Crónica

La cuestión de los monumentos

Kirk Savage escribe sobre la 'revisión estatuaria' a que se asiste en Estados Unidos en los últimos años repasando la historia monumental del país, su reflejo de ideologías perversas y sus fracasos a la hora de conformar un paisaje estatuario genuinamente democrático.

/ por Kirk Savage /

Artículo originalmente publicado en Lapham’s Quarterly el 13 de julio de 2020, traducido al castellano por Pablo Batalla Cueto

El 9 de julio de 1776, cinco días después de la firma de la Declaración de Independencia, una muchedumbre de revolucionarios derribó, en Nueva York, el único monumento ecuestre de Norteamérica. Era una estatua del rey Jorge III, concedida a la desagradecida colonia por quien era su soberano por la gracia de Dios. La ira de los manifestantes de hoy parece leve en comparación con la furia de nuestros patriotas fundadores: éstos decapitaron la estatua del monarca depuesto, le cortaron la nariz, dispararon una bola de mosquete contra su cabeza y fundieron gran parte del cuerpo restante para fabricar balas para el ejército rebelde. Una porción del plomo de la estatua terminaría, así, alojada dentro de los cuerpos de los soldados británicos que defendían la autoridad divina del soberano. No mucho después, un nuevo George se convertía en cabeza de la nueva nación, oficialmente consagrada al principio del autogobierno del pueblo.

Pulling Down the Statue of George III by the “Sons of Freedom” at the Bowling Green, after Johannes Adam Simon Oertel, 1856.
Derribo de la estatua de Jorge III (Johannes Adam Simon Oertel, 1856)

En 1799, el fallecimiento del ciudadano George Washington inició lo que se convertiría en un debate recurrente sobre el papel de los monumentos en una sociedad democrática. Mientras se discutía apasionadamente sobre cómo conmemorar a Washington, voces prominentes proclamaban que el legado monumental de Europa, como el derrocado monumento ecuestre de Jorge III, era algo obsoleto, ajeno totalmente a los ideales progresistas de la nueva república. «Los monumentos no son buenos para nada», aseveraba el congresista norcarolino Nathaniel Macon en 1800: mejor estaría gastarse el dinero en enseñar a los pobres a leer, para que pudieran aprender la historia de Washington por sí mismos. En una nación en la que el poder político era concedido y retirado por el pueblo más que otorgado por Dios, los monumentos permanentes parecían carecer de sentido. Las estatuas de piedra o bronce hacían que la autoridad pareciera inevitable e inmutable, cuando lo que las democracias requerían era participación y adaptabilidad. El experimento de 1776 había sido, en esencia, antimonumental.

A John Nicholas, de Virginia, se le ocurrió la solución más sorprendente: en lugar de la erección de una estatua sobre la tumba de Washington, «una lápida lisa, en la que cada hombre pueda escribir lo que le dicte su corazón. Esto, y solo esto, fue la base de su gloria». No debía haber imágenes o inscripciones de ningún tipo: el contenido del laude debía ser generado únicamente por las personas que se comprometieron con el ideario washingtoniano. «Debe vivir en el sentimiento nacional». La idea de Nicholas se inspiraba en el proceso democrático, pero su retórica brotaba de las contiendas del momento, y en particular, del enfrentamiento partidista entre federalistas y jeffersonianos en torno al alcance adecuado del poder central. Nicholas se contaba entre las huestes de Jefferson: era un defensor célebrede la libertad de expresión y también un esclavista a gran escala, lo que hacía de él un ejemplo perfecto de la hipocresía fundacional de la nueva república.

En cuanto la retórica radical de aquel momento remitió, Estados Unidos pasó a adoptar aquella tradición monumental europea buena-para-nada. Las estatuas de Washington empezaron a proliferar e incluso el iconoclasta Nathaniel Macon ayudó a adquirir un Washington, con atuendo romano nada menos, para la capital de su estado natal. Tal oleada conmemorativa alcanzó un pico de petulancia en la estatua colosal de mármol con el pecho desnudo, inspirada en el dios Zeus, que el Congreso encargó a Horatio Greenough para el edificio del Capitolio en 1841. Ello es que incluso aquella estatua disparatadamente anticuada utilizaba a Washington para presidir un proyecto moderno: la expansión territorial implacable de una nación atravesada por el supremacismo blanco. Con figuras más pequeñas de Colón, un indio abatido y un sudamericano encogido en torno al trono de Washington, la estatua celebraba la conquista y exclusión de pueblos supuestamente inferiores.

