/ por Arturo Caballero Bastardo /
Sueña el turista que es viajero y en esta entelequia disfruta de sus días de asueto sin que nadie esté legitimado para despertarlo; por lo menos no hasta que se descubra un sistema para medir el placer que proporciona la visita a los lugares que piensa que es el primero en ver con ojos ingenuos. Por mi parte, aclaro que no sabría precisar en qué proporción se mezclan esos dos conceptos al que habría que añadir el de las ocupaciones propias de la que ha sido hasta hace poco mi profesión en estos asuntos de la historia, la cultura y el arte.
Así que, libre de cargas docentes y con mi certificado Covid en regla, aterricé en Lanzarote con la esperanza de olvidar preocupaciones diversas. Sin embargo, apenas subido al coche de alquiler, los viejos vicios volvieron a empañar mi mirada filtrando lo que veía e interpretaba en base a mi temperamento el habitual y el ocasional—, las circunstancias del instante y el lastre de conocimientos acarreados, tal como les ocurría a los hermanos maristas de Un perro andaluz. ¿No le pasa así a todo el mundo y siempre?
Se dice que la mejor forma de evitar el desasosiego de la tentación es cayendo en ella. En consecuencia, ya en el avión de retorno, me puse a garabatear en un papel las ideas a las que había dado vueltas a lo largo de la semana y que, de la forma menos elaborada posible, confío a la buena voluntad de mi editor —amante de viajes, como yo— para que se sometan al juicio del lector.
Lanzarote es tierra fruto del fuego, del agua y del viento. Aunque los pulsos de su historia se miden por siglos, lo específico de ella es que podemos rastrear de forma reconocible su origen y evolución.
Hace 15 millones de años, gracias a diversas erupciones volcánicas, comenzaron a formarse en los extremos de la isla, tanto al norte (riscos de Famara) como al sur (Los Ajaches), espacios que desde su mismo origen fueron sometidos a una erosión que dispersó materiales extendiéndolos por toda la zona central desde Famara hasta Arrecife. Hace veintiún mil años surgió el volcán de La Corona, uno de cuyos tubos de lava (incluyendo Cueva de los Verdes y Jameos del Agua) se adentra (Túnel de la Atlántida) kilómetro y medio en el mar. En 1730 se produce la erupción de Timanfaya, que, debido a su relativa modernidad y a una cuidadosa protección medioambiental, impresiona a quien lo contempla porque suele ser lo más cerca que podemos encontrarnos de un mundo recién creado.

Es en la inmensa y desolada playa de Famara, en Los Hervideros y, por supuesto, en las Montañas de Fuego donde sentí el aliento de una naturaleza a la que bien se podría, para apropiarte de ella desde el punto de vista conceptual, aplicar el término de sublime. También, en cierta medida, en la Cueva de los Verdes, aunque aquí, debido a las obras de acondicionamiento imprescindibles para su visita, la naturaleza ha sido adecuada para su disfrute y pierde algo de su brutalidad. Otros espacios naturales como los miradores de El Río o el de Punta Papagayo ofrecen una agradable vista de espacios abiertos que proporcionan una sensación placentera y relajante.
A esta tierra tan poco proclive, aparentemente, a la vida llegaron hacia el año 500 a. C., tal vez antes, poblaciones de origen bereber que apenas han dejado restos. Durante el siglo XIV se produce la llegada de europeos y a comienzos del XV se inicia la conquista que la terminará incluyendo en la Corona de Castilla. Lo que hoy vemos es fruto de esta imposición. Tendemos a proporcionar mucha más antigüedad a las obras humanas de la que realmente tienen. Me admira, siempre lo ha hecho, la tozuda voluntad del hombre para convertir el espacio natural en ecúmene. Por eso me han fascinado las construcciones más humildes en las que ha instalado su vivienda y su espacio de trabajo. En ellas se muestra la racionalidad inherente a todo proceso constructivo. Y su adecuación al terreno y al clima. Aunque hay muchas más repartidas por toda la isla, el conjunto que proporciona La Geria dedicado al cultivo del vino, de pie franco además, es ilustrativo. Allí están bien cuidados los elementos que, en otros lugares se observan en proceso de abandono, como el cultivo en terrazas y los muretes (soco) que protegían a las plantas del viento. Siempre el viento. Es difícil hacer frente a una economía globalizada. Ni siquiera por medio del proteccionismo. Tal vez gracias a la exclusividad.

