/ por Fernando Pachón Cárdeno /
La bruja es un icono global y globalizado. En todas las partes del mundo han existido figuras que podríamos denominar brujas, aunque de modo muy diferente a través del tiempo y el espacio. Sin embargo, la forma mundialmente reconocida hoy día de esta figura es la que surgió a finales del siglo XV en la Europa del norte y central, luego llevada a América mediante la colonización, para finalmente convertirse en el referente global de la brujería gracias a la aparición y uso de ese arquetipo en multitud de obras popularísimas producidas desde el centro hegemónico de producción cultural, Estados Unidos, de la clásica Blancanieves y los siete enanitos (1937) de Walt Disney a la reciente La bruja (2015), de Robert Eggers. Sus atributos son universalmente conocidos: mujer anciana y fea, pelos enmarañados, envuelta en ropajes oscuros igual de viejos y estropeados que ella misma, cubierta por un gorro picudo, solitaria excepto por algunos característicos animales que la acompañan (gatos, sapos, cuervos,…) y portadora de una clásica escoba de brezo, con la que realiza sus vuelos nocturnos. Su carácter es agrio y zafio, se aleja de las personas y prefiere vivir aislada en la espesura de los bosques, se pasa los días y las noches (¡sobre todo las noches!) pensando en cómo dañar a sus vecinos y llevando a cabo sus malévolos planes. Su socialización se basa en los recurrentes akelarre o sabbat nocturnos con otras brujas ―pocas veces hay brujos― y, de vez en cuando, con el mismísimo Diablo en distintas formas, que es quien le confiere a la bruja sus poderes a cambio de su servidumbre, en esta vida y en la otra.