Veinticinco años después, aquel proyecto nacional conduciría a las pérdidas humanas masivas de la guerra civil, el asesinato de Abraham Lincoln y el derrocamiento de un sistema esclavista con dos siglos y medio de antigüedad. Estados Unidos se halló ante otro momento de autoexamen profundo y esfuerzos por responder al llamamiento a conmemorar y a lidiar con un trauma masivo sin precedentes y la transformación social. El crítico William Dean Howells resumió el desafío como la «cuestión de los monumentos» en un ensayo de 1866 en The Atlantic. ¿Cómo ajustar la conmemoración del pasado reciente a las demandas del presente; a lo que Howells llamaba «el cambio que ha sobrevenido sobre las razas, la ética y las ideas de este mundo nuevo»? Mientras que algunos estadounidenses replicaban la vieja retórica jeffersoniana y llamaban a la erección de memoriales utilitarios, como escuelas u hospitales llamados Lincoln, Howells insistía en que cualquier memorial que se construyese debía incluir el Arte con a mayúscula, pero el único ejemplo al que podía aludir era una pequeña estatuilla llamada El liberto, figura sedente de un fugitivo negro haciendo una pausa en su huida hacia la libertad: consideraba que la hazaña de los soldados de la Unión sería mejor celebrada de ese modo que en forma de «un ejército en pie, de bronce y mármol».

The Freedman, by John Quincy Adams Ward, c. 1862. The Art Institute of Chicago, Roger McCormick Endowment.
El liberto, por John Quincy Adams Ward (c. 1862)

Una vez más, sin embargo, los monumentos públicos no estuvieron a la altura del desafío. En ninguna parte es ese fracaso tan flagrante como en el así llamado Memorial de la Emancipación, en Washington, originalmente erigido como Memorial de los Libertos a Abraham Lincoln al final de la Reconstrucción. Aunque los fondos para el monumento provenían de hombres liberados, en su mayoría soldados unionistas de las tropas de color, un comité de filántropos blancos de Saint Louis controlaba el dinero y decidía sobre el artista y el diseño sin consultar a los financiadores. Como el Washington de Greenough, el monumento así creado miraba hacia atrás, a una tradición obsoleta; en este caso, la imagen abolicionista prebélica de un esclavo desnudo y arrodillado, suplicando el reconocimiento de su humanidad. Mientras que El liberto había actualizado y empoderado a esta figura omnipresente, el Memorial de la Emancipación marchaba en la dirección opuesta, añadiéndole una figura de Lincoln de pie, sosteniendo la Proclamación de Emancipación, que venía a reforzar la vieja fórmula del salvador blanco y el esclavo indefenso. El monumento viraba hacia una época pretérita, anterior a la lucha de los afroamericanos por su propia liberación y su conquista de la ciudadanía y los derechos electorales. En la ceremonia de inauguración, el director blanco del comité para la erección del monumento hizo una confesión fuera de lo común: reconoció que el primer diseño de su monumento, que tuvo que ser abandonado debido a su coste, debería ser erigido algún día. Mostraba a un grupo de cuatro figuras negras de pie, que terminaban en un soldado uniformado. No mucho después, Frederick Douglass hacía un llamamiento similar en favor otro «monumento que representara al negro, no arrodillado como un animal de cuatro patas, sino de pie, como un hombre».

Photograph of the Emancipation Memorial, Lincoln Park, Washington, DC, 2010, by Carol M. Highsmith.
Memorial de la Emancipación de Washington, fotografiado por Carol M. Highsmith

El Memorial de la Emancipación fue un fracaso colosal a la hora de emancipar la imaginación monumental estadounidense de los grilletes mentales de una visión del mundo fundada en el dominio divino blanco. También acompañó a un fracaso político trágico: el repliegue de la nación de la Reconstrucción y su ideal de una sociedad interracial basada en la igualdad. Y este fiasco doble del monumento washingtoniano anticipó la multiplicación de estatuas confederadas, como la de Robert E. Lee en la Monument Avenue de Richmond (Virginia); multiplicación que vino a afirmar el dominio de las figuras representadas sobre la sociedad sureña contemporánea y las comunidades negras excluidas de ella. Los libertos negros que se habían enrolado en el ejército de la Unión, tumbado la esclavitud y financiado el Memorial de la Emancipación devinieron invisibles en este panorama conmemorativo. El «ejército en pie, de bronce y mármol» que Howells temía en 1866 se había hecho realidad en forma de estatuas de soldados blancos genéricos, que fueron proliferando en las ciudades grandes y pequeñas por igual.

A pesar de nuestra larga historia de cuestionamiento de la autoridad en el paisaje estatuario, ningún movimiento ha sido capaz de defenestrarla. La campaña en favor de memoriales vivos, utilitarios, tras la primera guerra mundial no lo fue de contener la riada de monumentos al soldado de infantería. El antimonumento abstracto de Maya Lin a los veteranos de Vietnam fue un digno sucesor de la lápida en blanco de Nicholas, pero acabó por generar un contraataque de estatuas realistas a finales de siglo. Ni siquiera el trauma del 11-S y el apogeo subsecuente de homenajes monumentales a las víctimas ha desplazado a la escultura figurativa del centro de la imaginación memorialística colectiva. En el Monumento Nacional para la Paz y la Justicia de Montgomery, la enorme estructura de bloques de acero suspendidos en el aire, con nombres de víctimas de linchamientos inscritos en ellos, posee una contraparte realista en un grupo de figuras negras encadenadas dispuesto a la entrada del sitio conmemorativo. A pesar de que el diseño de monumentos se ha vuelto más especial y experiencial en nuestro tiempo, la demanda de iconos escultóricos tradicionales sigue siendo vigorosa, especialmente para monumentos heroicos como el memorial de Martin Luther King en la Explanada Nacional de Washington.

