/ una reseña de José Antonio Llera /
Desde la publicación de Kamasutra para Hansel y Gretel (2007), la escritura de Ángel Cerviño se ha distinguido por explorar los límites y fronteras del lenguaje poético. Las líneas que cierran Exogamia (2017) contienen la siguiente declaración programática: «Disparar una flecha, y volver a tensar el arco, una y otra vez, disparar otra flecha, y volver a tensar el arco, una y otra vez, sin haber tenido jamás noción de un blanco». No hay un blanco, sino muchos, a cada página; no hay una idea que contar o representar, sino que es la misma lengua la que instiga y azuza mundos que se suceden como los fotogramas de un filme infinito. En Boquiabierto agujero: apuntes para una poética impersonal, leemos: «El poema como agujero negro del lenguaje: ultracondensación de la materia lingüística que se traga los referentes, colapsa hacia un centro vacío que succiona todos los significados».
Leyendo a Cerviño me gusta pensar en el Fisiólogo, bestiario muy difundido en el Medievo, cuyas páginas describen el modo que tiene el ciervo de acabar con el dragón, su enemigo: vomita el agua que bebe de las fuentes sobre las hendiduras de la tierra donde se oculta el dragón y, cuando este sale a la superficie, lo extermina. Porque, bien mirado, ese dragón podría ser también el de la poesía monótona y normalizada, cautiva de un realismo ingenuo.
Nada más empezar La explotación industrial del gusano de seda (2019), la lengua es convocada por medio de un neologismo donde resuena Vallejo: «hambreas la palabra». Esta ansia lobuna está llena de caídas, actos fallidos, tropiezos entre efímeras iluminaciones, fricciones y autodesolladuras, pues el hambre es insaciable y deja insuficiencias o cortocircuitos: de ahí que este funambulismo no se vuelque hacia lo inefable, sino que rompa a callar, se contemple también en su mudez y en su sacrificio: borrar para volver a decir. Cerviño reescribe así el dictum mallarmeano: «Viví de aproximaciones,/ accidental fue mi Beatriz». Como ha advertido Francisco Layna, esta escritura es hija de la deriva y el azar. El accidente como acontecimiento produce un mestizaje de géneros donde prevalecen la ironía y la parodia como fuerzas motrices. Insistiré: la obra de Cerviño supone una impugnación de los compartimentos estancos, produce ruptura de las expectativas, se solaza en el disfraz y los deslizamientos del significante. En este sentido, la ironía acude como melancólica estrella de la redención si seguimos el pensamiento de Guido Ceronetti: «El que la tenga por escudo interno y externo podrá hacer lo que quiera que nunca llegará a perderse». Muestra de ello es el uso que hace Cerviño de las notas a pie de página con objeto de (de)mudar la linealidad del discurso lírico, abriendo canales nuevos y haciendo un guiño al ensayo. Se abren nuevas bocas y comentos, lo ancilar crece como una boa e incluso sabotea al texto al que se adhiere. La parte suplementaria se torna central y no solo mera glosa.
Si el ritmo precede al logos, no es de extrañar entonces que el lenguaje tenga vida propia y segregue sus propios mundos o sustancias (es la vida sexual de las palabras, por recordar el feliz título de Julián Ríos). El modelo mimético-referencial resulta entonces abolido: «El fluir del lenguaje es siempre exterior al asunto que aborda/ lo refleja como el arroyo que pasa da cuenta de las espadañas de la orilla/ pero no es su propósito». Al poner de relieve la permeabilidad de los significantes, su constante fuga, la poesía de Cerviño no hace sino despertar la vida de las cosas. En este punto, creo que tiene muy en cuenta las enseñanzas del formalismo ruso y de las vanguardias históricas.
