/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Con grandes dificultades y apoyándose en el bastón descendió Moisés con las Tablas. Al ver a los suyos bailado alrededor del becerro de oro, se enfadó: «Estáis atontados de tanto humo y esa vaca vale su peso en oro. Sois unos botarates». Y arrojó las tablas contra la ley de la gravedad. «Estáis como un cencerro y yo bajando tablas. Si lo sé, se las dejo a Yahvé y que las venda en el mercado negro».
—¡No, no! —gritaron los hijos de Israel—. No queremos mercado negro, queremos Tablas de la Ley, por favor, Moisés, queremos muchas tablas.
—Solo he bajado dos tablas, a cinco mandamientos por tabla, lo que da un total de diez mandamientos.
—No, no, Moisés, queremos tablas, pero no mandamientos: son muy difíciles.
—¿Queréis que os diga una cosa?
—¡No, no! No nos digas nada, que no queremos saberlo.
—¿Habéis oído hablar del mar Rojo?
—¡No, no, por favor! ¡El mar Rojo no!
—¿De qué color os gusta el mar?
—Amarillo. Amarillo. Negro, negro y verde.
Y no se ponían de acuerdo, y hubo tortazos que resonaron en Atenas
—Pues tenéis que traer cántaros de agua del mar Rojo para apagar la hoguera alrededor del becerro.
—No. No. Cántaros no. Iremos en burra, pero sin cantar.
Entonces dijo uno entre la multitud:
—Yo apagaré la hoguera.
—¿Eres bombero, o un perfecto desconocido?
—Soy un químico al que llaman Tolomeo y nadie me conoce porque soy judaico y un perfecto desconocido.
Después de apagar la hoguera, Moisés y los demás se fueron directamente al desierto a pasar cuarenta años dando vueltas, ya que no tenían nada importante que hacer, ni pirámides de Keops ni templos de Karnak ni nada: se habían quedado en el paro, peregrinando hacia la Tierra Prometida.
Al llegar frente al mar Rojo, el faraón los persiguió con falsas promesas de alcanzarlos. Ya entonces, a los faraones les gustaba hablar demasiado. Moisés, ante el mar impenetrable, levantó la vara y el mar Rojo se hizo religiosamente a un lado, y pasaron todos menos Tolomeo.
Al llegar, el faraón le preguntó cómo habían pasado:
—Muy fácil, se han largado dando esquinazo al mar Rojo.
—¿Han cruzado nadando?
—Nada de eso, sino a pie limpio.
—Como los míos —y, quitándose la zapatilla, Ramsés mostró un pie faraónico impresionante que detuvo allí mismo el avance del ejército frente al muro faraónico de su pie divino.
—¿Más limpio que este? —preguntó provocador el faraón.
Al ver el pie gigantescamente limpio, Tolomeo no pudo evitar mearlo, por lo que fue condenado a describir las esferas celestiales de su primo.
Los israelitas caminaron desierto a través, pero cuando iban por la mitad, dijo Moisés:
—Tenemos que volver.
—¿Qué pasa ahora? —dijo Aaaarón.
—He olvidado el paraguas.
Todos miraron al cielo y luego a Moisés con una interrogación en el rostro. En total, 143.999 interrogaciones.
—¿Cuántas nubes ves tú en el cielo? —le preguntaron los 143.999 israelitas por turno y en fila india.
Una vez hubo terminado la sesión de ruegos y preguntas, Moisés dijo:
—Ya, pero era un recuerdo de una tía paralítica a quien tengo en gran estima.
—Y la Tierra Prometida, ¿qué pasa con ella?
—Sigue estando prometida, el otro día Yahvé me dijo que lo prometido es deuda. Y esa tierra tan prometida se casará con el pueblo elegido más pronto que tarde.
—Si tanto estimas ese paraguas de tu estimada tía, y te vuelve loco de pasión, regresa tú solo: nosotros te esperaremos aquí, cantando los salmos de Salomón y orando para que dios nos envíe un mapa y una brújula, porque este desierto está muy liado.
