/ una reseña de Álvaro Valverde /
Javier Almuzara (Oviedo, 1969), un asturiano vinculado a la tertulia Oliver y, por tanto, al ya largo magisterio lírico de José Luis García Martín, es autor de los libros de poesía El sueño de una sombra (tankas), Por la secreta escala, Constantes vitales (Premio Emilio Alarcos), Caravana y desierto (recreaciones líricas de las rubayatas de Jayyam), A la de tres (haikus) y de Quede claro: antología poética, 1989-2013 (que incluía el inédito Siempre y cuando). Además, en prosa, ha publicado el dietario Letra y música, Títere con cabeza (Premio Café Bretón) y Catálogo de asombros (una colección de ensayos sobre literatura, música y autobiografía).

Fue codirector de la revista Reloj de arena y colabora en publicaciones periódicas como la revista Clarín o el periódico Asturias Diario. En su vertiente musical (Almuzara sostiene que «la poesía es música que piensa»), fue guionista del programa televisivo Manos a la ópera y libretista de la ópera Fuenteovejuna, que, con música de Jorge Muñiz, inauguró la temporada de ópera 2018-2019 del ovetense Teatro Campoamor. Los compositores Rui Paulo Teixeira, Rubén Díez, Ángel Casado y Pablo Moras, entre otros, han puesto música a sus poemas. Joaquín Pixán también lo ha hecho y los ha cantado.
Ahora, de nuevo en Renacimiento (donde ya se habían editado cuatro libros suyos), Almuzara presenta Todos los besos son de despedida. Compuesto por tres partes y un epílogo, en el libro se cumple esta afirmación del poeta a la periodista argentina Adriana Bianco: «Yo soy de los que cree en la estrofa clásica, igual que Borges, quien creía en el metro tradicional, incluso en la rima. Ninguna de esas hechuras me condicionan, al revés, me liberan». Y con sonetos empieza la primera sección, «Razón de ser» y, para más inri, de asunto religioso, por si no era ya poco temerario lo de la estrofa, el metro y la rima. Uno hablaría, en general, de clasicidad más que de clasicismo, una constante en su obra.
Pronto nos encontramos de frente con poemas tan breves como certeros, de corte epigramático, que definen bien esta poesía irónica y juguetona, por más que el rigor, fruto del oficio («Pero no caen del cielo los poemas», «son obra del oficio»), nunca falte, hasta el punto de rozar cierto virtuosismo: «La lógica del verso/ paciente orfebrería». Poemas como «Para ser justos», «Soleá» o «Proporción áurea», que reza: «¿El arte de verdad?/ Un poco de misterio/ y mucha claridad». Lo que nos lleva al poema siguiente, donde afirma: «gustándome Manuel, yo soy de Antonio», si bien lo machadiano, o eso piensa este lector, se incline del lado del autor de El mal poema, al menos, si cabe tal distingo, en lo formal. En «Qué pasa conmigo», pongo por caso, escrito «en pareado».
Pronto también, lo autobiográfico (en el «espejo de papel»), siempre con esa elegante distancia que resalta su incisivo sentido del humor: «Ayúdame a olvidarme de mí mismo,/ porque solo descansa/ quien se ha dejado atrás». Y lo literario, por medio de la intertextualidad. Léase «Roma revisitada», por ejemplo, escrito «a partir de Francisco de Quevedo», que termina: «Huye de lo que era firme y solamente/ el turisteo permanece y dura». No es el único a partir de del conjunto. Hay otros con Leo Ferrero, Kipling o Blanco White.
Desde el principio uno piensa, por esto y por aquello, en Jon Juaristi o en Miguel d’Ors (preclaros maestros de no pocos poetas asturianos del momento) a la hora de buscar referentes de esta poesía de estirpe borgeana. No falta el tono meditativo. En poemas como «Resplandeciente oscuridad» o «No es oro». La segunda sección, «Cordialmente», reúne poemas sobre el amor y, cómo no, el desamor. Como «Infidelidades» y «Tener o no tener». «Pienso en nosotros/ como si fueran otros/ que me amargaron el tiempo en que se amaron», leemos en «Pares y nones». Al hilo de tan jugoso asunto, no faltan algunas ocurrencias, un peligro que siempre acecha cuando de jugar se trata. Incluso en serio. Ese arriesgado caminar por la delgada línea que separa frivolidad y levedad.
Y ya que lo mencionamos, la tercera sección, «El arte de decir adiós», gira en torno al tema de la muerte y de los muertos. No por eso pierde de vista el humor, como en «Cosas de la edad». Logrados me parecen «Epitafios de la guerra», «En resumen» («¿Eso era todo?/ La vida no fue nada/ del otro mundo./ Y ahora sé, además,/ que la muerte tampoco»), «El guion» (con Gil de Biedma al fondo), «Rendición de cuentas» («pues no perdió la vida;/ murió, que es otra cosa»), «Ascendientes» (que le habría gustado al mencionado Borges) y «Con esperanza, sin convencimiento» (éste a Ángel González).
