Arte

De marginaciones, extrañamientos y variadas monomanías posmodernas

Arturo Caballero reseña la exposición 'Tres imágenes o cuatro', que conmemora a Juan Muñoz en el Patio Herreriano de Valladolid en el vigésimo aniversario de su fallecimiento.

A propósito de ‘Tres imágenes o cuatro. Juan Muñoz. Veinte años’

/ por Arturo Caballero /

El 28 de agosto de 2001 falleció en Ibiza Juan Muñoz. A finales del año 2000, se le había concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas «por su singular contribución en el terreno del arte combinando estructuras figurativas con aspectos teatrales y elementos arquitectónicos y por su notable proyección internacional». El frío lenguaje administrativo contenía, no obstante, dos elementos fundamentales de su creación: la originalidad de sus propuestas escultóricas, que prolongaban una figuración ajena a las modas del momento, pero que ponían en valor los espacios en los que se insertaban, y el carácter internacional que iba más allá del éxito que aquel año había llegado a su cenit con la instalación Double Bind (Doble vínculo) para la Tate Modern y que incluía su propia formación que, en gran medida, había sido ajena a lo común entre los artistas españoles.

Juan Muñoz, que tuvo sus dudas entre dedicarse al periodismo, la curatoría y la práctica artística, alcanzó notoriedad desde su primera exposición en solitario (Fernando Vijande, Madrid, 1984) siendo considerado a finales del XX un artista de significación internacional y el más notable de los escultores españoles de los últimos decenios y requerido para exponer en la Documenta justo antes de su fallecimiento. Y su importancia no ha dejado de crecer, como lo demuestran lo vivo que se mantiene su recuerdo y las numerosas publicaciones científicas que se le han dedicado. Cito expresamente la tesis doctoral de Iratxe Hernández Simal La puesta en escena en la obra de Juan Muñoz, dirigida por María Jesús Cueto Puente y presentada en Bilbao en 2015, no solo por su rigor, y porque de ella he sacado algunas de las citas del artista, sino por la importancia que tienen los aspectos estudiados en ella y su concreción en la muestra instalada en el Patio Herreriano.

Habiendo pasado casi de puntillas por su presencia en la Documenta 11 de Kassel de 2002, el interés que me suscitaba su obra me llevó a los espacios del Reina Sofía para ver y estudiar, en 2009, su abrumadora Retrospectiva que había estado el año anterior en la Tate Modern de Londres, el Museo Guggenheim de Bilbao y la Fundação Serralves de Oporto. El recuerdo de algunas de aquellas obras, concretamente Many Times (Muchas veces,1999) quedó en mi memoria e incluí en Arte y perversión las emociones provocadas:

«Lo inhumano de la ausencia puede deberse, en casos extremos, a la procaz reiteración de una forma. El paradigma por antonomasia es, en este caso, la obra de Juan Muñoz. Sus innumerables orientales, con su sonrisa estúpida, amenazan lo individual, precisamente por su clonificación. La despersonalización, aquí, adquiere tintes de masa, gris, en la que la persona desparece, se diluye como una gota de agua en la infinitud del mar; esa masa que se manifiesta en las aglomeraciones deportivas, en los conciertos multitudinarios, en los mítines masivos, en las manifestaciones indignadas; esa masa que corre en todas las direcciones sin orden ni sentido, con la que Juan Genovés se adapta a nuevas necesidades comerciales que antes había combatido; esa masa a la que tanto temía Ortega y que ahora, en nuestro mundo tecnológico, ha sido domesticada por el lujo, el placer y la opulencia, y a la que se permiten expresiones discordantes como el carnaval o los comicios periódicos, con la seguridad de que todo movimiento desordenado termina por agotarse en sí mismo sin necesidad alguna de represión» (p. 432).

Reafirmándome en estas palabras, no se me escapa que la aportación de Juan Muñoz va más allá de lo que por conveniencia a mi discurso puntual plasmé en ese párrafo y ello me ha movido a revisitar sus estatuas cuya «existencia […] aparece (en el momento que le prestas atención) idéntica a la existencia de un ser vivo». Unas esculturas cuyos mejores ejemplos son «indiferentes al tiempo» adquiriendo una dimensión extra temporal propia del arte con mayúsculas.

Juan Muñoz realizó su formación técnica en Inglaterra y en los Estados Unidos. Este hecho explica la amplitud de miras de su visión artística. Después de un acercamiento al arte de la idea en línea con las experiencias corporales de Vito Acconci y con el conocimiento de primera mano de las vanguardias anglosajonas, a comienzos de los ochenta Juan Muñoz había descubierto «los millones de historias que no nos hemos permitido contar durante los últimos diez años por nuestro recelo a las condiciones de la expresión. Ahora sabemos que nos podemos expresar sin ser expresionistas». Una expresividad que, para él, debía basarse en la multiplicidad de sentimientos que pudiese contener la obra sin tener que recurrir al gesto exagerado.