Moisés regresó al mar Rojo y levantó su mano pero el mar hizo caso omiso. Luego dio un palo al agua y el agua se apartó con llanto y crujir de dientes. Una vez en casa del faraón, Moisés le pidió el paraguas de su tía Emiliana.
—No sé nada de ese paraguas, ¿de qué color era?
—A rayas rojas y verdes —dijo Moisés.
—Aquí en Tebas, en Karnak y en Luxor, todos los paraguas son de color decimotercera dinastía.
—Pero yo quiero el de mi tía, que era de la estirpe de Jeroboam, y estaba hecho con pelusilla de rabo de garnacha.
Moisés caminó en busca de su tía, que se había perdido entre las columnas de la biblioteca de Alejandría y estaba leyendo como una descosida los diarios íntimos de Matusalén.
—Estos papiros no son nada del otro mundo. No hay quien los entienda. Están escritos por alguien que en lugar de verbos ponía pájaros o ratones y en vez de adjetivos o adverbios ponía lobos y serpientes enroscadas.
Al cabo, Moisés regresó al desierto y encontró a los hijos de Israel y los guio durante cuarenta años alrededor de una enorme duna a la que en ese período dieron catorce mil vueltas de reloj.
Por fin, un día, uno de los hijos de Israel que llevaba la cuenta dijo:
—Ya llevamos cuarenta años y dos días dando vueltas a esta duna; yo doy un par de vueltas más y me largo.
Moisés dio orden de poner rumbo a la tierra prometida donde manaba leche y miel. Después de dos horas de caminata, vieron a lo lejos un oasis enorme rodeado de una alta tapia de palos de madera.
Todos pensaron que se trataba de la tierra prometida y lanzaron sus turbantes al cielo en señal de agradecimiento a dios por su bondad.
Fueron rodeándolo, porque su perímetro era inmenso, y al llegar a cierto lugar vieron que había una gran puerta donde se hallaba un guardia con gorra dentro de una garita y un enorme cartel donde estaba escrito con letras góticas: «Paraíso Terrenal. PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA AJENA A ESTAS INSTALACIONES».
Se oyeron innumerables murmullos entre el pueblo, que parecía tener dudas acerca de aquel lugar. Moisés se aproximó al guarda y le preguntó:
—Oiga, buen hombre, ¿no es esta la tierra prometida?
El otro lo miró con cara de pocos (pero buenos) amigos.
—Caballero, ¿usted ha leído lo que pone ahí?
—Sí, claro —dijo Moisés—, pero es que a mí el Señor me dio indicaciones precisas con la ubicación de dicha tierra y coincide con este lugar. ¿No puede que haya algún malentendido?
—¿Malentendido? —dijo el guarda—. Mire usted, llevo aquí más de cuarenta años, y lo mismo el que había antes que yo, y así hasta llegar al principio del mundo, y nadie, desde que se fueron los primeros inquilinos, ha insinuado nada parecido a lo que usted dice. Todo el que ha pasado por delante ha visto el letrero, que para eso es bien hermoso, y ha comprendido a la primera lo que hay escrito, continuando su camino sin detenerse a hacer preguntas tontas. ¿Acaso no está claro lo que pone en ese cartel?
—Bueno, es que a nosotros nos prometió el Señor un terreno muy parecido, y como tengo entendido que este ya no se usa, he pensado que tal vez podríamos meternos y alojarnos aquí, ya que al fin y al cabo la tierra prometida y el paraíso terrenal se parecen mucho, sobre todo en lo de la leche y la miel. ¿Sabe si es edificable?
El guarda pareció dudar.
—¿Llevan algún tipo de documento que acredite lo que dicen? —preguntó el guardia, llamado Marco Antonio.
Moisés extrajo de una bolsa un papel arrugado con una firma ilegible en el que se les otorgaba la nuda propiedad y el usufructo de la Tierra Prometida.
Aquí no dice nada de que, en caso de no dar con esa tierra, puedan ustedes ocupar el paraíso, que es una de las grandes atracciones de la zona y monumento histórico declarado Patrimonio de la Humanidad. Además, esta firma puede ser de cualquiera, mas parece de algún médico.
