/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Vengo a escribir este artículo hoy con la nostalgia de los días pasados erizada en el ánimo. Pero también con el sentimiento de frustración del que ha tenido que dejar ir, llevado por la riada, un mueble antiguo y valioso heredado de algún antepasado a través de varias generaciones. Y es que la tempestad de los acontecimientos desbarató mis previsiones de escritura, y hube de ceder el espacio de estos textos espirales a otros requerimientos literarios, que me han exigido atención inaplazable. Una vez concluidos estos ―también muy gratos, hay que decirlo―, he regresado a este Cuaderno con la intención de poner remedio a su abandono estival. Con el deseo de juntar las palabras necesarias para alumbrar una historia gestada durante mi pasada estancia en el Cabo de Gata, a donde, indefectiblemente, regreso cada agosto. A este propósito, compruebo que solo había escrito acerca de él en una ocasión. Fue en unos versos incluidos en el poemario Cero sobre la playa de los Genoveses, uno de sus enclaves más emblemáticos: «Será que amo la claridad del agua en Genoveses,/ la redondez que eriza mi descanso,/ la gramática que vertebra el mundo,/ sintaxis natural que reflejan los cuerpos que se escuchan». Playa en la que, por cierto, se desarrollan asimismo los acontecimientos que me dispongo a narrar, y sobre los que me extenderé un poco más de lo habitual para resarcir mi ausencia de estas páginas.
13 de agosto, alrededor de las doce de la mañana, playa de los Genoveses, Almería. Día de nubes, pero agua agradable. Una playa en la que, por mucho que uno se adentre en el mar, se sigue haciendo pie. Esto subraya, en los días claros y mar tranquilo ―la gran mayoría―, la transparencia del agua en esta zona del litoral español. Una transparencia que casi duele. El mar, sin embargo, hoy está algo revuelto. Hay olas y su alboroto parece haberse contagiado del cielo encapotado, pese a no haber necesariamente relación entre ambos fenómenos. La bandera avisa de que las corrientes empiezan a ser fuertes. Si te fijas, en la distancia, mar adentro, puedes ver si son de levante o de poniente. Mi salvaguarda, no obstante, es el escaso metro de profundidad en el sitio donde me encuentro, que, como decía, va creciendo muy poco a poco a medida que te alejas de la orilla. Nado, me sumerjo, retorno a la superficie y con ella a la respiración, y así varias veces. Algunas brazadas más, salgo de nuevo a tomar aire, y me detengo. El agua se ha entreverado con mi piel. Los poros parecen relojes de arena mojados. El tiempo dibuja así, enredado con mi cuerpo, una cadencia que me recorre de la cabeza a los pies. Y, entonces, sucede. La inmersión que llevaba tiempo esperando. No en vano, sumergirse siempre te depara la sensación de estar a la búsqueda de algo; de algún mandato del agua; o quizás de esa voz que te desvele un preciado secreto sobre la existencia. Y, ¿quién sabe?, tal vez, en alguna vida remota fuimos criaturas marinas y necesitamos volver a nuestro ámbito de origen. La comunión es absoluta. Tanto que permanezco sumergido y boca abajo un rato. Las olas me pasan por encima y me llega un leve rumor de los pocos bañistas que van quedando, porque seguramente la bandera pronto pasará a ser roja. El sol, tamizado por las nubes, repica centelleante en mi espalda. Lo escucho restallar sobre la piel húmeda. No me atrevo a abrir los ojos para no perder las lentillas, pues olvidé las gafas de piscina ―también son muy útiles en el mar― en la bolsa de snorkel. Pero los ojos cerrados también me brindan una nueva perspectiva. El agua me sostiene y creo haber adoptado, sin pretenderlo, la posición del muerto a la inversa. Boca abajo y sin moverme estoy sin ser y soy sin estar. Porque tal vez ni estoy, ni soy y simplemente he desaparecido. En realidad, nadie puede verme ya desde la playa. Mi cuerpo pasó de ser una mancha