/ una reseña de Álvaro Acebes Arias /
Decía Norman Mailer que «es la vida de la que no puedes escapar la que te da el conocimiento que necesitas para crecer como escritor». Lo que el autor norteamericano no nos dijo es cuánto se tarda en acceder a esa sabiduría y qué caminos hay que recorrer para alcanzarla. Uno más bien pensará que se trata de una labor de merodeo, de un lento deambular que elude cualquier posibilidad de llegar a un centro desde el que construir una teoría firme sobre la relación entre vida y escritura. No resulta fácil determinar, por tanto, de dónde viene o hacia dónde se encamina un escritor, pero en el caso de Alberto R. Torices ese lugar primordial pudiera haber quedado recogido en esta colección de relatos que no solo dan cuenta de su talento para medirse en las distancias cortas, sino que también ofrecen un itinerario por toda su escritura, haciéndose palpable su fidelidad a los núcleos temáticos y formales que han definido toda su obra, al tiempo que demuestra su habilidad para moverse en toda clase de registros.
El título de este volumen de cuentos tiene algo de acta notarial, como quien da por finalizada con cierto alivio una labor largo tiempo madurada. Estamos hablando de un autor que sobresale por su carácter huidizo y discreto, alguien que está y no está en el mundo de las letras y que ha optado por escabullirse de sus redes para libar en penumbra una obra rica e inteligente. Por ello, y aunque esta no sea la primera vez que el autor leonés se acerca al relato breve, pues en su haber figuran ya otras colecciones como Los sueños apócrifos (2009) o Trata de olvidarlas (2017), sí es remarcable que en esta nueva entrega haya querido hacer una retrospectiva de toda su trayectoria para aglutinar textos dispersos y publicados con anterioridad junto a otros inéditos, ofreciendo a los lectores una forma más variada de su talento como escritor y ampliando de forma nada desdeñable su obra. En este sentido, El trabajo está hecho (2021) funciona como una visita guiada a un museo personal que ilumina las diferentes formas en que Rodríguez Torices ha concebido la escritura a lo largo de una trayectoria que abarca ya casi dos décadas. De hecho, la disposición estructural del libro obedece a un orden inverso, de los cuentos más recientes a los más antiguos. La adenda que incluye el autor expone de forma clara y meticulosa esta cartografía, aunque nos advierte de que «esos lugares y tiempos, no siempre son (casi nunca son) los de la escritura». Por otra parte, la diversidad de relieves, texturas, modulaciones, ingenios y musicalidades que ofrecen estos relatos podría haber significado arbitrariedad o dispersión, pero el conjunto queda perfectamente integrado bajo una voluntad de estilo insoslayable que, a la postre, certifica una vez más y, como ya conocen sus lectores, su preocupación por el detalle, la avidez por la pulcritud verbal y el afán por acercarse a los más variados temas.
Pesan sobre el cuento todo tipo de baldones y tópicos que, a menudo, más que para clarificar su naturaleza, sirven para constreñirlo y robarnos a nosotros, los lectores, la gozosa libertad de movimientos con que debiéramos acercarnos a ellos. Se insiste en ese célebre ideal de perfección según el cual a todo buen relato no puede sobrarle ni faltarle nada, que un mínimo detalle puede alterarlo o herirlo de muerte, pero cabría preguntarse si habrá un solo cuento capaz de cumplir con esos preceptos. Pensamos en los grandes maestros y es imposible advertir si esas fórmulas que la crítica y los teóricos disponen pueden servirnos para acotar su poder evocador. El género breve se ríe de enunciaciones y normas y, como dice Eloy Tizón, cumple con una estética arriesgada, fronteriza, la del que va por libre y se muestra inmune a toda forma de control. Ese mismo carácter quebradizo y alérgico a los límites es el que preside esta colección de relatos. Resulta evidente que el conjunto está dominado por una unidad de sentido, que estos cuentos presentan tramas sugerentes y desconcertantes, que hay conflictos diáfanos y reconocibles, personajes turbadores y finales sorprendentes, pero no es menos cierto que a todos ellos les asiste una naturaleza salvaje; que sus formas, ritmos y tonos no se avienen con trucos y artificios retóricos; que la tensión de cada relato se sostiene no en la trama, sino sobre el lenguaje; que los temas desbordan los códigos clásicos y se muestran desembarazados de prejuicios y corsés. No hay aquí lugar para el sentimentalismo y la sensiblería barata. Véase, por ejemplo, lo que ocurre con «F**k politics!» y «Apenas pensar», textos que rezuman un sarcasmo inapelable, o con «Soft love» y «Modelo de sustitución», relatos que juegan con lo elusivo y que, tras la ironía desde la que están modelados, muestran un fondo desasosegante y melancólico. Común a muchos de ellos es esa voz con la que se nos susurra la historia de una ausencia, de una privación que circula de forma subcutánea en el relato. Fíjese el lector en un cuento, de título inequívoco, como «La falta del padre» o en «Sueño y memoria».