Esta descripción nos hará pensar en brujas que en consecuencia no serían brujas. No hay que preocuparse: aquí se presenta el tipo ideal contemporáneo de un icono que tiene muchas variaciones, sobre todo cuando se trata de una figura tan extendida, replicada y adaptada como la de la bruja. Obviamente, no siempre ha sido así: el arquetipo es, ante todo, un fenómeno cultural e histórico que bebe de diversas fuentes y de varios tiempos para cada uno de sus elementos. La bruja mala de La bella durmiente (Walt Disney, 1959) recuerda más a una elegante reina que a una vieja rural, y es una adolescente (¡y benéfica!) en la serie noventera Sabrina, cosas de brujas (ABC, 1996-2003); las otras brujas que no pertenecen al canon occidental contemporáneo siguen coexistiendo con mayor o menor vitalidad según los casos, acercándose y alejándose de este arquetipo según las circunstancias. Así, hay muchas brujas que se reconocen, de una u otra manera, en la bruja arquetípica, mientras que esta no siempre se reconoce en las demás. ¡Incluso la tradicional Befana italiana se parece a los disfraces de bruja que se comercializan en masa para Halloween!
Podemos identificar un rasgo prácticamente universal que atraviesa interculturalmente a todas las categorías y definiciones de qué es una bruja: la maldad. La bruja busca el daño y la desgracia de la gente, y vive, obligada por contrato ―aunque de buena gana―, de hacer el mal para regocijo de su señor, el Diablo, una expresión implícita de las relaciones feudales de vasallaje. Es por eso que es temida. La lectura contemporánea hegemónica de la bruja es esencialmente negativa, a la par que puramente mitológica y metafórica, pues se trasciende los complejos procesos históricos y culturales en que tiene origen, que aquí no tenemos espacio para recoger en detalle. ¿Y de qué trata este artículo, entonces? De brujas, claro, pero de brujas en el contexto geográfico occidental y temporal de la Edad Moderna, entre los siglos XV y XVIII, y la Caza (a veces denominada Gran Caza) de Brujas ocurrida en ese contexto y de su funcionalidad, comparando la visión de dos autores que han prestado atención y escrito sobre este fenómeno: el antropólogo estadounidense Marvin Harris (1927-2001) y la filósofa también estadounidense Silvia Federici (1942). Nos basamos en los argumentos expuestos en dos de sus libros, Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura de Harris, publicado en 1974, y Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria de Federici, publicado en 2004). Ambos autores parten de perspectivas materialistas, Harris desde el materialismo cultural, corriente que él mismo inaugura, y Federici desde un marxismo autónomo de marcada perspectiva feminista. Los dos parten, así, de que los fenómenos culturales se asientan en las condiciones materiales históricas de los grupos sociales, pero con algunas diferencias. Federici presta atención al desarrollo diacrónico de las fuerzas productivas en la transición del feudalismo al capitalismo y el surgimiento de mapas de significación que legitiman estos cambios y los impulsan, sin olvidar el papel de los grupos sociales que se les oponen, creando sus propios mapas y desplegando prácticas antagónicas a la acumulación capitalista. Harris, por el contrario, tiende hacia una visión más sincrónica o, al menos, obviando el eje temporal (¡gajes del oficio!), aunque esté tratando hechos de un pasado históricamente concreto. El análisis de Harris se asienta en una noción más esquemática del materialismo, que tiende a reducirse a la división entre infraestructura material y superestructura cultural, a la que añade la estructura entre ambas, con todas las implicaciones que ya conocemos, por lo que sus teorías suelen calificarse de materialismo vulgar en la antropología contemporánea. Corresponde puntualizar, a la hora de compararlas, que la obra de Federici es una monografía de casi cuatrocientas páginas (en su ya decimocuarta reimpresión en castellano de Traficantes de Sueños), mientras que en el caso de Harris la discusión sobre las brujas y su persecución solo ocupa la última parte de un volumen de unas doscientas cincuenta páginas (en la edición de Alianza de 2004), diferencia que lógicamente tiene su impacto en sus respectivos enfoques del tema.
Los sucesos que narran ambos autores son reales. La Gran Caza de Brujas fue un evento de gran trascendencia en Europa, tanto que las narrativas e imágenes que se bruñeron en aquel momento aún viven en las culturas de raigambre occidental de todo el mundo. No es menester discutir cifras, ni en qué lugares hubo más o menos juicios o ejecuciones, o quiénes fueron sus culpables. Pero dos hechos resultan incontrovertibles: las víctimas se cuentan por millares y la gran mayoría eran mujeres, sobre todo mujeres ancianas y viudas, con redes sociales de apoyo muy debilitadas. Ambos autores coinciden en que estos rasgos de género y edad de las víctimas constituyen una imagen apropiada para crear un chivo expiatorio, así como dividir a sus comunidades, aprovechándose de la situación de vulnerabilidad en la que se encontraban aquellas mujeres de edad avanzada. Ahora bien, hay discrepancias en los matices: para Federici la feminización de las acusadas va más allá de su vulnerabilidad; también forma parte de una estrategia de expropiación del conocimiento y control de la reproducción, pues las personas que en pueblos y ciudades se dedicaban habitualmente a la medicina popular, y muy en concreto a la contracepción, eran mujeres, las mismas que también solían copar los oficios relativos a la magia (recordemos que antes de la Revolución Científica las fronteras entre lo natural y lo mágico/sagrado eran bastante difusas), muchas veces al margen de cualquier autoridad, que luego servirían para sostener muchas acusaciones de brujería. Por su parte, para Harris esta feminización casi que se agota en la intención de las autoridades de crear chivos expiatorios y dividir las comunidades, rechazando de manera frontal que la caza de brujas correspondiera a una estrategia del Estado y el entonces naciente capital para monopolizar los saberes y controlar la reproducción de las clases subalternas.
La figura de la bruja, tradicionalmente denostada, fue objeto (¡y sujeto!) de una revisión crítica por parte de algunas secciones del movimiento feminista estadounidense durante los años setenta del siglo XX. Una visión más positiva sobre las brujas como mujeres rebeldes que simbolizaban las luchas populares de las edades Media y Moderna, pero también otras versiones, que veían en ellas guardianas de místicos saberes y poderes relativos a la mujer como símbolo de fertilidad y vida, se extendió por el mundo, y hoy son cada vez más las personas que miran a la bruja con cierta empatía y simpatía, en disputa con la visión hegemónica negativa. De esta fuente bebe Federici aunque desembarazándose de los elementos más místicos: según la autora, la caza de brujas fue una actualización de las cruzadas medievales contra los herejes, que en no pocos casos mistificaban diversas luchas populares, sobre todo campesinas, respecto a los abusos autoritarios de la Iglesia y el Estado ―entendiendo las limitaciones de este concepto en un contexto aún dominado por el feudalismo―, los usos comunes de los medios de producción y, en definitiva, la búsqueda de formas de vida más iguales y libres que muchas veces se expresaban a través de la gran diversidad de herejías cristianas de la época. En estos movimientos, nos cuenta Federici, las mujeres tuvieron presencia y protagonismo, como demostraría la insistencia de las autoridades en plagar sus informes y relatos con mujeres peligrosas, rabiosas, violentas y que no aceptaban el papel que la sociedad del momento les tenía reservado. Estos movimientos culminarían con la guerra de los Campesinos alemanes (1524-1525), una gran revuelta campesina ―que también gozó de gran apoyo entre las poblaciones urbanas― en el seno del Sacro Imperio Romano, momento simbólico que la autora identifica con la transición desde las cruzadas contra los herejes a las cazas de brujas, procesos ambos que buscaban aplastar la resistencia de las clases subalternas y adicionalmente, en el caso de la Gran Caza de Brujas, controlar la reproducción de la que sería nueva clase obrera del modo de producción capitalista emergente. Esto sucede a la par que en buena parte de Europa se aceleran los procesos de acumulación capitalista en forma de la desposesión de los bienes comunales. Este mismo esquema se reproduciría también en las colonias europeas de ultramar.