Aunque no abandonó del todo algunos aspectos vinculables al mundo del arte conceptual, prefería definirse a sí mismo, simplemente, como un contador de historias.  Un contador de historias que las llevaría al mundo sonoro en colaboraciones con el innovador y estimulante historiador del arte John Berger, el camaleónico actor John Malkovich y el compositor Alberto Iglesias, entre otros. Este aspecto de contador de historias suele repetirse como uno de los más novedosos de su aportación al arte de su época porque era precisamente lo narrativo lo que había sido puesto en tela de juicio desde finales de los sesenta. Sin embargo, otros artistas habían optado por la figuración narrativa como medio expresivo. Dejando de lado las obras escultóricas de los hiperrealistas (John de Andrea, Duane Hanson), lo más próximo desde una mirada rápida y superficial a la obra de Muñoz podíamos encontrarlo en los trabajos de Edward Kienholz, George Segal y Rafael Canogar, los tres de una generación anterior. Sin embargo, de cada uno de los tres le separa un abismo. De Kienholz el barroquismo gesticulante; de los trabajos de Segal el concepto cerrado que este otorga a sus creaciones y de Canogar su implicación político-social en los momentos anteriores a la muerte de Franco.

Sin llevarle la contraria, creo que su actividad escultórica va mucho más allá de la que practica un mero contador de historias, quien las relata, originales o no, introduciendo variaciones, o no, siempre con un guion que marca el itinerario sin dudar en alterarlo si ello es conveniente. Juan Muñoz sobrepasa con creces todo este esquema. Pone los medios para que las historias se desarrollen por sí solas. Para él la estatua no es un objeto independiente, sino que lo relaciona con un entorno mucho más amplio y por ello diseña sus espacios y ubica en ellos sus figuras «más pequeñas (del natural) porque me da la sensación de que crean una distancia mayor, tanto física como conceptual, entre el espectador y el objeto», dejándolas que interactúen entre sí y que desgranen su relato siempre diferente en función del espectador. Un espectador que ya no es observador neutral porque, de algún modo, su actuación es imprescindible para que la obra se complete. Esto, en este caso, no es un mero tópico, sino casi una petición de principio por parte del autor. Y todo ello sin prescindir del lugar en el que se ubiquen.

Y de aquí la importancia de la instalación en el Patio Herreriano. Hablaba antes de la exposición en el Reina Sofía en el 2009. Curiosamente, los dos espacios son semejantes porque, aunque pertenezcan a dos épocas diferentes, son visualmente intercambiables. El espacio, como hemos indicado, es fundamental en la obra de Muñoz. Un espacio en el que se entra y del que se sale y que, aun estando vacío, es un lugar de infinita potencialidad expresiva. Un espacio que lo mismo puede ser plaza pública desde la que arengar a las masas que lugar de diversión. Un espacio en el que el trampantojo del suelo (manierista o barroco, tanto da) genera una inestabilidad que condiciona la visión de las creaciones que en él se insertan. Así pues, el montaje del Patio Herreriano, que cuenta con una estructura arquitectónica original y adaptada de primer orden, no tiene nada que envidiar al del Reina Sofía ni para colgar balcones (Sin título, 1992) ni para hacer que sus personajes (Con la cuerda en la boca, 1997), como acróbatas de Degas, desarrollen su proceso de enajenación, su abandono de la materialidad, al modo de los derviches giróvagos. No es, pues, el espacio lo que diferencia ambas exposiciones. Ni siquiera la cuidada ubicación de las obras en las salas vallisoletanas. 

Sin título (1992)
Con la cuerda en la boca (1997)

Lo que cambia de una a otra es el número y si el número es fundamental en algunas de sus grupos, como Many Times, desde otro punto de vista la acumulación de propuestas, por muy pertinentes que sean, puede generar un galimatías que nos hace perder el hilo de cada una de las pequeñas historias de las que son protagonistas sus monocromas figuras. Monocromía y reiteración de rostros que despersonaliza hasta hacerlos irreales en un intento de elevarlos no a la situación de símbolo sino de «imagen definitiva» y construyendo con ellas una parábola sobre una sociedad satisfecha (o temerosa que la sonrisa sirve para manifestar una cosa y ocultar otra) de la que es muy fácil quedar excluido.

