Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (24)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago un encuentro en Correos, la escultura de Coomonte, la impudicia de las flores o el fallecimiento de Battiato.

/ texto de Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas /

Se ha plantado un circo enfrente de casa; el circo Holyday, se llama. Desde hace días un hombre forzudo se pasea por el barrio empujando —¿adónde?— un carro con enseres. Lleva una camiseta sin mangas de donde sale la tromba de unos bíceps poderosos. Creo que esa musculatura feliz es el verdadero reclamo. Un hombre-anuncio en sí mismo, sí. Todos nos volvemos a mirarlo con el asombro con que siempre nos acercamos a todo lo que significa el circo, ese tropel de anomalías donde conviven como en ninguna otra parte los sentimientos primordiales humanos: la risa, el miedo, la ilusión, el vigor, el peligro, la crueldad… La vida misma. Y todo bajo una carpa a la que sacuden los embates del viento como para recordar qué frágil, qué provisional es lo que allí dentro sucede. En cuanto al forzudo, al verlo pasar es inevitable no pensar en Anthony Quinn haciendo de Zampanò en La strada, con el pecho cruzado por una cadena que él acaba haciendo saltar por los aires. Tal vez vaya yo al circo. Con un niño. Y allí ya seremos dos.

Vuela el polen por el aire de mayo. Se acaba depositando a su modo en ángulos del patio, haciendo melenas blancas como nubes que han apostado por quedarse aquí abajo, entre nosotros. Es salir del portal y ahí está esa visión de materia improbable. El poeta griego Yannis Ritsos escribió: «Por la noche, con sus vestidos blancos, pasaron frente a nuestras ventanas los almendros». Y algo así sugiere este polen que ha venido a hospedar su blancura primordial donde ni siquiera llega el viento.

«Con las ideologías nos pasa como con la mierda: la propia no huele pero la de los demás apesta» (Máximo Hernández).

Hoy mismo alguien nombraba a Picasso, Braque, Schönberg… Artistas modernos, decía. A pesar de que todos ellos nacieron en el siglo XIX. Seguramente porque todavía hay una identificación entre lo moderno y lo indescifrable (hay quien ante un cuadro abstracto se apresura a preguntar, para tocar tierra, qué significa). Sin embargo, si vemos cómo se vestía la gente en esa misma época del dodecafonismo o de Las señoritas de Avignon, diríamos sin pestañear que todo es ya una antigualla, ropa de vejestorios. Y es que lo antiguo y lo moderno dependen, para serlo, de su velocidad de asimilación. Cuanto más fluyó la sociedad en el siglo XX hacia un materialismo omnímodo, más rechazo instintivo hubo hacia el arte llamado así, moderno, como sinónimo falaz de incomprensible. En un mundo pragmático, solo lo reducido a la razón parece del todo fiable; lo que escapa a ella sigue estando bajo sospecha. Así sigue siendo. De nada sirve aquella afirmación de Klee de que cuanto más horror había en el mundo, más abstracta se hacía su pintura.

Interior saqueado. El ultraje del abandono se ha cebado en este espacio, donde lo residual se apoderó de todo. Desalentadas, las maderas resisten aún sosteniendo, abrigándolo todo a duras penas con ese afán materno por defender la casa en pie, aunque ya nada deje entrar la vida en ella.

En la oficina de Correos. Una mujer me aborda. «Por favor, ¿me ayuda? No entiendo cómo va esto». Va a recoger algo. Así que saco para ella el ticket correspondiente con su clave de película de espías (R-304), se lo doy y le explico que debe estar atenta a la pantalla para acudir, cuando le toque el turno, al puesto correspondiente. «Es que no sé leer», me dice con prevención conmovedora. Decido entonces quedarme a acompañarla. Andará cerca de los cincuenta años, no es extranjera y viste con la modestia de las flores inadvertidas y oscuras de algunos ribazos. Le pregunto cómo es que no aprendió a leer y entonces se golpea la frente con un dedo estirado, como si fuese a barrenarla. «Es por esto, nunca me entró aquí». Y enseguida: «Y mira que lo intenté, ¿sabe usted?». Su candor me va ganando y espero junto a ella. Por fin le llega el turno. La acompaño. «¿Se apaña ya usted sola?», le pregunto. Me dice que sí. Cuando me alejo, la oigo dirigirse a la empleada: «Mire, es que no sé leer y…». Un par de horas después nos encontramos en plena vía pública frente a frente. Los dos nos sonreímos con levedad. De pronto la vi así, bajo la selva de letreros y rótulos como un animal vulnerable, acosado por el avasallamiento de las palabras públicas. No de otro modo nos sentimos muchos ante el idioma conceptuoso de los bancos, los avisos judiciales y los botes de champú («con fructanos de agave», dice el que he usado esta misma mañana). Y es que una vez superado el analfabetismo, los lenguajes de la opresión y de la seducción se convierten a propósito en materia nebulosa y no logramos comprenderlos: están hechos para eso. Ante esas palabras opacas, todos somos esa mujer perdida en la jungla de unos signos inútiles.