Moisés, ante la terquedad del guarda, se reunió con los principales jefes y sabios del pueblo elegido. Cantaron unos cánticos de Salomón y luego hablaron de Jerusalén y del Templo y del arca de la alianza y también de Lawrence de Arabia. Luego Moisés se acercó otra vez al guarda, mientras el pueblo se había sentado en la arena a esperar acontecimientos y expectante ante la conversación con aquél guardián insobornable y antipático.
—¿Podría decirme su nombre para dirigirme a usted?
—Marco Antonio.
—Cáspita —dijo Moisés—, pero el de Cleopatra, el de Roma, el de Shakespeare o el de Hollywood…
—Son todos el mismo, amigo, y ese soy yo.
—Pero ¿cómo ha caído usted tan bajo, después de tanta gloria bélica, erótica, literaria y cinematográfica?
—Pues ya ve usted lo que son las cosas. Es preferible un buen retiro a vivir de glorias pasadas, pero sin un duro. Es cuestión de adaptarse al salario y no pedir la luna.
—¡Cuánta razón tiene en eso! Pero, vamos a ver —dijo Moisés—, hemos reunido cierta cantidad de dinero con la que cualquiera podría llevar una vida regalada sin tener que trabajar. ¿Qué le parece si le damos esa pasta a cambio de que haga la vista gorda y nos permita entrar y quedarnos a vivir? Piense que con ese dinero podría volver a triunfar, al menos en el cine.
El guardia dudó al principio.
—No sé, no sé. ¿Y qué le digo al jefe cuando venga?
—Dígale lo primero que se le ocurra, que lo hemos forzado, que somos primos suyos… Por cierto, ¿cómo se llama su jefe?
—Gabriel. Suele venir los martes y los sábados a echar un vistazo.
—Ya, pero ese no será el dueño del complejo, yo me refiero al amo.
—Es un tipo duro que se llama Jehová.
—Tate —dijo Moisés—. Ése es el mismo que el nuestro y no se va a cabrear con usted por habernos dejado entrar, ya que fue él quien nos eligió y nos prometió esa tierra de que le hablo.
—Ya, pero tengo entendido que tiene mal carácter, y yo no sé si vería con buenos ojos que un montón de gente ocupe lo que está cerrado desde hace milenios. Tenga en cuenta que aquí está todo tal y como lo dejaron Adán y Eva, y tanto personal arrasaría esto en menos de una semana. Hasta los restos de la manzana están donde los dejaron dentro de una urna con vigilancia por videocámara.
—Ya le he dicho que no somos gente cualquiera, sino el pueblo elegido por Yahvé —dijo Moisés un poco irritado.
—Elegidos para qué.
—Eso es lo de menos —dijo Moisés—. Los pueblos se eligen para muchas cosas. Yo no puedo a ponerme ahora a explicárselas todas aquí. Eso nos llevaría años, o tal vez siglos, amén de discusiones teológicas interminables. Mire a toda esta gente que viene conmigo —dijo señalando al pueblo elegido—. Necesita leche y miel urgentemente. Hay mujeres, niños y ancianos que llevan cuarenta años gastando suela en el desierto. ¿Es que por un simple asunto burocrático los va a dejar que se mueran de asco en medio de la arena sin poder disfrutar de la sombra fresca y todas las bondades que se adivinan ahí dentro? —y señaló con energía hacia la puerta del paraíso terrenal.
—Mire usted: yo, si no me dan más garantías que ese papelucho que traen arrugado, no puedo dejarlos pasar, y mire que lo siento, pero solo cumplo con mi trabajo, y gano el pan de mis hijos.
Moisés se reunió de nuevo con los doctores de la ley y durante dos horas discutieron en voz baja. Luego montaron allí su campamento como si pensaran quedarse a vivir definitivamente delante del paraíso terrenal. El guarda veía todo esto con incomodidad y casi como una amenaza a su propia persona, y, por supuesto, a su puesto de trabajo.
