/ por Alberto Wagner Moll /
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Cuando hablamos de Jorge Luis Borges, es imposible no hacer referencia a los presupuestos filosóficos de su obra. La suya es, evidentemente, una escritura pensada, en el mejor sentido del término. No es que sea conceptualista, sino que su literatura se tuerce sobre la literatura misma. De esta manera, para ahondar en las raíces de su obra, debemos ver qué entendía el propio escritor por literatura.
En primer lugar, quizá deberíamos sacar de plano una suerte de presuposiciones que rodean al término: por ejemplo, Borges desecha la división habitual entre literatura y filosofía. Para él, toda creación escrita es una obra humana en que, mediante la palabra escrita, exclusiva del hombre, se trata de dar sentido al universo. Así pues, los filósofos más interesantes para Borges, como Platón, Berkeley, Spinoza o Schopenhauer, no son tales por lo que se acerquen a la verdad, sino por su capacidad creadora e imaginativa. Mejor dicho, podríamos decir que para Borges la misma creatividad es el rasgo ineludible de la verdad. La verdad es una creencia humana que se bifurca en las diversas ideas de los hombres, las cuales, en función de su capacidad asombradora, son más o menos verdaderas. Es decir, la condición sine qua non para la verdad es que los hombres la crean, y los hombres creen en función de lo que admiren dicha verdad. Por lo tanto, la verdad platónica está inherentemente atada a su forma dialógica y a la capacidad literaria magistral de su creador, del mismo modo que el sistema armónico spinosista se sustenta tanto en su ordenación axiomática como en el contenido mismo de dichos axiomas. No por nada afirma Borges:
«Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al Universo. También es aventurado pensar que de esas coordinaciones ilustres, alguna —siquiera de modo infinitesimal— no se parezca un poco más que otras. He examinado las que gozan de cierto crédito; me atrevo a asegurar que sólo en la que formuló Schopenhauer he reconocido algún rasgo del Universo. Según esa doctrina, el mundo es una fábrica de la voluntad».1
Así pues, resulta evidente que, si las afirmaciones se sostienen, en su grado de verdad, en la creencia que los hombres tengan en ellas, el Universo sería más parecido a un juego de voluntades que a un sistema especulativo que pueda ser observado asépticamente. De este modo, no hay una diferencia esencial entre Homero y Sócrates, sino una diferencia en su respectiva capacidad de persuasión.
Esto es algo que podemos observar claramente en el relato borgiano Tlön, Uqbar, Orbis tertius. En dicha obra, se habla de la construcción literaria de un planeta por parte de un grupo secreto de intelectuales, que, conforme va cobrando espesor y complejidad, acaba infiltrándose en la realidad y sustituyéndola. El mismo Borges dice:
«¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres».
Por lo tanto, vemos cómo el hombre no busca una verdad, sino que quiere construirla, a su medida, a su voluntad. El componente estético es un elemento ineludible de la convicción humana. Para Borges, el motivo por el que creemos en divinidades o en elementos subatómicos es el mismo; la impresión que nos causan. Tanto la explicación científica, al menos como nos llega a la inmensa mayoría del público, como la teología, son ramificaciones de la literatura misma.
Aparte de Schopenhauer, Borges fundamenta sus tesis en el concepto de conatus spinosista. Así pues, en Borges y yo, afirma que «Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre». Para Borges, sin embargo, igual que para Unamuno, Spinoza no estaba desentrañando la verdad geométrica del universo, sino que «Un hombre engendra a Dios»,2 lo construye por un deseo eterno de permanecer en la existencia. Es un Dios que justifica el amor eterno a él.