En los cuentos de Rodríguez Torices lo primordial son las frases, el tono que va modulando el relato. Los grandes autores nos dicen que lo importante son las atmósferas, ese escenario invisible que, a pesar de todo, revela con rotundidad su presencia y da al texto un clima especial. Conseguir esas atmósferas es fruto del trabajo con el ritmo y las palabras. Solo cuando el lenguaje se empapa de emoción es capaz de provocar en el lector ese brillo en los ojos, involucrándolo en historias y situaciones irrepetibles. Este matiz reflexivo, sobrio, jamás estridente, donde se adivina un fondo de ternura y comprensión para con sus personajes, está presente en numerosos textos de esta colección, como «Trayectoria de un jarrón chino», «La vida, profesor» o «Lana», pero yo quisiera referirme al modo en que late en una de las piezas más extraordinarias de este volumen. Se trata de «Verano Zero», una lección magistral del arte de narrar en la que Rodríguez Torices, captando los instantes más fugaces y fragmentarios de una pequeña escena, consigue mostrarnos en toda su intensidad la silueta más abarcadora de la vida. La mirada del narrador se dirige hacia unas muchachas que se bañan en una playa, admirando sus cuerpos jóvenes y deleitándose con la luz que desprenden. Los colores son radiantes, la estampa es armoniosa y serena, pero en la belleza con que se describen esas figuras hay un fondo de ambigüedad. Pronto observamos que sobre esa contemplación, que tiene mucho de arrobamiento, se van acumulando inquietantes tapices bajo los que se intuye una tragedia que no es otra que la conciencia de lo temporal. Imposible no acordarse de ese poema de Gil de Biedma. La mirada, al final, escapa al deseo y se vuelve concéntrica, introspectiva. Todo se basa en una operación de mirar y des-mirar que concluye en un examen acerca de la fugacidad con que se construyen y pasan nuestros anhelos. El hombre que mira termina por convertirse en objeto de la mirada, transformado él mismo en imagen y constata, una vez más, que es nuestro durar lo que piensa, ve y siente. El narrador nos hace partícipes de ello; nos invita con gestos suaves y sutiles a vislumbrar una experiencia secreta que todos compartimos con él. Hablaba antes de cómo las emociones son atrapadas por el lenguaje. Hace falta mucha sabiduría para lograrlo, pero no cabe duda de que el lector atento sabrá detenerse en la incontestable maestría con que aquí queda definido un estado de conciencia.