Esta arquitectura vernácula, basada en estructuras máclicas que se interpenetran y que son semejantes a otras peninsulares y del norte de Africa, se ha conservado bastante bien e incluso informa el aspecto de nuevas construcciones, lo que es de agradecer. De la primera hay conjuntos aceptables en La Caleta de Famara, Punta Mujeres, El Golfo, Haría, Teguise y diseminadas por toda la isla. Pero, incluso en esos espacios, el buen salvaje hoy al tanto de todo por estas cosas de las nuevas tecnologías puede hacer de las suyas con un total desprecio de los gustos de viajero o del profesional del arte y la arquitectura (no digamos del amante radical de la naturaleza, que para él lo mejor que podría hacer el hombre es desaparecer) y ante la alegría del turista puro admirado por las pintorescas soluciones vacacionales. Ojo al hombre civilizado que también erige sus creaciones en un diálogo de muy difícil entendimiento entre modernidad y tradición.

Y lo que tuvo su origen en lo necesario, por mera curiosidad o por extrañeza alcanza la categoría de pintoresco. A este ámbito, por su amabilidad y porque halaga el gusto menos exigente, no es fácil resistirse, como ocurre cuando se descubre el Charco de San Inés en Arrecife.
Proyectos de otras épocas, más propias de la posmodernidad que de las vanguardias, son algunas de las propuestas del omnipresente César Manrique, infatigable, polémico y mediático defensor del paisaje lanzaroteño y de su arquitectura popular, que hoy posiblemente hubieran encontrado problemas burocráticos, y también conceptuales, de difícil superación. Y como prueba valga el abandonado proyecto de Eduardo Chillida en Tindaya (Fuerteventura). Hay en algunas de las creaciones de Manrique (Casa-museo en Haría) un cierto regusto barroco. Otras como el Mirador del Río, 1971-73 y el Restaurante El Diablo en Timanfaya) resultan prescindibles. Un ejemplo de esta visión de la naturaleza manipulada y manipuladora —hasta se determina qué y desde dónde debes ver casi al modo manierista— son Los Jameos del agua (1977), que seguramente sean considerados una aberración por algunos, pero no para los miles de personas que acuden todos los días para disfrutar en medio de un oasis que sobrevive en un entorno hostil. Mucho más interesante por el cuidado de sus soluciones arquitectónicas y escenográficas me pareció el Jardín de cactus (Guatiza, 1991), el último proyecto del artista.



¿Y lo bello? A Lanzarote va durante algo más de una semana gente mayor de 44 años con estudios superiores; ya ha estado allí con anterioridad y lo hace, fundamentalmente, por su clima, su entorno ambiental, su mar, sus paisajes y sus playas. En resumen, por sus condiciones naturales. Y la naturaleza, aunque parece que tiende a la entropía, suele ser más de extremos que de equilibrios. De vez en cuando un mar en calma, una suave puesta de sol, la limpieza de las arenas de sus playas, nos hace estar cerca de una ordenada proporción que acompaña, según algunos tratadistas del XVIII, la idea de belleza. Hay otra clase de belleza, como la de los pequeños detalles en la floración de un cactus donde intuimos un plan natural en su crecimiento y la de las combinaciones de colores que jamás imaginaron los impresionistas o los foves.
Las gentes que acudimos en tropel a estos lugares nos desplazamos por una isla, paraíso de surferos que practican todas las modalidades imaginables, en bicicleta, automóvil, furgoneta o autobús. En oleadas. Como auténticos enjambres humanos. Y haciendo cola para entrar en todos los lados. Ya ni te sorprendes, mientras estás tranquilamente tomando un vino de la tierra, cuando aparecen estos grupos de extranjeros y nacionales que desembarcan en una bodega bajo el señuelo de una degustación (no más de un dedo de malvasía o moscatel en vaso de plástico pequeño) en la esperanza de que alguno de ellos adquiera en la tienda una botella con la que agasajar a sus amigos o familiares que no pudieron, a diferencia de ellos, hacer este viaje. ¿Y qué decir de los cubatas de ginebra y ron, no premium por supuesto, a medio terminar cuando se acaban las atracciones programadas por el hotel de ese 34% de visitantes que va con todo incluido? ¿Y de los lugares donde se acumulan porque decisiones administrativas los ha circunscrito a Costa Teguise, Puerto del Carmen, Playa Blanca y algunos espacios más? Es la otra cara del turismo de masas.
