunos deberían releer la Oda a Espanya que Maragall escribió en 1898 con motivo del desastre cubano.

Es por esto por lo que, en dos décadas, el independentismo catalán se ha triplicado y ahora ya son mayoría en votos —en cabezas— y en sillas en el Parlament. Pero, al parecer, no son suficiente mayoría para que el gobierno de España se siente a escuchar y dialogar. ¿Qué mayoría hay que alcanzar para que hablen seriamente? ¿Quieren esperar diez años más para que crezcan? ¿O bien hablarán cuando ya no haya remedio?

Yo creo que no se sientan a hablar porque en el campo del unionismo hay también una división, fruto de años de luchas electorales: por un lado están los halcones, dispuestos a defender la mano dura, dispuestos a golpea, a utilizar la policía a fondo y, si no fuera suficiente, al mismísimo ejército. Son muchos y siempre votarán unidad nacional: los que antes votaban a la Alianza Popular de Fraga y después se pasaron al Partido Popular, para hacer una breve excursión hacia Ciudadanos y quedar quizás finalmente anclados en Vox. Ellos ya saben que en Cataluña no ganarán nunca mientras ejerzan de halcones: en realidad, son un tipo de aves migratorias que se van a Madrid después de anidar.

La otra clase son las palomas: votantes del PSOE, de Unidas Podemos y alguna que otra rara avis. Ahora están contentos porque la operación elecciones les ha salido bien, aun cuando saben que no es fácil que gobiernen. Se dan cuenta que los halcones son más duros y les amenazan por la derecha, pero esperan recuperar los votos que cedieron a Carrizosa y sus huestes. Y podríamos analizar también a los de Iglesias, las aves podemitas, que tienen cierta gracia para algunos izquierdosos e independentistas, pero falta saber hacia dónde se decantan al final del proceso.

Ante este panorama, ¿cuál es el futuro que nos espera? Para saberlo, hay que entender que no se puede afrontar el futuro negando las evidencias. España, durante las dos últimas décadas, de hecho desde el 23-F, aquel que dicen que fracasó, ha virado hacia un modelo cada vez más centralizado. Por ello, el problema de España no es el de Cataluña: el problema reside en que sin cambiar España no se arregla Cataluña, y si no se arregla Cataluña, no se arregla España. Cataluña representa una parte muy importante del territorio y la demografía, con una capacidad de exportación y de innovación muy significativa. La historia pasada demuestra que, si se desestabiliza esta parte del territorio, el resto funciona mal. Pero para afrontar el problema hay que cambiar muchas cosas en España. Y muchos se preguntarán: ¿qué hay que cambiar? Hay que cambiar todo aquello que fracasó ya en el pasado: en primer lugar, la Corona. Hay cosas que parece que ya no tienen remedio y la Monarquía es una de ellas. ¿Se acuerdan de que en 1997 se casaron en Barcelona la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin? ¿Se acuerdan de la popularidad del acto? La Monarquía gozaba todavía emtpmces de cierta popularidad; hoy, esta misma monarquía es aborrecida, no sólo en Cataluña, y las encuestas que el Gobierno debe de tener en la mano, con toda probabilidad lo expresan así y por ello no se publican. Y es que el monarca ha roto ya los puentes de una monarquía parlamentaria desde el momento que se pronunció a favor del 155. ¿Se imaginan al Rey de los Belgas o a la reina de los Países Bajos pronunciándose como lo hizo Felipe de Borbón? ¿Imaginan a la reina del Reino Unido de la Gran Bretaña pronunciarse sobre Escocia o Gales? A causa de aquel lamentable discurso real, al monarca le han sido imputados los atropellos subsiguientes, y ya no se recuperará fácilmente.

Todo esto arrastra más cambios en el modelo político español: es preciso reformar el sistema judicial y político, que huele mal, y modificar las competencias estatales, porque el régimen del 78 es prisionero de una oligarquía que premia a los políticos que le son adeptos con puestos en los consejos de administración. Esta oligarquía financiera, el famoso IBEX-35, es también parte del problema. Puede que la Constitución tuviera una vía de reforma, y seguro que se podía haber utilizado, pero ahora es una vía muerta. Y el abuso de la vía muerta no conduce a ningún lado.

Es todo esto lo que desilusiona y produce cansancio: la firme creencia que esto no es fácil de cambiar. Aquel griterío de a por ellos, que recordaba las despedidas de los tercios de la Legión cuando iban a combatir a las cabilas del Rif, allá por los años veinte del siglo pasado, no se han olvidado en Barcelona. Y en el Rif, todavía hoy, tampoco lo han olvidado. En fin, no ver el problema no va a solucionarlo. ¿Cuántas veces en España se ha querido minimizar o ignorar los grandes problemas en vez de afrontarlos? Y parece que no hemos aprendido mucho la lección del pasado.

Mi abuelo, José Mestre, que era un monárquico empedernido, devoto de Alfonso XIII, era también amigo de un general que ganó sus galones en la guerra de Cuba: el general Manuel Ruiz Rañoy, con quien hablaba de la Perla del Caribe. A mí, que era un mozalbete, me contaba historias cubanas y una de ellas fue la de la Paz de Zanjón, que acabó con la llamada guerra chiquita. Mediante esta paz, me decía, los rebeldes depusieron las armas; a cambio, Cuba aceptaba pasar a ser provincia española y el gobierno de España se comprometía a abolir la esclavitud. Pero, como él me contaba, el Gobierno español, una vez finalizada la guerra, no cumplió totalmente lo estipulado (la esclavitud no se abolió hasta diez años después), y fue así —me contaba mi abuelo— que «tuvimos que volver a la guerra, pero, esta vez, la perdimos. Había imbéciles que, cuando los americanos nos declararon la guerra, gritaban de júbilo en las Ramblas, y asaltaron el consulado americano. ¡Fue un desastre!». España llegaba tarde.


Joan Santacana Mestre (Calafell [Cataluña], 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención en museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña.

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