Por la noche fue invitado a cenar en el cenáculo que habían improvisado y le pusieron somnífero en la copa, de manera que, mientras dormía como un bendito, el pueblo de Israel se coló de rondón en el Paraíso, que, como era muy grande, les permitió alejarse bastante de la puerta y esconderse por allí en medio de los matorrales y los bosques llenos de árboles de la ciencia y otras especies raras, como árboles del paraíso, árboles de la vida, etcétera.
Una tarde, mientras hacía una ruta a pie por el paraíso, Moisés se tropezó con Yahvé, que paseaba tranquilamente acompañado por una hermosa joven y tenía el aspecto de un anciano venerable e imponente.
—Por fin te conozco, Señor.
Jehová y su acompañante se pararon en seco al verlo y lo miraron como a alguien a quien no se espera ver jamás.
—Me parece que no tengo el gusto. ¿Hemos sido presentados antes?
—No me digas que no me recuerdas después de todo lo que hemos hecho juntos.
—¿Y se puede saber qué hemos hecho juntos?
—¿No te acuerdas ya de la zarza, de las tablas, ni del asunto de las plagas?
—¿Qué zarza y qué tablas y qué plagas?
—La zarza ardiente en Madián, las Tablas de la Ley Mosaica y las plagas de Egipto.
—Ah, bueno, de la zarza me acuerdo, porque ese día fuimos a merendar esta joven y yo a ese monte y tuvimos que encender un fuego para hacer una barbacoa. Luego nos acordamos de que habíamos dejado encendido el fuego, pero estábamos muy cansados para volver. De las plagas no sé nada, hace tiempo que no estoy en lo de la agricultura.
—Y las Tablas de la Ley, ¿también las dejaste olvidadas? —le espetó Moisés con retranca.
Dios se llevó las manos a la cabeza.
—¡No me digas que las tienes tú! Por fin las encuentro: estoy que no duermo desde que las perdí.
—¿Y esa joven?
—Es una prima que ha venido a verme.
—No sabía que tuvieras familia.
—Yo tampoco.
—Entonces echaste a Adán y Eva para quedarte tú.
—No me pagaron el alquiler de los quince últimos siglos y tuve que inventar lo del árbol del bien y del mal, el de la ciencia y la manzana con serpiente, para que se largaran. Aun así me costó horrores, no te lo puedes ni imaginar. La ley protege a los sinvergüenzas por lo visto.
—Pues ahora tu pueblo está aquí. ¿Te gustaría que nos reuniéramos todos en torno a tu persona?
—¿Sois muchos?
—Ciento cuarenta y cuatro mil.
—¿Justos?
—Algunos sí, pero hay de todo. Piensa que es un pueblo elegido entero.
—Bueno, mira, será mejor que no les digas que me has visto, porque no estoy ahora para pollos de esa categoría. Como he venido de incógnito, me gustaría seguir así, al menos hasta que pase la temporada alta, conversando con esta joven que tiene problemas de identidad, y me gustaría aclararle unos puntos de teología de la liberación y todo eso, ¿comprendes?
—Claro que sí, ¿cómo no voy a comprender? —dijo Moisés mirando las buenas hechuras de la joven—. Bueno, ya nos veremos otro día y seguiremos la conversación, que tenemos que hablar de muchas cosas.
—No serán tantas. No exageres, Moisés, que te gusta mucho hablar.
—Conque no me reconocías.
—Bueno, ahora sí te recuerdo algo. Creo que pasaste el mar Rojo cuando fui a bañarme y me tiré un chapuzón tan fuerte que tuvisteis que ir a sacarme del agua.
—Sí, por supuesto.
—Bueno, pues lo dicho: a ver si nos vemos un día de estos y nos tomamos 144.001 cañas.
—O quizá 144.002.
Yahvé lo miró con desconfianza y se perdió con la joven entre los matorrales y las fieras salvajes.
Cuando se acabaron las existencias de leche y miel, el pueblo de Israel abandonó de nuevo aquel recinto, y sin despedirse siquiera de Marco Antonio, que dormía como un bendito en su garita, una noche se encaminaron hacia Jerusalén, la bien construida.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
0 comments on “La Tierra Prometida”