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Antonio Escohotado y algunos recuerdos de los años noventa

Lola Matamala hace un obituario personal del fallecido intelectual radicado en Ibiza, autor de 'Historia general de las drogas'.

/ por Lola Matamala /

A Daniel, con afecto

Hoy nos hemos enterado que ha fallecido Antonio Escohotado en su casa de Ibiza, lugar que encontró en los setenta con su primera esposa y sus dos hijos mayores nacidos. Aún no sé si su muerte ha sido de repente o esperada; el caso es que se ha muerto rodeado de su familia. Él quería que le enterraran en el Cementeri de San Antoni. Tenía ochenta años.

A este texto no sé si le puede llamar obituario, cúmulo de recuerdos de casi pava de dieciocho años o un minihomenaje que me hago a mí misma y a mis amigas de los noventa (y que siguen estando en mi vida). Tal vez sea una mezcla de las tres cosas gracias a la figura de Escohotado. Un señor con apellido poco común y que al nombrarlo simboliza lo de las drogas, lo del anarquismo y lo de su actual discurso neoliberal con base filosófica porque fue profesor de la UNED y autor del manual de más de seiscientas páginas que me tocó estudiar: Filosofía y metodología de las ciencias sociales (UNED, 1988) Por ende, tradujo bien a Hobbes o a Jefferson.

Tengo que decir que nunca le conocí personalmente, pero hablé una vez con él por teléfono. Tenía diecinueve (de los de entonces) y preparábamos un acto en torno al manifiesto que Cambio16 y su director de entonces, el recordado Juan Tomás de Salas, publicaron sobre la legalización de las drogas. Un manifiesto firmado por García Márquez o Vázquez Montalbán y que causó mucha sensación —incluso frenesí— en el momento. De Salas estaba invitado y tenía que intentarlo con Escohotado. Le llamé a su despacho de la UNED. Era una llamada de fijo a fijo, que conste. No contestó, pero le dejé un mensaje en el contestador. A las dos horas me devolvió la llamada. Al descolgar, me dijo que era él y shockeé un poco. El diálogo fue corto, porque me dijo que él movía la cartera por sesenta mil pesetas y que, como no lo iba a haber, no podía asistir. Fue educado, honesto y muy seductor. Era Escohotado y podía decir y hacer casi lo que le diera la gana.

Tengo que contar que le conocí a través de su hijo Daniel y un poco a través de su otro hijo, Román. En aquella época mis amigos eran mayores que yo —casi 9 años de diferencia y mi madre de los nervios— y eran rockeros y postpunks. Como era una pava de las de entonces me quedaba ojiplática todo el rato: la que iba a ser mi gran amiga llevaba pestañas postizas a diario, tequila para amenizar el control de sonido en el programa de radio que hacíamos juntas y chupitos de Jack Daniels los primeros viernes de mes (que es cuando ella cobraba). Los ojos ya se habían acostumbrado cuando conocí a Daniel. Era el hijo de Escohotado: un conceto (pronunciado a lo Manquiña) tan potente que le invitamos a un programa de radio nocturno: con él no hacía falta que invitáramos a su padre. A ver, tenéis que entender que Antonio Escohotado era muy importante en aquel momento, mucho.

En aquellas quedadas, nadie se preguntaba si el otro o la otra llevaba tema encima. El tema era, y lo sigue siendo ahora, la cocaína o el X. En aquellos años, no llegué a ver, como ahora, las colas en los baños de los bares o las cocinas repletas de gente. Era de otra manera, o tal vez es que mis amigos tenían un rollo especial: diferentes clases sociales con diferentes estéticas en un solo grupo, pero con mucha elegancia y reverencia a las drogas para poder nombrarlas al tuntún.