Conviene afirmar, por otra parte, que no todos los cuentos de este libro se inclinan hacia este tono ponderado e íntimo. Ya se ha dicho que uno de los atractivos de esta colección es precisamente la variedad de estilos y notas. Así, también hay lugar para el humor, aunque esa vis cómica esté atravesada siempre por un gesto de desesperada melancolía, como quien muestra la necesidad de ponerse a silbar en un cementerio. Es lo que ocurre con relatos como «Cuerpo, etcétera», «Alfa & Omega» o «Bisturí». En otros se vuelca la atención hacia la carnalidad, hacia la sexualidad, y actúan de contrapunto a cuentos donde los sobreentendidos y los márgenes se hacen más significativos. En relatos como «Mi profundo Sur» o «Como hierba recién cortada», lo que prevalece es un furioso erotismo, un aspecto que destaca en la trayectoria de Rodríguez Torices, y que aquí nos desafía a la vez que nos fascina. También hay espacio para textos que nos interpelan directamente, que nos hablan de tiempos de zozobra material y moral y definen una conciencia profundamente crítica con nuestro modelo de sociedad. Cuentos como «Demasiado» o «Sendas» se interesan por una realidad ineludible y describen con lacerante vehemencia un mundo deshumanizado y salvaje. Y los hay que apuestan por librarse de toda forma de hieratismo y se deciden por el golpe de efecto, provocando con desparpajo al lector, como en «Colonos» y en «Todo limpio, todo legal». No hay espacio aquí para referirse a todos los matices y a los rasgos que definen a los cuentos que componen este libro. El lector descubrirá por sí mismo que muchos relatos dialogan entre ellos, aportando al conjunto unidad y un rico juego de simetrías y correspondencias. Así sucede con «El afortunado» y «Verano Zero» o con «Más que a nada en el mundo» y «Soft Love». Otros aportan singularidad a la colección, como «La llaman Gémina», bella evocación de la ciudad de León.
Los cuentos incluidos en El trabajo está hecho no solo certifican el buen hacer de Rodríguez Torices dentro del género breve, terreno en el que se mueve cómodamente y sin ataduras, sino que afirman una poética valiosa que se sostiene sobre la leggerezza de la que en su día hablara Calvino, la delicadeza para capturar el detalle y la fe en lo humano. Estamos de enhorabuena.

Alberto R. Torices
Trea, 2021
200 páginas
15 €
Álvaro Acebes Arias (León, 1990) estudió filología hispánica en la Universidad de León y actualmente compagina su labor como profesor de Lengua y Literatura en un instituto con la realización de su tesis doctoral sobre la obra de Rafael Chirbes.

Verano Zero
/ por Alberto R. Torices /
If you came this way
Taking any route, starting from anywhere,
At any time or at any season,
It would always be the same.
T. S. E.
No eran perfectas y sin duda lo eran, de la única forma posible. Sonreían como si se hallaran instaladas en el centro mismo de la felicidad, en una infancia extática y eterna, y parecían haber vivido siempre en ese estado, haber ocupado siempre un espacio solo apto para la dicha, y que nada podría sacarlas de allí. Ni nadie. Se pasaron las horas hablando, mirándose y sonriendo de aquella manera. Gestualizaban con énfasis, dibujaban en la arena, se apartaban el pelo de la cara… A veces estallaban en carcajadas, con inocencia y descaro: risas como súbitas flores de sonido, llamativas, estridentes, que brotaban en el medio de su círculo y ellas arrojaban al aire, como fuegos artificiales en pleno día. Bromeaban, se hacían sonreír y reír y desde su epicentro se expandían las olas de su risa, festoneadas de alegre espuma sonora. Parecía como si algo, a causa del calor, de la proximidad de los cuerpos, de algún principio de la mecánica de fluidos, se fuese cargando, desbordando, y no tuviese más remedio que explotar cada cierto tiempo, y entonces era inevitable volver a mirarlas, y daba gusto y envidia verlas, y un poco de pena también. Solo de vez en cuando, entre una explosión y otra, sus rostros se quedaban casi serios, casi tristes, breve y dulcemente, como si pese al sol y la alegría, y la arena y sus cuerpos jóvenes y el mar, no pudieran dejar de ser conscientes, un poco por lo menos, de su trágica condición y de su final, de la fugacidad de todas las cosas de este mundo…
