Últimas flores para Laura

Clairvoyance (a modo de epílogo para el ‘Album Zutique’)

«El siglo me ha ignorado. Las águilas, por tanto, sabrán de mí. Más allá de las montañas de siempre hay pueblos que saben apreciar, en un hombre, el lujo de una mirada llena de ictericia. No queda otra alternativa que un altanero sacrificio». Un texto de Agustín Vidaller.

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El siglo me ha ignorado. Las águilas, por tanto, sabrán de mí. Más allá de las montañas de siempre hay pueblos que saben apreciar, en un hombre, el lujo de una mirada llena de ictericia. No queda otra alternativa que un altanero sacrificio.

He buscado, entre las multitudes, a alguien cuyo revólver ejecutase el veredicto. En vano. Los asesinos de 1873 carecen de la antigua ecuanimidad jacobina. Dejada atrás la Comuna y su comedia, los nuevos tiempos se caracterizan por una torpe administración de la caridad. Mi ración de camaradería fue Christabel. Todo lo demás ha sido una autosatisfecha interpretación de los Derechos del Hombre (léase las nuevas legislaciones sobre los lazaretos).

Christabel fue aquel tiempo en que creí superar mi predisposición a vagar, muerto en vida. En el horizonte clamaban la guerra y el Emperador. En mi corazón, mientras tanto, yo iba coleccionando las distintas sensaciones de un difunto, vestido con su levita para los formulismos del velatorio. Demasiado niño —demasiado nervioso— para el batallar, opté por las otras escaramuzas del Parnaso. Se imponía la gravedad de la huída, que para el sargento de mi madre equivalió a una deserción en regla. Todo consistió en pasar de un ejército de viudas vocacionales a otro formado por amazonas del malvivir. No, no tenía dinero en absoluto. Fue por tanto otro el que compró la virginidad de mi querida, concretamente un senador vitalicio. Yo tuve que conformarme con una mirada cómplice de desmayo —aquellos ojos grises— y la caridad de una absenta. Posteriormente, la disciplina del burdel para con los desheredados, tan feroz como la de un batallón invasor, apenas nos concedió la intimidad de un roce. De ahí que, una vez enferma mi menina, lo nuestro fuese un romance hospitalario. Recuerdo los esputos manchando la cebada por recolectar de su melena, recuerdo la febrilidad de sus labios bajo los míos. Recuerdo el matrimonio que fingimos, intercambiándonos mechones de cabello. Christabel murió besándome, hasta que su precoz tisis me devolvió a la sustancia de los que mendigan amor. Sobre París caían las bombas y el invierno. Mariposas que no eran tales vi en las calles.

Después, Verlaine, qué más da todo. Qué importa si fuimos poseedor o poseído, en un juego que yo jamás soñé jugar con alguien calvo. Fuiste clemente cuando, al infligirme la herida, dejaste incólume la mano con la que sostengo la pluma. Espero haber causado la ruina de un matrimonio católico en nombre de una literatura que ni a ti ni a mí se nos hará asequible.

¡Ah, sí, Londres! Demasiado hollín para tan pocos hombres de una pieza. Si Gran Bretaña hubiera sido poblada por los galos, los descendientes de estos no habrían tardado en sublevarse contra la polución de los negocios. De allí traje un mal inglés y la certeza de haber sido vigilado. Si el Mercure de France me diese la importancia que me confieren dos servicios secretos, sería por fin alguien en las letras. Es evidente que se debe desconfiar de todo poeta.

Otra cosa preservo de mi malaventura inglesa. En mi memoria, la fortuita conversación con un veterano de la campaña abisinia de Napier obra durante las noches de insomnio como un imán de la imaginación. Ignoro hasta qué punto el tiempo y la cerveza de aquella taberna del East End deterioran la descripción oral de un país cuyas bondades se igualan a sus truculencias. Suaves tierras altas y portentosas cosechas de café son la contrapartida de páramos salinos y tórridos en donde la hombría, esta vez explícitamente, se identifica con la habilidad para el asesinato. Pronto no quedará sobre la Tierra un país que desconozca la manera europea de propagar el Catecismo y el Comercio. Es la hora de las apuestas. Junto a mi jergón guardo el diccionario árabe-francés que mi padre compiló y una navaja de afeitar cuya cercanía a veces me tienta. El primero habla del Mundo y de la vida por vivir. La segunda es el ominoso peso de mi jurada condición de viudo. Mañana, al afeitarme, sabré qué camino tomar. Y en el espejo mis diecinueve años contemplarán, una vez más, los otoñales papillones en cuyo vuelo advierto la llamada de Christabel. Zut!


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

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