«Nada de lo que fue para nada./ Nuestro norte es la muerte, ¿quién lo duda?», leemos en «Para quien sangra angustia». «Mortal» termina: «porque para la muerte/ la poesía es mortal». El poema que dedica a su abuelo Ángel es especialmente emotivo. Su estrofa final dice: «He escrito este poema convencido/ de que la muerte, abuelo, es un engaño./ Tú sigues siendo el mismo y yo te extraño/ a pesar de no haberte conocido». Le aguarda al lector todavía una sorpresa (que siento desvelar). El epílogo, que titula «Línea de canto», agrupa un puñado de lúcidos aforismos que dan fe de su propia poética, lo que no obsta para que pueda ser compartida por muchos. Nos ayuda a leer con otros ojos los poemas que la preceden.
«Así en la poesía como en la música», dice el primero. ¿Otros? «El arte es necesario porque la vida no es suficiente». «La poesía nos recuerda lo que no sabíamos que sabíamos». «La sencillez es el secreto mejor guardado de la belleza». «No recelo de la tradición porque creo en mi originalidad». «Gracias al gimnasio de los clásicos, no soy un poeta formal, sino en buena forma». «En poesía solo hay un mandamiento: piensa bien y acertarás; sin olvidar que el corazón también tiene razones y la razón corazonadas».
En otro leemos: «Hable de lo que hable, hablo de mí. Si lo he hecho bien, me lea quien me lea, se leerá a sí mismo». Mal no ha debido hacerlo Almuzara porque, al menos para uno, el adagio se ha cumplido.

IMAGEN DE PORTADA: Un día gris, de Lionel Constable (c. 1845)
Selección de poemas
Paternidad responsable
No sabrás, hijo mío, el bien que te hice
sacrificando al padre en tu servicio.
Te di la eternidad sin sacrificio
a cambio de que yo no me eternice.
Como te he concebido, sin crecer,
llegaste pleno e indemne. Así protejo
tu gloria intacta del vencido viejo
con quien el tiempo iba a mentir tu ser.
Sigue en el limbo, paz adelantada,
sin llegar a ser tierra, polvo o lodo
para alcanzar el cielo de la nada,
más allá del aliento y el latido.
Y agradece a tu padre, sobre todo,
el don perenne de no haber nacido.
Qué pasa conmigo
Siempre que empieza el curso me examino
de todo lo aprendido en el camino
hacia mí, pues yo soy la asignatura
pendiente para la licenciatura
de la vida. Pensar que parecía,
cuando empecé con ella, una maría…
y averigüé, metido ya en materia,
que era tan turbia como poco seria.
Lo cierto es que no tengo nada claro,
pero ahora me encuentro menos raro.
Igual de complicado, y bien está,
que no espero aclarar de pe a pa
el singular misterio de mí mismo,
aunque entiendo mejor su mecanismo.
No es que me haga ilusiones, solo creo
que veía peor de lo que veo.
Y si bien no me inquieta el panorama,
aún busco aquí la paz, después la fama.
De modo que me he puesto a hacer mejoras,
y entrado en obras se me van las horas
en un suspiro. Pero no hago bien
agitando un pañuelo en el andén;
que para despedirme de la vida
ya habrá tiempo. Hoy me espera el tren de ida.
Y partirá muy pronto, sin demora.
Ojalá llegue lejos y a su hora.
Aunque yo nunca he sido nada fuerte
siempre quise vengarme de la muerte;
y por anticipado, fríamente,
que cuando ella se ría ya no cuente.
Como lo que tenía más a mano
era papel y boli, di en el vano
fin de sobrevivir, y para rato,
juzgando al tiempo por mi asesinato.
Comparto con John Donne la ingenuidad
gracias a la que no murió en verdad.
Claro que sin el genio es imprudente
dar la vida a la causa de la mente.
He pensado a menudo en el fracaso,
para escribirlo luego, por si acaso.
Este verano fui a reflexionar
ante el hondo sicólogo del mar
y curé mis delirios de grandeza
tumbado en el diván de la pereza.
Pero he vuelto a escribir, y a mi locura,
pues metí el mar en verso con holgura.
Ahora sigo en las mismas, que es saber
quién soy en realidad, si puede ser.
Hablo amigablemente en pareado
de un personaje a lo Manuel Machado
que se ha puesto mi piel y representa
una comedia demasiado lenta
para que tenga gracia, o una tragedia
menor y mal resuelta a la que asedia
el tedio, que es el único pecado
mortal en este juego enmascarado.
Me yergo ante el espejo del papel
donde poso paciente hecho un pincel;
y, aunque tengo los huesos a la vista,
y de íntimas carencias larga lista,
la verdad es que no me veo mal.
Cambiaría el menú, no al comensal;
sea quien sea, pues yo mismo ignoro
quién sería a no ser por el decoro.