Illustration of Maya Lin’s design for the Vietnam Veterans Memorial, with Maya Lin and Paul Stevenson Oles in the foreground, by Paul Stevenson Oles, 1981.
Ilustración del antimonumento de Maya Lin a los veteranos de Vietnam, por Paul Stevenson Oles (1981)

En nuestros días, por vez primera desde la era revolucionaria, asistimos a una revisión a gran escala de la tradición y el legado de las estatuas públicas. Si bien las protestas parecen dispersas, dirigidas tan sólo contra monumentos particulares a hombres e ideas perversos, el alcance nacional (y mundial) del movimiento plantea un desafío más profundo al sistema antidemocrático que encumbró en primer lugar a aquellos conquistadores, esclavistas, magnates ladrones y confederados. Nunca los monumentos han sido erigidos por la magia o por una suerte de consenso democrático: siempre son construidos por grupos pequeños vinculados al poder y con el objetivo de coadyuvar a sus propias agendas para el presente. La mayor parte de los monumentos dice más de sus creadores que de los sujetos históricos que tales promotores reclutan para su causa. No es, pues, de extrañar que la parte del león de la protesta antiestatuaria contemporánea provenga de la misma gente que fue excluida del proceso de creación monumental en el pasado. Sus intentos de corregir esa exclusión pacíficamente y dar a conocer sus puntos de vista son ignorados con mucha frecuencia. Y a falta de un proceso legítimo de compromiso público, la protesta es usualmente el único camino para amplificar sus voces en el paisaje monumental. Incluso así, pocas estatuas han sido realmente derribadas por muchedumbres, y muchas más lo han sido por las autoridades locales.

La respuesta de nuestro presidente actual vuelve a ser una directiva de arriba abajo, sin proceso democrático de ningún tipo. Su orden ejecutiva para un Jardín Nacional de Héroes Estadounidenses determina una colección de estatuas «vívidas o realistas», sin «representaciones abstractas o modernistas». Y aunque también prescriba unas pocas mujeres y negros por aquello de la corrección política, ni una una sola persona indígena —ni siquiera Pocahontas— aparece en la lista propuesta: un borrado muy acorde a una pseudoiniciativa presentada con fuegos artificiales en las tierras tribales sagradas del Monte Rushmore. Esta directiva francamente ridícula ha sido creativamente revisada por el estudio activista de investigación Monument Lab.

Ningún jardín monumental impedirá el ajuste de cuentas que estamos obligados a hacer con nuestras estatuas heredadas. Y cualquier ajuste de cuentas honesto redundará inevitablemente en eliminaciones. Sin embargo, el pensamiento binario —esculpir o no esculpir— no va a resolver nuestro problema o la opresión estructural que los monumentos robustecen típicamente. Si hay una idea que tomar de Nicholas, es que el esfuerzo memorístico de una democracia requiere un activismo continuo. Los monumentos existen porque el pasado «vive en el sentimiento nacional». El círculo que rodea la estatua ecuestre de Robert E. Lee en Richmond se ha convertido en un espacio de diálogo y activismo mucho más democrático que lo que nunca fue en los días de idolatría de la Causa Perdida de la Confederación. El Memorial de la Emancipación es ahora escenario de un debate muy intenso sobre la representación y la historia negra. Ambos monumentos podrían ser retirados a espacios curados, mientras que sus sitios originales podrían reinventarse en un proceso comunitario que se base en los activismos del presente. Monument Lab ha sido líder en reinventar el compromiso de la comunidad con la historia monumental, y la Iniciativa de Justicia Equitativa está utilizando su monumento antilinchamiento para promover un programa activo de «narración restaurativa de la verdad» en las comunidades donde se produjeron linchamientos.

La «cuestión de los monumentos» tiene muchas respuestas posibles. Los monumentos no pueden resolver ningún problema por sí solos, pero sus espacios pueden servir de plataformas para que un pueblo democrático se reenganche con su historia y, en última instancia, la transforme.

[EN PORTADA: Un grupo de estudiantes afroamericanos visita la estatua de George Washington de Horatio Greenough en el Capitolio, hacia 1899 (fotografía de Frances Benjamin Johnston)]


Kirk Savage es profesor de historia del arte y arquitecturaen la Universidad de Pittsburgh. Es autor de Standing soldiers, kneeling slaves: race, war and monument in nineteenth-century America y de Monument wars: Washington DC, the National Mall, and the transformation of the memorial landscape, así como editor de The Civil War in art and memory.

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