Por pudor y cariño no puedo desvelar algunas cuestiones de su vida privada (que por otro lado no son del otro jueves), pero sí me atrevo a narrar que las drogas más innovadoras que llegaban a Madrid pasaban a modo de prueba por la casa madrileña de Antonio. Lo que puedo imaginar es que las pondría al contraluz, como el que mira un negativo de una foto, mientras pensaba en las mágicas sensaciones que podían producir en el cerebro humano. Por esa causa y efecto, Escohotado era el que más sabía de drogas en el Estado español. Pero sabía en serio, con la precisión que dan los treinta años de estudio, de ensayo/error y de respeto hacia sustancias que también habían hecho estragos antes y durante aquellos encuentros, y que seguirían jorobando o aliviando la vida a muchas personas después de la publicación de su Historia general de las drogas. Y sí, como ya sabéis, para poder hacer ese libro tuvo que probarlas todas, y el responsable de la incursión de Escohotado en el mundo psicodélico fue el neurólogo que le trataba la epilepsia. También podéis intuir que sus seres más cercanos también las habían probado con él. Era un ritual. También lo eran sus fiestas, en donde invitaba a sus amigos a probar los caramelos que habían llegado a su casa, algunos incluso cariñosos, como el éxtasis del o para el amor. Esas reuniones no eran como las fiestas de ahora, en la que el nivel de desparrame las convierte hasta en vulgares. No: las de Escohotado eran fiestas para disfrutar de una determinada sustancia y en donde sus asistentes siempre iban a estar seguros porque había varios controles de tierra. Es decir, los que no se colocaban y estaban pendientes por si había un derrape inesperado. Estoy casi segura de que esa figura del controlador o controladora, además de ser preceptivo para el viaje, formaba parte del concepto de educación que tanto veneraba Escohotado para el modus vivendi de un país: el que debe cuidar a la otra persona per se y con exquisitez. Sobre los invitados e invitadas, ¿qué os puedo decir? Se quedaban y lo contaban como si hubieran participado en un viaje espacial.

Antonio Escohotado también tuvo affaires con la música. Montó la ibicenca discoteca Amnesia o, como podéis localizar en las redes, hizo un video muy cool con Mil Dolores Pequeños y con Accidents Polipoetics.

Con todo este background de adolescencia, comprenderéis que siguiera a Escohotado en sus intervenciones televisivas o en sus entrevistas en prensa escrita y pienso que no solo es por esos momentos de los noventa, sino que porque nuestra generación no ha tenido intelectuales de esa magnitud en este Estado tan casi cutre.

En los últimos años, su vida cambió terrible e inesperadamente: su hijo Román falleció, súbitamente, con cuarenta años y muy lejos de casa. De sus seis hijos con dos esposas diferentes, solo iba a poder seguir disfrutando de cinco.

Hilé este hecho con sus últimas apariciones y pensé que el cambio en su discurso, en su modo descreído de ver la vida política y social, tuviera que ver con esta tristísima pérdida, pero, aunque su semblante era más serio y triste, siguió teniendo las mismas manos grandes y esa sonrisa de chaval que se corrió la mundial en la Isla y en la Península.

No he podido hablar con Daniel, el que luchó muchísimo para ser piloto comercial hasta conseguirlo, y por ahora no insistiré. Con quien sí que he podido hablar ha sido con Juan Carlos Monedero, porque fue de los últimos que le entrevistó para su programa y además fue alumno suyo. Me ha comentado lo que puede resultar evidente: el cariño mutuo, el rigor empañado en sus últimas posiciones, pero el hombre con el que debatir era un ejercicio muy estimulante.

Perdonad, pero no he podido evitar escribir todo esto. Desde esta mañana se me han echado encima muchos olores, imágenes y sonidos: la voz de Antonio por el teléfono fijo, la sonrisa y la carita tan bonita de Daniel, los vasos de tubo con Martini rojo y las drogas que pudimos probar con Escohotado. 

Me alegra que a él, como a Sócrates, no le asustara la muerte.


Lola Matamala, activista y periodista madrileña, escribe habitualmente en El Salto, La Marea y otros medios.

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