/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /
Los que alguna vez hemos manejado registros demográficos en los archivos sabemos que, en siglos anteriores, las mortalidades epidémicas de todo tipo alcanzaban cifras espeluznantes. Pueblos de trescientos vecinos podían perder en un mes la mitad de su población infantil a causa de la viruela; asimismo, en las zonas en donde había aguas encharcadas, la mortalidad a causa del cólera o la fiebre amarilla dejaba familias diezmadas. De la llamada gripe española, solo en mi pueblo, que tenía escasamente 2000 habitantes, murió el triple de personas de un año normal.
Estas situaciones eran conocidas y aceptadas con resignación, pero ello no significaba que no se tratara de pérdidas dolorosas. Recuerdo haber leído informes del siglo XVIII en los cuales en una familia empezaba muriendo un niño, le seguía la hermana mayor, luego la madre y finalmente el padre: tan solo sobrevivió un bebé, que murió literalmente de hambre unos días después.
Cuando se analizan los datos de los libros eclesiásticos de defunciones posteriores a la introducción de las vacunas, ya en el siglo XX, se observa que estos terribles flagelos desaparecieron en gran medida. Nuestra generación se ha acostumbrado a que estas enfermedades, antes mortales, hoy no existen. Pero, en realidad, sí que existen. Lo que ocurre es que las vacunas las contienen de tal forma que puede haber un bajo porcentaje de población que, aun cuando no se vacune, queda protegida por la vacunación masiva del resto de la población. Todos conocemos casos de personas que, con argumentos diversos, rechazan vacunar a sus hijos o vacunarse ellos mismos. Yo recuerdo un caso que ocurrió en la escuela de mi hijo. Había una familia cuyo hijo de ocho o nueve años murió fulminado por una infección de meningitis. Cundió el pánico entre los padres, hasta que nos informaron de que su familia era contraria a las vacunas y el niño había sido víctima mortal de aquella creencia. ¡Pobres padres! Arrastraron sin duda alguna una pena terrible, insoportable, por este lamentable suceso.
Yo ya sé que la evidencia científica nada puede contra creencias absurdas; el poder de la razón nada puede contra los mitos y los prejuicios. Explicar y razonar con argumentos históricos, biológicos o estadísticos nada puede frente a la creencia simple, basada en prejuicios. La ciencia siempre se ha tenido que abrir camino en medio de auténticos mares de ignorancia.
Por esta razón, hoy no me sorprende la existencia de negacionistas. Hay personas, a veces incluso famosas y proclives a salir en medios de comunicación, que argumentan que las vacunas matan y perjudican el cuerpo humano. También existen grupos humanos que desafían a la ciencia diciendo que la Tierra es plana; hay otros que sostienen que los humanos no pisaron jamás la Luna y que las filmaciones que hay son montajes realizados por no sé qué seres malignos que nos quieren engañar. Hay quienes defienden que las pirámides de Egipto o de México fueron levantadas por extraterrestres. En cierta ocasión escuché a un señor que, en un vagón del AVE, defendía a grito pelado que la gravedad era una «falsa teoría» —no diferenciaba entre leyes físicas y teorías— y que lo que sucedía era que los objetos caen «por su propio peso». En otra ocasión, en la Universidad, después de una clase sobre temas antropológicos, una chica se me acercó afirmando que lo que yo había explicado tenía excepciones, ya que ella «había muerto y al cabo de unos minutos había vuelto a la vida». Le pregunté si había ido al hospital y me dijo que sí; le pregunté si me podía dejar leer el informe médico de tan sorprendente episodio y lo que le habían diagnosticado era una ausencia típica, es decir unas convulsiones que alteran brevemente la función cerebral a causa de una actividad eléctrica anormal del cerebro. Sin embargo, ella no creía el informe médico; solo lo que le había explicado una médium de Santa Coloma de Gramenet.
Por todo ello, yo ya sé que mis argumentos históricos no van a convencer a ningún negacionista, pero diré lo que respondió en una ocasión Neil de Grasse Tyson, el astrofísico, ante este tipo de absurdas creencias: «Lo bueno de la física es que se aplica en todas partes del mundo, creas en ellas o no». Yo ya sé que las vacunas, como cualquier medicamento tienen riesgos, pero a veces prefiero correr el riesgo. Esta es mi fe.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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