Por eso es pertinente la propuesta del Patio Herreriano, que tiene el fin confeso de «trenzar un diálogo entre un conjunto de obras cedidas por instituciones públicas y privadas con el fin de ofrecer una lectura de la obra del artista que se detenga ante los asuntos centrales de su carrera en el marco de la singular arquitectura del museo». Y plenamente lo consigue porque permite un íntimo acceso a las creaciones de Juan Muñoz y faculta al espectador para que su propia mirada sirva para completar uno de los infinitos discursos posibles que son capaces de generar las figuras en solitario o en grupo. Un abierto desarrollo de opciones que no se circunscribe a un único punto de vista relevante para acercarse a ellas, tanto física como conceptualmente.

Una (Pieza escuchando la pared, 1992), que no posee capacidad ni para ver ni para moverse con otro movimiento que el de balanceo, nos impele a indagar sobre qué escucha con el oído pegado a pared. ¿Su propia, y tal vez engañosa, voz interior? ¿Lo que ocurre en el espacio de al lado? ¿Las voces que, como en una sicofonía, quedan vagando encerradas en los muros del claustro? Otra (Espejos en Estocolmo I, 1997) busca un reflejo especular que es doblemente engañoso porque se han acercado a él falsificando, por medio de una sonriente máscara, la realidad y, engañándose a sí mismo, pretende convencernos a nosotros de la veracidad de su engaño. Y si esto es así para las figuras solitarias, imaginémonos lo que ocurre para los grupos.

Pieza escuchando la pared (1992)
Espejos en Estocolmo I (1997)

¿Con qué oscuras insidias (Tema de conversación, 1995) se azuza a uno de los personajes, inmerso en un enfrentamiento que suponemos crecerá en violencia? ¿Qué agravio lo motivó? ¿Cómo se desarrollará? ¿Cuándo concluirá, si es que lo hace? Y los orientales (La naturaleza de la ilusión visual, 1994-97) que, ante un inquietante fondo ilusionista de cortina, miran a los visitantes que entran y salen… ¿acaso fabulan sus historias íntimas del mismo modo que nosotros hacemos con las suyas? Y más allá (Árabes con máscaras, 1996), ¿qué oscuro secreto esconde el personaje que, precisamente con cara descubierta, está excluido del círculo de quienes, con máscaras sonrientes que ya no aguantan más la eterna farsa, perpetúan una ficticia francachela? ¿Terminará, gracias a otro antifaz, por unirse a ellos o permanecerá solitariamente amargado y ajeno a la vida social por toda la eternidad?

Tema de conversación (1995)
La naturaleza de la ilusión visual (1994-97)

¿No es todo esto real como la vida misma? O, al menos, ¿no es plausible? Todas y cada una de las obras de Juan Muñoz, abiertas hasta el infinito, están a nuestra disposición en el Museo Patio Herreriano para que, aficionados autores de un original libreto, aunque ni siquiera se plasme por escrito, construyamos nuevas historias con las que enriquecer la oferta inicial y provocadora del propio creador.

Juan Muñoz, por su edad, perteneció a la generación de artistas de lo que se ha denominado, un poco ambiguamente, posmodernidad. Sin embargo —y a pesar de que en algunos aspectos conserva actitudes y creaciones que lo vinculan a esta etapa incluso a la del conceptualismo—, pronto fue capaz de superar esa condición de testimonio de una época desembarazada, superficial, egocéntrica y descomprometida con otra cosa que no fuese la propia satisfacción y de construir una propuesta artística capaz de emocionar y trascender su contexto histórico. Como los auténticos creadores, indagó en la realidad del hombre coetáneo y entresacó de su dolorosa contingencia una verdad que nos habla de la condición humana. Aunque sea de una parte fragmentaria de la humanidad. Lo entendió perfectamente Richard Serra, de quien —curiosamente— lo separaba un vertiginoso abismo plástico. Decía Serra, en un sentido obituario que se convirtió en uno de los más hermosos homenajes que se pueden dedicar a un compañero de profesión, que «la obra de Muñoz es sustituto de innombrables sentimientos de distanciamiento, angustia y desespero. No son éstas emociones que venden, no son el pan de cada día de mercado global. Su obra no deja en nosotros un fácil alivio moral. El significado del arte de Juan ha de hallarse en la esencia de una pertinaz tristeza, no en el embellecimiento».

Menos de quince días después de su fallecimiento, los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono, que acabaron con casi tres mil vidas, no solo volaron un icono del imperio yanqui. También derrumbaron una forma de entender el mundo. Un mundo sobre el que se desarrollarían, a continuación, una guerra sin pies ni cabeza, una brutal crisis financiera y hasta una inimaginable peste que aún no se ha superado.

Este mundo hubiese proporcionado, sin ningún género de dudas, un material todavía más abrumador a Juan Muñoz para completar la configuración del aspecto de esta contradictoria época nuestra.

[La exposición permanecerá abierta en el Museo Patio Herreriano de Valladolid hasta el 16 de enero de 2022]

IMAGEN DE PORTADA: Árabes con máscaras (1996)


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.

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