Podemos detenernos aquí y pensar si Borges es un sofista. Efectivamente, todo el pensamiento que venimos exponiendo hasta este momento recuerda de manera harto justificada a la sentencia de Protágoras, según la cual «el hombre es la medida de todas las cosas». No creo que estén desencaminados quienes vean en el escritor argentino una relación íntima con la escuela griega. Sin embargo, creo que en Borges la importancia en la creencia y la relatividad de las verdades tiene un enfoque más universalista que en la filosofía de Protágoras. Mientras que en la teoría del sofista griego el objetivo era conseguir los intereses particulares de los hombres o, como mucho, establecer las creencias que evitaran que nos matásemos entre nosotros, en Borges toda verdad, para ser creída, debe estar imbricada de belleza. Esta belleza no es artilugio, sino una llamada desde dentro del hombre a ordenar el Universo. Dicha búsqueda de llevar a la existencia las creencias, ¿no es ya un principio universal de verdad?
Para Borges, de entre todas las creencias que crea el hombre la fundamental, la medida de todas las medidas, sería, como ya hemos comentado, la literatura. Es famosa su frase en la que sentencia que «siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca». El compendio infinito de literatura sería la acumulación total de posibles creencias humanas, todas las formas que la verdad puede adoptar para una persona. Esto es lo que nos plantea Borges en la Biblioteca de Babel, donde el Universo mismo es el conjunto de todos los libros posibles. Sin embargo, dicha biblioteca no genera una comprensión total de la realidad, sino que se desarrollan en ellas las mismas actitudes que en el mundo iletrado: desde los cabalistas hasta los dogmáticos, pasando por escépticos y místicos. Por lo tanto, la creencia fundamental en que la verdad puede estar contenida en la literatura no llevaría al fin de las indagaciones humanas, porque la ignorancia, al igual que la búsqueda de verdad, es un rasgo inseparable de la naturaleza del hombre.
Como la literatura, la creencia humana es una construcción continua, un trabajo infinito que acabará antes con el ser humano que con la verdad. En el mismo relato dice sospechar que «la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta».
De esta manera, la tarea de la verdad sería inabarcable incluso si su lenguaje último fuera el mismo que el empleado por los hombres.
La esencial fe que sostiene las creencias se extiende a toda la realidad, no solamente a hechos tales como la existencia de Dios o la historia. Incluso realidades tan supuestamente absolutas como el tiempo son presa de esta dependencia de la fe humana. En Refutación del tiempo, Borges nos habla de que «tan saturado y animado de tiempo está nuestro lenguaje» que no podemos pensar más allá de él, y que, sin embargo, este es una construcción humana.
Esta tesis se pone en práctica en el cuento de El jardín de los senderos que se bifurcan, donde el protagonista, tras varias peripecias, encuentra el libro que creó un ancestro suyo;
«El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pen. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades».
Así pues, del mismo modo que creemos en un tiempo y un espacio absolutos porque fundamos nuestra creencia en toda la creación histórica que el lenguaje nos ha dado, si hablásemos la lengua de El jardín de los senderos que se bifurcan no pensaríamos temporalmente.
Por lo tanto, vemos que en Borges la verdad necesita de la creencia humana, y que esta creencia se instala en nosotros por la fuerza lógica, estética y metafísica de las palabras que la sostienen.
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Habiendo expuesto la tesis central que vehicula la creación literaria en Borges, a saber, que la verdad necesita de la creencia humana, y que toda creación humana es proyección armónica sobre el mundo, podemos preguntarnos si la creencia humana es esencialmente literaria. Quiero decir, Borges entiende que el ser humano busca explicar el mundo, darle sentido, mediante la literatura. Desde este punto de vista, la literatura es el lenguaje inmediato del pensamiento humano. Sin embargo, ¿no podemos encontrar otros ejemplos en que el ser humano cree y dé sentido al mundo? Creo que un caso interesante con el que podemos comparar a Borges es su compatriota Diego Armando Maradona.
El astro argentino, que podríamos situar igualmente en la cúspide de personas más importantes del país sudamericano, tuvo en su vida una creencia parecida a la que Borges fundó en la literatura, pero en el fútbol.