En cambio, según Harris, la caza de brujas europea fue un fenómeno novedoso que no tenía nada que ver con las herejías e insurrecciones populares medievales. Sería, eso sí, una estrategia para debilitar esos impulsos insurreccionales, pero Harris encuadra las herejías medievales dentro de los movimientos mesiánicos y milenaristas, desvinculadas de la moderna brujería europea. Para Harris, la coincidencia temporal entre el fin de estas insurrecciones arcaicas ―que a veces desembocaban en conflictos de grandes magnitudes, como las Guerras Husitas―, y el comienzo de la moderna caza de brujas es un indicador del cambio de rumbo en cuanto a estrategias de desmovilización y represión, de cuyo éxito da cuenta que, con el fin de la Guerra de los Campesinos alemanes, se abre una etapa de relativa paz popular en el continente ―al menos en lo tocante a conflictos de gran magnitud y duración―, que durará hasta la Revolución francesa, unos dos siglos y medio después. Esta relativa calma es explicada por Federici a través de la fatiga de las clases populares, la potencia y extensión de la acumulación capitalista en el continente y, sobre todo, el desplazamiento de estos conflictos a las colonias y sus periferias, integrándose las pulsiones populares del viejo mundo en sus luchas anticoloniales.

Sí coinciden ambos autores en que la bruja europea típica no es más que un relato que sirvió para mistificar ciertos procesos sociales y controlar a la población involucrada que potencialmente podía rebelarse. Federici entiende que este proceso es la transición del capitalismo al feudalismo, el otro que simplemente es una forma renovada de control de los conflictos que acechan a todas las sociedades, sea cual sea su modo de producción hegemónico. Así, la bruja descrita en manuales inquisitoriales como el Malleus Maleficarum (1487), la misma que existía en las mentes de todas las gentes y autoridades de la época, en realidad no existía. No hubo ni en la Edad Media ni en la Moderna mujeres que hubiesen hecho un pacto con el Diablo y lo adorasen, obteniendo así sus poderes sobrenaturales; mujeres que se reunían volando en grandes cónclaves nocturnos muy parecidos a grandes orgías, mujeres que devoraban niños y elaboraban ungüentos con sus restos. Esta imagen no sería más que una imagen mistificada, dañina y negativa de hechiceras, curanderas, herboristas, parteras, matronas y sabias, destinada a barrer obstáculos ante el desarrollo de los procesos de modernización económica y política ya mencionados.


De hecho, durante mucho tiempo la brujería no fue condenada explícitamente por la Iglesia católica, pues entendía que su práctica carecía de eficacia alguna, y lo que se condenaba era el hecho de creer en ella, considerado un signo de paganismo. No sería hasta finales del siglo XV cuando la Iglesia católica rectificase esta posición y proclamase que las brujas realmente existen y deben ser perseguidas, ensanchando así los poderes de las distintas inquisiciones y tribunales eclesiásticos que antes se habían encargado de reprimir las herejías populares. Más tarde, tras la Reforma luterana, las distintas congregaciones protestantes se unirán a la persecución, y para mediados del siglo XVI el pánico social a la brujería se ha instalado en buena parte de Europa, generando una paranoia colectiva sin precedentes. Sin embargo, la aplicación efectiva de las leyes y procedimientos antibrujería no fue uniforme, con un impacto muy variable según las regiones: las autoridades eclesiásticas no actuaron solas sino mano a mano con distintos tribunales seculares, siendo estos últimos los que finalmente, en el apogeo de la persecución, tomaron las riendas de la Gran Caza, un curioso precedente de la separación entre Estado e Iglesia, en un momento de fuertes pugnas entre los príncipes imperiales y reyes europeos y la Iglesia por el monopolio de la jurisdicción.

La Gran Caza de Brujas cumplió sus objetivos: fagocitó las pulsiones de lucha popular dividiendo las comunidades y grupos donde aquella podía surgir, abriendo paso a la desposesión de los bienes comunes, desmantelando las redes sociales que se articulaban a su alrededor, dando al traste con todo su potencial revolucionario, de transformación y resistencia, allanando el camino hacia una nueva concepción del cuerpo y la naturaleza de la que se serviría la incipiente ideología capitalista. Pero esa es ya otra historia…

Fernando Pachón Cárdeno (Badajoz, 1998) es estudiante de Antropología Social y Cultural en Sevilla, hortelano a tiempo parcial, amante de las cosas que no valen mucho y libertario porque no queda otra. Su blog es https://dererumpachoris.blogspot.com
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