/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Bien sabemos cómo Platón trata de cargarse a los poetas para fundar la filosofía. La dinámica del conocimiento y el comportamiento, a saber, la verdad y la ética, estaban en juego. Así, en la República trata de establecer un nuevo paradigma educativo que favorezca el rigor de la nueva disciplina a la que consagraba su vida, en detrimento de lo que, a su juicio, consideraba la charlatanería poética. Esta se había apoderado de la comunicación de todos los plurales conocimientos sociales, ya fueran estos morales, políticos, tecnológicos, etcétera. Porque en la época del pensador griego la poesía seguía cumpliendo una amplia función didáctica. Claro está que a medida que la humanidad incorporó otros medios de expresión se fue orillando el alcance de este cometido. En nuestro tiempo, y desde la modernidad, la poesía es sinónimo de expresión lírica y el canto poético, por tanto, se presupone fruto de la subjetividad de quien lo escribe. En este sentido, he escuchado al poeta Rondoni afirmar a menudo ―la primera vez durante la presentación de la revista Ibi Oculus el año de su lanzamiento― que la poesía brota cuando la experiencia desborda a su artífice, que se siente, de esta manera, impelido al canto; a la expresión especial de cuanto lo atrae, en definitiva. El arte de la palabra surge, así, como la necesidad de otorgar una resonancia especial a lo extraordinario que sucede en contraste con el monocorde desplegarse de lo ordinario. O a la especial sensibilidad del escritor para captar la vibración singular con que también pueden ser vividos los hechos cotidianos.
Esta necesidad expresiva seguramente explica buena parte del fenómeno de la poesía superventas. La actualmente mal llamada con el marchamo mercadotécnico de «poesía urbana» ―pues hay una grandísima tradición de poesía urbana que nunca ha sido precisamente mainstream― viene desde hace un lustro demostrando que, gracias al nuevo paradigma de la inteligencia artificial y los algoritmos que la aplican a través de las redes sociales, el consumo de poesía se ha disparado sin necesidad de contar con un lector que la demande de forma proactiva, sino simplemente considerando en este su innato aprecio por lo poético. Por eso, este fenómeno ha visibilizado como autores a los poetas en la Red, con frecuencia ya conocidos en esta por razones extraliterarias, popularizando la lectura de sus textos entre usuarios que prácticamente solo leen lo arrojado a las procelosas aguas digitales que anegan los dispositivos y de las que, una vez pescados, los nuevos vates consiguen sacarles. Sea como fuere, no deja de ser el mismo hueco que siempre había ocupado la poesía popular, solo que ahora dicha popularización de lo poético y su consumo sucede de forma masiva y en paralelo a su creación. Es decir, «en tiempo real», como suele explicarse en el argot tecnológico. Por su parte, desde el punto de vista de su escritura, este escenario conlleva un cedazo menos riguroso, antes reservado a la transmisión oral ―la memoria― o la expresión pública de la poesía, y, por tanto, a la intervención de más de un individuo en su proceso de depuración. Por todo ello, es decir, un público menos exigente y un menor filtro creativo, se explica que la exigencia literaria no sea con demasiada frecuencia, ay, el principal activo de esta nueva poesía bestseller. Junto a este nuevo paradigma lector, escritor ―y ya también editor―, ha coexistido la lírica más elaborada o culta de siempre, también mal llamada, de nuevo por razones de mercadotecnia, «poesía contemporánea» ―¿acaso existe alguna obra que, si se escribe en el momento presente, no deba considerarse contemporánea?― que ha dado lugar a una pléyade de autores jóvenes muy numerosa. La lucha de estos, por su parte, será por evitar ser menospreciados en función de su carácter minoritario, pelea que nos ha sido imposible evitar, por otro lado, a los que hemos sido jóvenes poetas «contemporáneos» en algún momento de nuestra trayectoria. ¿Quién no ha escuchado alguna vez decir, no sin buen tino, que la poesía no tiene público, sino lectores? En este panorama de renovado afecto por lo poético cobra valor, si nos ceñimos a esta última estirpe de autores, la manera con la que Carlos Bousoño definiera a los poetas. Como ya se ha dicho en algún sitio de este Cuarderno, para el asturiano el poeta nace, se hace, posee una especial sensibilidad para captar las claves existenciales de su momento histórico y, con frecuencia, se dan en su andadura experiencias biográficas que le invitan a expresarse poéticamente.
Llegados a este extremo, nos topamos con el que para mí es el debate más apasionante de todos, tan viejo, por otro lado, como la escritura de poemas. ¿Qué convierte a la poesía en algo impactante? ¿Qué es más eficaz, en aras de la conmoción y eficacia poética, el mensaje de la poesía o la fuerza de su expresividad? O, si se prefiere, ¿qué resulta más necesario y atractivo, su factor reivindicativo en lo social, lo político, lo íntimo, etcétera, o la subversión del orden de las cosas y el pensamiento introducidos por la belleza como una forma sublime de rebeldía? Para aventurar un principio de respuesta, emplearé un ejemplo familiar y reciente para mí. Me refiero a los argumentos recogidos en el prólogo que escribí para la edición bilingüe del poemario Himno nacional, del poeta estadounidense actual Kevin Prufer, traducida por Luis Ingelmo y aparecida en Bartleby a principios de este 2021. Independientemente del nivel de logro sobre este propósito que cada uno otorgue a Prufer en dicha obra, en ella defino al norteamericano como un «Tiresias contemporáneo para el que la ciudadanía decretara decreto de expulsión platónico», dado su papel visionario, instigador de preguntas y delimitador de espacios de reflexión existencial individual y colectiva que nos interpelan a todos, desde una escritura ciertamente apegada a la sugerencia y la imagen. En cualquier caso, cómo se logre esto debería ser lo de menos. Al fin y al cabo, es lo definitorio de la poesía, en última instancia tan rica y variada como poetas puedan escribirla.

IMAGEN DE PORTADA: Place des Lices, St. Tropez, Opus 242, de Paul Signac (1893)

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
Traté de escribir sobre la realidad actual de la poesía, sin dejar de subrayar cosas que son para cualquier momento.