La segunda de las tres partes que componen La explotación industrial del gusano de seda contiene textos más largos. Explora lo que Cerviño ha descrito como el «yo huésped» de su poesía, poblada de máscaras y voces, dueña de una multiplicación que deja al sujeto vacante por exceso, disuelto en la lengua, entusiasmado en su ventriloquía. Y de ahí la fascinación por los espacios escénicos, por los teatros y las mascaradas, por los monólogos y los parlamentos, repletos de humor e imaginación. ¿El poema como escenario? Sí, pero también como palenque y cadalso. Cerviño se pone de parte de Rimbaud, Barthes y Lacan: toda palabra es de otro, somos dichos por la lengua (no al revés), y una turbamulta de voces termina por impersonalizar al hablante lírico. El yo se transforma en hacedor de sombras chinescas con una mano que generalmente no es ni siquiera la suya. Más que del narrador omnisciente —demolido por autotraición en «Apremio por desovar (Pieza de conversación #10)»— el hablante poemático estaría cerca de los narradores no fiables.
El mundo no solo funciona impulsado por el malentendido (Baudelaire dixit), sino que la palabra misma deja se der un don para convertirse en un fascinante problema desde la perspectiva de los protagonistas de «Centro de estudios comparativistas (Pieza de conversación #4)», donde se advierte un guiño a El coloquio de los perros, la novela corta cervantina que entusiasmaba a Freud. El lenguaje se convierte así en un regalo peligroso y está, por tanto, bajo sospecha. Aturde y abisma tanto como da. No contento con explayarse en esta paradoja, Cerviño nos presenta en «Mira que te digo (Pieza de conversación #7)» a un vendedor que relata las excelencias de un gadget tecnológico capaz de suplantar la identidad poniendo la conversación en piloto automático. La parodia de las máximas conversacionales de la pragmática cristaliza en una sátira contra la ontología del negocio (Mark Fisher) del capitalismo tardío.
La última parte la integra un largo y ambicioso poema titulado «Recuerdos de mi autopsia». En mi opinión, contiene otra impugnación —la definitiva— al sujeto cartesiano, centrado y unitario, y me parece uno de los mejores textos que he leído de su autor. Se trata de un stream of consciousness que se nutre de todo, que todo lo deglute. Está sostenido por una voz muerta o un hablar de muerto (la antigua idolopeya ahora en versión posmoderna). Avanza por yuxtaposición o patchwork, a base de trancos sentenciosos u oníricos, y en él cunde a ráfagas el humor negro: «Por la megafonía/ poemas de Lorca en morse/ la banda sonora del tanatorio». Pero, sobre todo, se levanta sobre la ironía como estrategia compositiva global, que impregna, como ya se ha dicho, todo el libro. Hablo aquí de la ironía no como antífrasis, sino como la entendían los románticos alemanes, sobre todo Schlegel: un procedimiento nos lleva a la autoconciencia artística y a la distancia crítica con respecto de la obra; a lo que Paul de Man denominó parábasis permanente. En esta posición dialéctica caben aforismos, anécdotas y toda clase de citas, desde Nietzsche a la Biblia (insertadas al modo de David Markson, me atrevería a decir). Al final, en la última línea, la escritura levanta acta de sus cenizas, baliza su propia inmolación («Ordeno en montoncitos los derrumbes»), pero sin patetismos solemnes, más bien con la cara de palo de Buster Keaton.

Ángel Cerviño
Ril, 2019
104 páginas
12 €

José Antonio Llera es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009) y Transporte de animales vivos (2013). Ha estudiado el humorismo hispano y la poesía española contemporánea, asuntos a los que se ha acercado con enfoques interdisciplinares y comparatistas en libros como El humor verbal y visual de La Codorniz (2003), El humor en la obra de Julio Camba: lengua, estilo e intertextualidad (2004), Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006), Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012) y Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013). Editó el epistolario inédito de Miguel Mihura y una antología de artículos de Wenceslao Fernández Flórez. Colabora habitualmente en Cuadernos Hispanoamericanos.
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