Narrativa

En la casa del tiempo

Fermín Herrero reseña 'La casa del tiempo', de Laura Mancinelli, una novela que se inicia con tres preguntas retóricas que el protagonista, un pintor llamado Orlando, una temporada larga de barbecho con el pincel, se hace a sí mismo: «¿Por qué la había comprado? ¿Qué iba a hacer con aquella casa enorme de cuyo estuco rosado sólo quedaban restos, la sombra borrosa de su antigua belleza? ¿Necesitaba aquella casa?».

/ una reseña de Fermín Herrero /

La casa del tiempo, de la novelista, natural de Udine aunque pasó la mayor parte de su vida en Turín, Laura Mancinelli se inicia con tres preguntas retóricas que el protagonista, un pintor llamado Orlando, una temporada larga de barbecho con el pincel, se hace a sí mismo: «¿Por qué la había comprado? ¿Qué iba a hacer con aquella casa enorme de cuyo estuco rosado sólo quedaban restos, la sombra borrosa de su antigua belleza? ¿Necesitaba aquella casa?», sentado delante de la propiedad recién adquirida y que «desde la colina dominaba el valle», en un día fresquillo, con viento del norte, en los comienzos, dubitativos, de la primavera. La adventicia compraventa se ha realizado en un periquete, ni él mismo se explica cómo lo ha hecho, había acudido al pueblo, cerca de los Apeninos, del que cada vez que tiene que regresar sale huyendo, a por su partida de nacimiento y se le averió el coche, circunstancia que propició, mientras se lo reparaban, la transacción.

Se trata de la casona rosa de la maestra, de la que recordaba, cuando chiquillo, un laurel del huerto, ahora, talado, mondo tocón, pero con un retoño minúsculo. Como la magdalena proustiana, ese renuevo incipiente, nacido desde lo muerto, le despierta la memoria; tal vez incluso, inconscientemente, cree que lo impulsará a pintar de nuevo. La reminiscencia arrastra escenas en flashback de su niñez, en torno a la escuela, con un candor no exento de poesía: el primer día de clase sin zapatos aparentes, para estrenar; la deplorable caza de pajarillos aprovechando las nevadas; su experiencia de zagal, leyendo Pinocho como si fuese un príncipe, mientras el rebaño careaba por la loma a su aire, arrasaba los huertos cercanos y se le perdía; el canto del ruiseñor, desde su nido en el saúco…

Tras un conato de novela iniciática a cuenta de los días sombríos de la adolescencia en el internado religioso donde tuvo que ir para continuar los estudios —y cómo no identificarse con esa experiencia castrense y castradora, que nos extirpó la libertad de la infancia pueblerina, para quienes la vivimos en las postrimerías del franquismo—, la narración incorpora, siempre en relación con la casa tutelar, procedimientos de intriga y misterio, como la figura enigmática de un niño trepador, la peligrosa oruga del tilo, la muerte de dos mirlos domesticados, unas copas rotas en añicos al unísono, el típico gato negro, en fin, de tal manera que no se sabe al cabo si él ha comprado motu proprio la casa o esta, organismo vivo a merced de «las fuerzas adversas», elige a sus inquilinos.

Alrededor del protagonista, de su memoria, se van desarrollando caracteres muy vívidos, en particular los de «las dos mujeres más importantes de su vida», por una parte su madre, «una mezcla entre un grillo y una mariposa», experta en desparasitar pollos; por otra, la amable, solitaria y estricta maestra, esbelta, con moño, siempre de oscuro, como su pasado; su sigilosa cuñada de manos «huesudas, amarillas, animadas por un espíritu cicatero y sospechoso», con fama de loca y asesina, «huraña como una comadreja»; y su compadre Plácido, extravagante cocinero y ejemplar amigo, contrafigura del intelectual y encargado de despertar sus evocaciones, dueño de la fonda del pueblo, además de depositario de las supersticiones, de la sensatez popular, no en vano sabe «las razones de las cosas», y de los chismorreos y murmuraciones que impiden el olvido en el campo, en las poblaciones pequeñas.

La prosa de Mancinelli oscila entre la nostalgia y una melancolía también, no sé, gozosa, tiene algo de esa sencillez en extremo difícil, de la honda levedad de Marisa Madieri, de cuyo marido, Claudio Magris, fue amiga, y remite igualmente, en cierto modo, a la finura envolvente, por la vertiente familiar, de Natalia Ginzburg. Posee el encanto de una acuarela neblinosa de un rincón recóndito, lejos del bullicio turístico, de Venecia, la que pinta más bien en esbozo, tras reconciliarse consigo mismo en la casa restaurada, el protagonista de la novela.


La casa del tiempo
Laura Mancinelli
Periférica, 2021
176 páginas
16,75 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.

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