Contemplar desde la terraza de enfrente el arte de una vecina para tender la ropa. Una por una, las prendas van quedando así, desmayadas y expuestas como cuerpos al sol. No en cualquier orden; no en cualquier posición. Es como las palabras en el poema: hay que tener cuidado para saber cuáles resistirán mejor un golpe de sol y cuáles no. El poeta las tiende y así quedan, expuestas al peligro de la excesiva desecación o del manoteo del aire. Él lo sabe pero las deja así, a ver si se salvan. Luego llegarán los que las absuelven y los que las condenan. Pero nadie puede ya retirarlas del mundo. Al menos, la ropa sí.

«Me he pasado la vida haciendo lo que no veo», dice el escultor Coomonte en el vídeo de su exposición «Reto y materia». Eso es lo único que un artista puede hacer: completar un poco más el escenario del mundo con aquello que falta, y que solo ve él. De eso se nutre esta exposición, una miscelánea de formas imaginadas y aleaciones imposibles. Por ejemplo, esa secuencia de grifos encadenados capaces de generar entre todos ellos nada más una gota de agua que ya es solo una lágrima ensimismada. Una advertencia de Coomonte, una acusación sobre el parentesco sombrío entre el derroche y la escasez.

Quienes a primera hora de la mañana sacan a pasear a los perros van presurosos y con los andares administrativos y tensos, justo antes de empezar la jornada laboral. Nada que ver con esos otros paseantes del atardecer, que se regodean en la última gota de luz entre andares vencidos, llenos de indolencia, como si no desearan meterse de nuevo en casa. A veces son los mismos.

La impudicia de las flores: estas calas de mayo van abriendo su corola blanca para ocultar cuanto antes ese esqueleto interior que lo perturba todo. También las formas del descaro tienen su sitio en la Naturaleza.

La altura moral de una sociedad se mide también por su voluntad de soportar impávida el escándalo. El presidente de Caixabank se triplica el sueldo hasta una retribución anual que supera el millón seiscientos mil euros (él en un año gana más que dos maestros durante toda su vida). La mayoría de los accionistas han votado a favor. «Es que mi sueldo se ha mantenido sin cambios desde 2015», protesta el hombre, como si fuera un obrero a quien afectase la subida de la vida y apenas tuviera para hacer frente a sus gastos diarios. Paralelamente, su entidad bancaria largará a la calle en estos meses a miles de trabajadores. Da vergüenza y asco. No sé si por ese orden.

El calor va pidiendo sitio en estos días de mayo. Los castaños del parque han hecho ya bóveda umbrosa con las hojas. Y hay maneras nuevas de vestir en los jóvenes: ropas más atrevidas, con esa audacia de no esconder al cuerpo, que surge aquí y allá como un istmo entre tatuajes de imágenes y caligrafías extrañas. La intimidad ha dado paso a la proclamación. El cuerpo como lienzo, como muro particular donde plantar signos que movemos con nosotros allá donde vayamos y dejan de ser un emblema para ser un producto. ¿Es posible? ¡Cargar con esas imágenes y con esas palabras indelebles que nos acompañarán hasta más allá de la muerte, en una especie de eternidad prêt-à-porter!

Delicado, misterioso, con la elegancia de lo desgarbado, antidivo que apenas confiaba en resistir de pie ante el público. También así, de puntillas, se ha ido Franco Battiato. En uno de sus últimos conciertos en España la gente le pedía que siguiera cantando: «¡Franco, Franco, Franco!», le gritaban para reclamarlo. Él salió a complacerlos con otra canción. Pero antes, en voz casi suplicante dijo: «Por favor, en España llámenme Battiato». Una de sus hermosas canciones, «El cuidado», que ahora parece escrita por nosotros para él, terminaba así:

Te libraré de cualquier modo de la melancolía
porque tú eres un ser especial y yo cuidaré de ti.
Yo sí que cuidaré de ti.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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