/ por Alejandro Roxán /
Hace semanas, incluso meses, que si uno ojea un diario de tirada nacional se encontrará, con toda probabilidad, una, dos o tres columnas de opinión que rumian el asunto de la oficialidad. Parece que en el resto del país reverdecieran lo que, tirando de léxico noventero, denominaríamos sensatos y pensantes, puntuales siempre a la polémica bablista y de cuya ocasional fermentación regional obtienen para sí dulces néctares. Ahora, y cada vez que llegan noticias relativas a la cooficialidad allende la cordillera, los artículos de opinión se convierten en un polvorín antinacionalista.
Existe, más allá del debate parlamentario y de la gresca diaria, cortesía de los representantes de Vox —que, con señalamientos a otro diputado incluidos, ven en la pelea regional la oportunidad de que los paseen por las tertulias de Madrid—, una intelligentsia antibablista que derrama de lunes a domingo sus bien escritos odios hacia la lengua asturiana. Un torrente de filólogos, historiadores, académicos, periodistas, columnistas, críticos musicales, opinólogos y turistas que veranean en Llanes aquejados de algún grado indeterminado de sordera, opina día sí y día también sobre el pasado, el presente y el porvenir de la lengua vernácula de Asturias. Que el número de escribientes sea alto, y he aquí lo más curioso del tema, puede llamar a engaño sobre la variedad argumental de las piezas periodísticas: la tinta vertida es mucha, y en ocasiones realmente buena, pero los argumentos son pocos, pobres y reiterativos, como expresaba el expresidente asturiano Pedro de Silva hace unas semanas.
Si se realizara una estadística que recogiera la aparición en prensa de opiniones enérgicamente contrarias a la cooficialidad y, no ya opiniones favorables, sino vacilantes o simplemente no beligerantes, seria esclarecedora. La estadística nos diría nítidamente que el matiz suele estar en el grado de falsedades que el articulista maneja para construir su refinada columna. Y no me malinterpreten: no me molesta lo más mínimo la libertad de expresión, pero sí me parece sospechosa —y, sobre todo, cansino— la mera repetición de lo de siempre en los mismos medios de siempre, serviles a lo de siempre. Un abajofirmantismo pomposo y recurrente que tiene más de argumento de autoridad que de cualquier otra cosa. Toda esa masa de intelectuales consagrados a repetir machaconamente las mismas razones, las mismas mentiras, los mismos apocalipsis. Es, desde luego, un terreno fértil para la prensa estatal el de la alerta antiasturianista.
Los argumentos, repetidos hasta la saciedad desde los años setenta y que reproducen y multiplican ahora los altavoces ultracantábricos, son siempre los mismos: el asturiano no existe, o existió pero se perdió; o lo que existen son muchos bables, uno en cada valle, ininteligibles entre sí; o inteligibles pero distintos y abocados a la uniformidad y a la extinción si se dota de una norma al idioma; o es que eso la mi güela nunca lo dijo y entonces es imposible que nadie lo dijera jamás; o resulta que hay cosas mejores en las que gastarse los cuartos; o es que Cataluña, la posmodernidad, la izquierda identitaria, el abandono de las luchas materiales. Estos últimos argumentos son de factura más reciente. Da igual que existan sobradas pruebas sobre la existencia histórica de la lengua asturiana, que la diversidad de los bables no sea mayor a la de cualquier otro idioma (peninsulares incluidos) y que los hablantes de una y otra variedad hayan venido entendiéndose, mediante la modulación de los mismos, desde hace siglos; da igual que el proceso natural en cualquier lengua sea dotarse de normas gramaticales y ortográficas; da igual que sea evidente que porque tú no conozcas una palabra no significa que no exista o que, a pesar de ser la oficialidad una reivindicación histórica en la región, el nacionalismo asturiano no tuvo nunca en la Junta General un solo diputado. En general, todo esto da igual y no existe una oposición razonable o moderada a la cooficialidad.
No me extenderé en contraargumentar cada una de las trilladas razones esgrimidas: para ello hay multitud de artículos circulando por ahí. Escribo este únicamente como consejo, como advertencia personal ante tanta bella palabra desperdiciada, ante tanta tinta malograda y ante toda esa pléyade monótona de opinólogos, para repetirme aquello que decía el personaje de Chirbes: la buena letra es el disfraz de las mentiras.

Alejandro Roxán (Cangues d’Onís, 1994) es graduado en historia por la Universidad de Oviedo y máster en historia social y análisis sociocultural por la misma Universidad. Es miembro de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y colabora en el diario El Comercio.
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