Que Maradona no fue simplemente un futbolista es algo que pudimos comprobar en su funeral, tanto en Buenos Aires como en Nápoles. La congregación de verdaderos feligreses que se agolpó ante las imágenes de El Pelusa nos da una idea de cómo influyó Maradona en los lugares donde jugó. La ciudad del sur de Italia, por ejemplo, sufrió un verdadero auge económico y social con la llegada de 10 argentino. De ser una ciudad pobre y marginal, pasó a codearse con las grandes urbes italianas, tanto a nivel deportivo como de reputación. Lo mismo podríamos decir de su país de origen, que vivía por aquel entonces una recesión crónica, lo cual, unido a la derrota contra Reino Unido en las Islas Malvinas, había hecho decaer la moral nacional.
El efecto que tuvo Maradona en Argentina y en Nápoles solo se explica por la fuerza de la fe que creó. Si habláramos de un mero buen futbolista, no hubiera nacido todo el culto idolátrico que viene existiendo desde hace casi cincuenta años. Maradona, al igual que Borges, sentía una auténtica fascinación mistérica; en su caso, por el balón de futbol. Es famoso el discurso de Maradona en que hace público su retiro profesional con las siguientes palabras: «El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo, eso no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué. Pero la pelota no se mancha».
La pelota, efectivamente, no se mancha, del mismo modo que en Borges la literatura contiene un elemento divino por sí misma, más allá de las atrocidades que los hombres realicen en su nombre.
Así pues, podríamos hablar de que la creencia no se sostiene únicamente en la literatura (algo que tampoco afirma Borges) sino que cada uno tiene su propio «elemento credencial» con que da sentido al universo en que vive. Es más, si miramos las creencias por el efecto que en los hombres tienen, vemos que Maradona influyó de igual modo en su futuro y presente que Borges, solo que cada uno a un público distinto; mientras que el escritor argentino permeó en las escuelas posmodernas de filosofía del lenguaje, Maradona hizo lo propio con las personas humildes de allí donde jugó.
Permítaseme, para explicar mejor esto que afirmo, sacar a colación un ejemplo muy sonado de la historia del futbolista. En 1986, en el Mundial que finalmente ganaría Argentina, el equipo de Maradona se enfrentó a Inglaterra. La guerra de las Malvinas había sido cuatro años antes, y el astro argentino, como toda la nación, no había olvidado esa catástrofe. En el partido que enfrentaba a ambas naciones, Maradona metió los dos goles que clasificaron a la selección argentina a la final. El primer gol fue lo que se llamó la «mano de D10S», un gol metido de manera claramente ilegal. Sin embargo, el segundo gol fue el gol más importante, o de los más importantes, de la historia del mundial. Es la famosa carrera en que Maradona se zafa de cinco defensas argentinos y marca tras regatear al portero. Ante esta hazaña, el narrador argentino Víctor Hugo Morales solo es capaz de decir, entre sollozos de alegría «Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona».3 Puede preguntársele a cualquier argentino que viera aquel partido que opina de Maradona y que consecuencias tuvo en su vida ese gol para confirmar lo que aquí digo.
Por lo tanto, recogiendo la tesis borgiana de la creencia, vemos que el ser humano necesita buscar armonía y sentido al universo que habita. Esta búsqueda de sentido, sin embargo, no la hace meramente mediante la literatura, sino que todas, o gran parte de sus acciones, están enfocadas a este objetivo. Así pues, la faena poética del hombre se expresa más allá de la literatura e incluso del lenguaje.
1 Jorge Luis Borges: Discusión, 1932.
2 Jorge Luis Borges: La moneda de hierro.
3 <https://www.youtube.com/watch?v=O8G9ytZg-bM>.

Alberto Wagner Moll es estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Publicó el poemario titulado Jaima en la editorial Ars Poética en el año 2018 y fue segundo premiado en el certamen Florencio Segura del mismo año.
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