Habían aparecido de repente, con sus grandes bolsos y sus ingrávidos vestidos de verano, sus gafas de sol, sus toallas y pareos estampados que dispusieron en el claro contiguo al espacio que ocupaban Bruno y su familia. Enseguida estuvieron instaladas, desnudas, brillantes de salud y juventud y crema solar, tendidas sobre la arena boca arriba o boca abajo o de costado, charlando animosamente, como si allí mismo, en ese momento, dieran comienzo a sus vacaciones, a toda una vida nueva en la que ya solo habría ocio y afecto y buen humor. Bruno leía y sesteaba casi simultáneamente, tendido bajo la sombrilla, sobre el amplio pareo que compraron el primer día (nada más pisar la arena les abordó el vendedor que recorría la playa), en el que podían caber los cuatro si quisieran, aunque solo lo ocupaban los cuatro para comer, y el resto del tiempo Anna y Ron preferían sus propias toallas o nada, y dejaban para sus padres el gran pareo blanco y negro, estampado con un gran árbol de la vida. También Margo leía cuando llegaron las jóvenes (solo leía, la siesta la haría más tarde, ordenadamente), en su caso sentada en una silla baja y plegable que llevaban consigo desde hacía ya varios años, varios veranos. A la playa Margo no llevaba libros, solo revistas de alimentación y vida sanas que daba un poco igual si se estropeaban, al contrario que Bruno, que sí llevaba un libro siempre, uno muy pensado, muy rigurosamente elegido para la ocasión, y era una lástima verlo estropearse, llenarse de arena y reblandecerse por la humedad, especialmente si se trataba de una historia tan tierna y triste y bien contada como la que había elegido aquel verano. Rendido al sopor, no llegaba a dormirse del todo, solo se dejaba mecer en la superficie del sueño, rozando con la punta de los dedos cosas blandas, cuerpos dóciles y practicables que no llegaba a reconocer. La llegada de las jóvenes puso fin a la grata duermevela, aunque en cierto modo fue como seguir soñando. O como empezar a hacerlo, más clara y firmemente.
También ellas eran cuatro y su número era asimismo perfecto, y lo seguiría siendo a los ojos de Bruno aunque fueran tres, dos, una… Todo el tiempo, casi todo, estuvieron sentadas sobre la arena mojada, no demasiado lejos de la parcelita en la que habían desplegado sus toallas, solo un poco más allá de la toalla y el flotador de Anna y el resto de las cosas —mochilas, la neverita, la sombrilla— que integraban el efímero asentamiento en el que Bruno leía, o no, y Margo leía también y contemplaba entretenida a la fauna playera, tan pintoresca siempre, y Ron veía vídeos en su móvil cubriéndose la cabeza con su toalla, y Anna iba y venía del agua y preguntaba qué había de comer o dónde estaban las cartas o quién se metía al agua con ella, y si no se animaba nadie, se enterraba en la arena hasta donde podía o se tumbaba al sol todo el tiempo que era capaz de estarse quieta, para que se le pusieran morenas las marcas que le había dejado el bañador de los primeros días.
A poca distancia, en el punto exacto en el que la arena mojada se inclinaba más hacia el mar, también ellas se entretenían y jugaban con la arena que daba a sus piernas, a sus elásticas espaldas y cinturas, el aspecto de las formas ya logradas, ya perfectas, que solo precisan el último acabado del escultor, el pulido y el áureo baño final. Dos de las cuatro conservaban la parte inferior del biquini, las otras dos no; esto constituía algo parecido a un misterio para Bruno, pero hasta en eso las encontraba perfectas, armónicas, completas, como una ecuación con varias incógnitas, que él jamás podría resolver… No obstante, lo que más enternecía y maravillaba a Bruno era ver cómo se escuchaban, cómo asentían y sonreían las demás cuando una hablaba: era mucho más que buenos modales, que exquisita cortesía; era más bien una suerte de arrobo, de íntima delectación, lo que parecían experimentar al escucharse, al mirarse unas a otras… A Bruno le parecía que las jóvenes se conocían y entendían perfectamente, desde siempre, aunque al mismo tiempo tenía, y no se explicaba por qué, la sensación de que se habían encontrado ese mismo día, de que apenas si comenzaban a conocerse, afortunadas, encantadas. Parecía incluso que estaban empezando a enamorarse unas de otras, allí mismo, ante sus ojos, feliz e inevitablemente, y que en cualquier momento, al menor descuido, se produciría la aproximación final y el beso, y los dedos entrelazados, los miembros, y después el tierno abrazo sobre la arena, etcétera. Bruno cerraba los ojos y seguía viéndolas, viendo los cuatro cuerpos fundidos, entreverados, envolviéndose y evolucionando como algas, como medusas.