Se están cuidando los recursos naturales, pero hay opciones que nos parecen contradictorias. Por ejemplo, el acondicionamiento de la carretera en las Montañas de Fuego para el desplazamiento en autobús (con aire acondicionado y con música adecuada acompañando a la dramática descripción del proceso) frente a la pista de tierra que hace sufrir a los vehículos para llegar a la playa del Papagayo. No quiero ni pensar lo que ocurriría de poder realizar de forma libre el recorrido por las primeras. Y respecto a la segunda: llegar, siempre se llega, más tarde o más temprano, más caro o más barato, porque ya que has aterrizado allí… Porque hay un turismo selectivo para quienes lo pueden pagar y otro, más popular y barato, que es reclamado por la mayoría como un derecho. Para ello es preciso, desgraciadamente una determinada masa crítica.
Por otra parte, existen sutiles intervenciones como es la extracción de áridos, apreciable a vista de pájaro o de avión en este caso, explotadas incluso dentro del cráter de algún que otro volcán. No pareciendo agresivas, se desplaza el material blanco, rojo o negro fuera de su estructura lítica de referencia alterando, sin que seamos conscientes de ello muchas veces, el paisaje que contemplamos. Son cuestiones quizá de matiz, pero nos muestran la complejidad del asunto.
Cada vez más la naturaleza es objeto de deseo. Lo vuelve a ser una vez que parece superado lo más grave de esta moderna peste. Sin embargo, nada es natural. Al menos en sentido estricto, porque la mera presencia del hombre que contempla cualquier paisaje automáticamente lo humaniza, ya que lo interpreta en base a las diferentes pantallas culturales con las que adaptamos nuestra visión para apropiarnos de lo que vemos por primera vez.
Puedo ser comprensivo con esto,o con aquello, pero bien podría haber incluido en Arte y perversión la propuesta de quienes, teniendo en frente una playa salvaje, crean otra artificial a diez metros de ella convirtiendo en suave vaivén unas olas a las que se ha domesticado. Por cierto, entre los visitantes de la isla hay un porcentaje muy alto que valora los espacios propios de los hoteles y que prefieren la piscina al mar. Si hay demanda, y parece que la hay, la propuesta del promotor y del arquitecto terminan por cobrar cuerpo. Y generar trabajo y, en consecuencia, riqueza. Cómo se reparta esta es otro asunto. Y no menor.
No me incluyo entre los radicalmente conservacionistas, pero sí defiendo el impedir que se den pasos irreversibles en lo que respecta al entorno. Pero es preciso no obviar otros aspectos, como lo son los más de tres millones de visitantes, respecto a una población de casi ciento cincuenta y seis mil residentes, que llegaron a la isla en 2019 y los recursos que podrían aportar si la mayoría no se quedasen en su origen o por el camino. Y respecto a los centros (datos de 2018), casi un millón de visitantes para las Montañas de Fuego (Timanfaya); más de setecientos cincuenta mil para Los Jameos; casi cuatrocientos cuarenta mil para la Cueva de los Verdes y más de trescientos cincuenta mil para el jardín de cactus. Ni Lanzarote ni nadie, a pesar del tantas veces prometido cambio de modelo económico que nunca llega, pueden prescindir de ellos. Pero no es solo economía. No hay que minusvalorar la importancia del turismo en la configuración de la idea de Europa, como admirablemente explicó Orlando Figes (Los europeos, Taurus, 2020) y, por qué no ahora, del mundo globalizado del que unas veces disfrutamos y otras padecemos.
Es tendencia en la juventud, y bien está, rechazar componendas. Yo prefiero, quizá por la edad, la negociación y el compromiso. Más que nada porque uno nunca termina por conocer de forma adecuada cuáles son sus fuerzas y cuáles las del contrario. Cuando se enfrentan dos opciones nada garantiza que no sea la otra la que triunfe. Así que, ¡vaya usted a Lanzarote! ¡Aunque sea como turista! Yo, al menos, no me arrepiento de haberlo hecho.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.
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