aquietada sobre el agua a resultar inapreciable. O quizás soy yo quien lo siento así y simplemente estoy dejando de notarlo. Mi piel y mis extremidades parecen difuminarse con la superficie. Mi pensamiento, cada vez más, lo hace con el fondo. Creo haber detenido casi toda la actividad del organismo. Y, desde luego, no noto la respiración. Tanto que me da por pensar si no habrá alguien empezándose a preocupar en la orilla. No obstante, si pudiera, pasaría así mucho más tiempo, en perfecta unión con este medio, completamente tranquilo y anegado. Pero no puedo. Me falta el aire y es como si un árbol de azogue me creciera desde el pecho hasta la garganta. Retomo el hilo de mi conciencia y caigo en la cuenta de que, efectivamente, llevo bastante rato en el agua, sin moverme, absorto en un estado de cierta embriaguez, quién sabe si propiciado por la apnea. En verdad, se trata de un ejercicio en el que, por un momento, el tiempo parece detenerse y, si no eres ducho y conoces sus pormenores, se podría llegar a un punto de no retorno. Entonces, perderías el conocimiento, y ya sabemos lo que ocurre cuando eso pasa dentro del agua. «Sería demasiado peligroso y estúpido insistir», me digo, y me dispongo a incorporarme no sin antes dar por concluidas estas cavilaciones que vengo comentando y reparar en un verso que también tengo recogido en otro poema de Cero: «Rápido como un instante y demorado como una eternidad». Rápido como una eternidad y demorado como un instante», debí escribir. Ya que, al fin y al cabo, nuestra vida se sintetiza en esto. Cuerpo, mente, corazón y espíritu coinciden en desear aquello que nos cumple en el presente y se entrevé duradero. ¿Lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo justo? Cualquier cosa que nos procure un momento con visos de colmarnos y resultar perdurable. Una vocación por lo sublime donde reconocemos las verdaderas expectativas de nuestra naturaleza. Cuestión que la filosofía, por otro lado, trata ya desde los clásicos, algunos de ellos nada condescendientes con el asunto. El propio Aristóteles distinguía tres estados para el alma: el vegetativo, el sensitivo y el intelectivo ―el humano, aspirante a pensar y pensarse―, y sostenía que el alma no puede ser inmortal, como afirmaba Platón. Sin embargo, ¿por qué no se pronunciaba con la misma claridad acerca de la parte activa del entendimiento? Sin ir más lejos, Santo Tomás de Aquino explicaba que el silencio aristotélico respecto de la inmortalidad individual del pensamiento no implica la negación de dicha inmortalidad. De hecho, esta esperanza transcendente, que requiere de certezas que se abonan lentamente en el corazón, bien pudiera verse refrendada con sensaciones como las que se producen al despertar del sueño, de un desmayo o al respirar tras la apnea, tal y como venimos comentando. Porque, al final, desaparecemos y aparecemos cíclicamente. No estábamos, volvemos a estar y somos conscientes de ello. ¿Quizás para que no se nos olvide el horizonte infinito que realmente nos gustaría como destino?
Vuelvo a la orilla. Por un momento me he sentido como la ballena Moby Dick del gran Melville, libre e indomable, nadando en el medio líquido, donde todos crecimos cuando fuimos gestados. Un medio que la literatura y la propia biología han consagrado como metáfora de la muerte o de la vida, según el caso. En la orilla me aguarda mi familia y un grupo de amigos que hemos acudido a disfrutar de un día de verano en este hermoso lugar.
― ¿No has estado mucho tiempo bajo el agua? —me preguntan.
― Qué va. Estaba tan a gusto…
Seguramente por la tarde nos encaminaremos a pie por los collados hacia las calas ubicadas más al sur, rumbo al Arrecife de las Sirenas. Su belleza, el camino y nuestra compañía, sin duda, son también palacio de lo eterno.

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
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