Eran distintas, perfectas a su manera, que es la única manera de serlo; cada una de ellas lo era por sí misma y, junto a las demás, por los parecidos, por las diferencias, lo eran más todavía, y Bruno, que finalmente había dejado a un lado el libro, no se cansaba de mirarlas, tendido boca abajo, cómoda y discretamente (suponía, esperaba), por el hueco que quedaba entre la neverita y el pie derecho de Margo, sintiéndose, cómo no, un poco mirón, un poco sátiro oculto en el bosque del verano… Comprendía muy bien, cómo no, que la imaginación masculina hubiese concebido semejantes fantasías, criaturas tan amables, tan llenas de gracia y de misterio: náyades, nereidas, ondinas… Siempre en torno al agua y siempre con un ingrediente de secreto, de peligro, que las hacía aún más irresistibles y encantadoras, más prohibidas e inalcanzables, más perfectas. Todo en ellas era perfecto, también la burbuja invisible que las contenía y el aire de dicha y color y plenitud que ellas mismas parecían exhalar con sus risas, con sus silencios. Nada les faltaba, cualquier añadido estorbaría y, sin embargo, qué mirada masculina evitaría verse en el centro de su círculo, investido de poder, de majestad, como el viejo Neptuno entre las ninfas marinas, en los antiguos cuadros flamencos: viejo y cansado, sí, pero aún robusto y viril entre las bellas que se postran a sus pies en lánguidas manifestaciones de abandono y sumisión. Así se veía Bruno, claro, y también como Odiseo, enervado por el deseo ante tan deliciosas criaturas, firmemente sujeto para no caer, y como el pobre Hilas, menos cauto, que no pudo resistir… Quizá ya Bruno se había dormido un poco, o soñaba despierto, y los párpados se le abatían blanda, pesadamente.
Como en un lienzo vivo las veía moverse, sonreír, cambiar de postura e ir cubriéndose de espuma y arena. De un modo u otro pero siempre sentadas, siempre en contacto con la arena mojada, como si en todo momento debieran mantenerse húmedas, como su pelo, liso o rizado, largo o muy largo, más o menos rubio, que parecía no secarse nunca…
Probaba a cerrar los ojos y abrirlos de nuevo, para comprobar si allí seguían, si no se lo estaba inventando todo (todo y más), si no habían regresado por fin al mar, como regresan siempre las sirenas, y en él desaparecen, tras haber sido soñadas por los hombres. Pero allí seguían, riendo, sonriendo, y de vez en cuando alguna miraba hacia donde él estaba, como si supiera, como si las cuatro supieran perfectamente, desde el principio. Solo una vez no las vio y no pudo evitar una reacción de alarma, un conato de protesta, para aceptar enseguida que la belleza es siempre gratuita y pasajera, que es inaprehensible y mejor que sea así… Pero no se habían ido, ni él las había inventado, al parecer: sus toallas y sus cosas allí seguían y ellas se estaban dando un baño, y dentro del agua seguían en su burbuja, siendo quienes eran. Luego fueron saliendo una a una, desfilando hasta las toallas, dejándose reconocer y distinguir, hasta que estuvieron de nuevo las cuatro juntas, tendidas, alineadas, y era asombroso verlas allí, tan parecidas, tan distintas, tan…
Cada cierto tiempo, con el aire del sonámbulo que obedece órdenes, una de las cuatro se incorporaba y caminaba hasta la orilla, entraba en el agua, se hundía y emergía renovada, oleosa, brillante, y volvía a tenderse al sol junto a sus compañeras; un poco más tarde, era otra la que se alzaba, volvía al agua… Se alternaban, eso deducía el atento observador, en la renovación de la humedad que las cuatro necesitaban constantemente y que compartían tendidas sobre la arena. Bruno iba incluso más allá e imaginaba que, estando echadas, mientras tomaban el sol, se tocaban, porque querían y porque lo deseaban, pero también porque debían hacerlo para que fluyera la reserva de humedad que compartían y renovaban por turnos: con la yema de los dedos, con algún mechón de sus cabellos enredados, con los flecos de las toallas superpuestas, al menos…
Por supuesto, sintió predilección por todas, por cada una de ellas sucesiva o simultáneamente. La más bajita y redondeada, que le parecía dulce y tierna y sensual; la del pelo más largo y más rubio, que a veces se quedaba muy seria, quizá triste, como si a ella le correspondiera custodiar la conciencia común y los recuerdos más graves; la de piel más morena, que sonreía con unos dientes blanquísimos, irreales, con su alucinante melena en cascada, oscura y lisa al principio y luego cada vez más rizada y clara y abundante, hasta acabar en la espuma dorada que le bañaba la cintura; y la cuarta, la más temible, la más blanca, la más poderosa de todas, quizá… De pronto no eran ninfas, ya no más: eran Afrodita, Hera, Artemisa y Atenea. La pasión, la fidelidad, la belleza, la fuerza. Y el amor, el misterio, el deseo, el poder.