O tal vez lo sé bien, y a lo peor
finjo ser otro para estar mejor
—de cara a los demás es la mentira
una virtud social, si bien se mira—.
Los años me han cambiado, como a todos,
y al mal tiempo le he puesto buenos modos.
Presumo que en la pléyade que he sido
soy el mayor y menos deslucido.
¿Pero entonces qué fueron los demás?
Confusión, vanidad y poco más.
Aprendí el desengaño del que os hablo
menos por viejo que por pobre diablo.
No negaré que estoy más desahogado,
saludable, jovial e ilusionado.
No vendo el corazón, pero lo alquilo,
y últimamente vivo muy tranquilo
—para no hablar de ciertas alegrías
que celebran mis noches y mis días;
Mercedes que no creo merecer,
y que agradezco aquí, es mi deber—.
No aparento mi edad. No me he hecho cargo
de los cuarenta y dos, y sin embargo…
Soy libra y busco el fiel de una balanza
donde el santo equilibrio no se alcanza.
Tengo fe en la mesura, único exceso,
pues temo haber pecado, lo confieso,
por el abuso de este autodominio
que es delirio de manso raciocinio.
Se ve que ni conmigo ni sin mí
tengo remedio alguno, pero sí
con cierto sucedáneo de la vida:
la música es mi droga preferida.
La música y la letra: la poesía,
que oficia sus prodigios todavía.
Soy feliz, pero de esa clase ansiosa
a la que quita el sueño cualquier cosa.
Además, con cabeza, el corazón
sufre el doble por anticipación.
En fin, ¿habrase visto nada igual,
la vida entera bien y siempre mal?
Si estoy como alma en pena a estas alturas
es por seguir siendo de letras puras.
A la virtud le duele hasta el aliento,
incluso cuando finge el sentimiento
con palabras medidas y con rima.
Pero no se me viene todo encima;
¿acaso va conmigo esta charada?
Lo que me incumbe, y urge, es la llamada
del mundo que se rinde ahora a mis pies,
incondicionalmente, y no al revés.
Hay tanto que aún podría no perder…
Levanto la cabeza y a correr.
No es oro
El tiempo es, era
un presente continuo, la medida
del infinito.
El tiempo es hora
de luz y días grises, meses cortos
y años de sobra.
El tiempo es ira,
o ara, según se emplee en el sacrificio
la daga unánime.
El tiempo es aro
por el que pasa el tigre de la vida
domesticado.
El don arrebatado
Cada noche te ofrece en alegrías
u horrores otro don arrebatado
al punto; hoy claramente te ha dictado
un poema que no recordarías.
Ni una prueba de vida, un pobre escombro
dejó la sombra; fuese o no hubo nada.
El día, nadería detallada,
ofusca los caminos del asombro.
Te requisó la luz lo que ganaste
con la nocturnidad, como un delito,
y amaneces más pobre, por contraste.
No tienen los botines de humo dueños.
Cuántos versos felices has escrito
en la tinta invisible de los sueños.
Apología del castrado
«Lieto così talvolta» (Adriano in Siria, Metastasio y Pergolesi)
Mi corazón no estaba mutilado
pero nunca sufrí más de la cuenta.
¿Quién añora en la calma la tormenta?,
pensé cuando el amor pasó a mi lado.
Donde todo es inocuo y extremado,
fingí su desvarío. No consienta
esa torpe pasión que me arrepienta
por el alto destino del castrado.
Sorprende a estas alturas de la historia
que un receloso asombro y la piedad
ofusquen la alegría de mi gloria.
No hizo a una vida estéril su quebranto.
La música le dio la eternidad
al efímero reino de mi canto.
Dos dúos
LA CUESTIÓN PALPITANTE
—Si entre amar y ser amado
uno pudiera escoger,
¿por qué iba a querer en vano
pudiendo hacerse querer?
—Solo hay amar o no amar.
Esa es la eterna cuestión:
estar en un sinvivir
o no tener corazón.
MÁS CLARO, EL AGUA
—No lo dije, lo sé,
pero lo dije,
porque titubeé
y sonreíste.
—¿Eso te extraña?
También hablan los ojos
cuando hace falta.
—Entonces hazme ver,
a tu manera,
si te parece bien
lo que dijera.
—Pues tú verás,
porque yo ya no puedo
decirte más.
Para quien sangra angustia
Nada de lo que fue fue para nada.
Nuestro norte es la muerte, ¿quién lo duda?
Pero hay algo en la carne testaruda
que se sabe inmortal, si delicada.
Cada hecho insiste irrevocable, cada
última vez se afianza en eco. Muda
condición, nunca esencia. Así que acuda
la ávida carnicera descarnada
a su tarea radical de poda
sin que al arrebatarnos todo pueda
negar siquiera un ápice de vida.
Deliro estos sofismas contra toda
evidencia. No hay venda que proceda
para quien sangra angustia por la herida.

Javier Almuzara
Renacimiento, 2021
120 páginas
15,90 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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