También Bruno se movió, finalmente. Habría tenido que hacerlo, antes o después. Se metió en el agua, jugó a las cartas y a las palas, enterró y se dejó enterrar, y cuando el sol caía dio un largo paseo con Margo, seguro de que a su vuelta las cuatro jóvenes habrían desaparecido, básicamente porque nunca habrían estado allí, porque nunca habrían abandonado su lugar, el espacio que les era propio y exclusivo: nunca habrían sido más que el fruto de la imaginación de un hombre un poco culto, un poco viejo, un poco lascivo, un poco triste, un poco sensible, un poco frustrado, un poco idiota y un poco feliz: nuestro Bruno. Estaba seguro de que habrían regresado a su acuático hogar, al mar no descubierto de su fantasía, pero allí seguían, las cuatro, cuando volvieron, lo cual fue para Bruno una alegría y una decepción, aún más porque justo en aquel momento empezaban a recoger sus cosas y se preparaban para irse. Hubiera preferido no verlo, igual que hubiera preferido que no se apartaran nunca de su vista, y tantas cosas, pero más tarde comprendería que había sido mejor así, que hasta en eso habían sido ellas perfectas y él un hombre afortunado. Cuando pasaron a su lado, justo enfrente, una detrás de otra, cargada cada una con su bolso o su mochila, tan cerca que si hubiera estirado el brazo podría haber rozado la punta de sus ligerísimos vestidos de verano, comprobó que no eran especialmente bonitas, lo cual le enterneció y enamoró más todavía, e hizo que las considerara mucho más perfectas aún, y más inolvidables. Chicas normales, alegres, rotundamente jóvenes, que cruzaron por su vida como un escalofrío, como las estrellas fugaces en las noches de verano, como el primer amor. Y ya se alejaban, desaparecían entre otros bañistas y reaparecían más lejos por un instante y ya nunca más, y esa noche en su apartamento o en la tienda de campaña que compartían se prepararían y después saldrían a divertirse, y Bruno no volvería a verlas nunca, por supuesto, pero las recordaría durante algún tiempo, encariñado, triste, contento, cada vez con menor precisión, con menos rasgos y detalles, repitiendo los cortos caminos de la memoria, repasando la senda como marcan sus caminos los animales, alcanzado por las últimas ondas de un deseo que pierde las aristas y se redondea y allana y se desvanece finalmente. Recordaría sus risas, sus miembros, sus últimas miradas, y trataría de preservar el convencimiento, la mera sensación al menos, de haber entendido algo importante, algo esencial, aunque solo fuera por un instante y luego lo olvidase otra vez, como se olvida siempre.

IMAGEN DE PORTADA: Escena de playa con bañistas, de Paul Fischer

Alberto R. Torices (Guernica [Vizcaya], 1972) ha publicado los libros de cuentos Yo, el monstruo (2002), Los sueños apócrifos (2009) y Trata de olvidarlas (Trea, 2017), y las novelas Piel todavía muy blanca (Premio Tierras de León, 2004), Sacrificio (Premio Fundación MonteLeón, 2015) y Como un perro en la tumba de un cruzado (Trea, 2019). Ha recibido asimismo el Premio de Narración Breve UNED (2009) y el Premio de Relatos La Puerta de Tannhäuser (2017), entre otros. Fue miembro del equipo editor de las revistas Otras Voces y The Children’s Book of American Birds. Reside en Valdefresno (León) y se dedica a tareas de preimpresión y diseño editorial.
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