/ una entrevista de Pablo Batalla Cueto /
Jared Diamond escribió un famoso libro titulado Armas, gérmenes y acero. Jorge Dioni López podría haber titulado Muros, alarmas y piscinas el que finalmente se llamaría La España de las piscinas, uno de los más interesantes de este 2021 que declina, publicado por Arpa. López, benaventano de 1974, colaborador de medios como La Marea, traza allá una antropología del PAU y de los PAUers, criatura sociológica germinada a lo largo de los últimos lustros al calor de la burbuja de la construcción, que llenó los extrarradios de las grandes ciudades españolas de «un mundo hecho de chalés, urbanizaciones, hipotecas, alarmas, colegios concertados, múltiples coches por unidad familiar, centros comerciales, consumo online, seguro médico privado, etc. Un mundo que favorece el individualismo y la desconexión social y cuya importancia política es hoy fundamental». Que acabe de recibir el premio Libro del Año otorgado por las librerías de Madrid da testimonio de la calidad del trabajo, del que comentamos algunas de sus claves en esta entrevista que se celebra en la cafetería del Museo Reina Sofía.

Jorge, empecemos por una definición. ¿Qué es un PAU? ¿Qué es un pauer?
PAU quiere decir Plan de Actuación Urbanística, y es una herramienta que se utiliza para agilizar tanto la expropiación como la urbanización. Porque en España se expropia. Parece que no, pero se expropia, y a veces se expropia muy bien y hay gente expropiada con buenas ganancias. Se crea una junta de compensación en la que los propietarios tienen bastante mano en la creación del barrio y la distribución del territorio. Yo, con la etiqueta PAU, me refiero a todos los desarrollos urbanos que se crearon en los noventa y los dos mil, siempre con calles rectas, rotondas… Esos lugares con nombres de calles impersonales: nombres de estrellas, de inventores… En Alcorcón tenemos toda un área con nombres de premios Nobel: Juan Ramón Jiménez, Nelson Mandela… Yo vivo en un sitio en el que los nombres de las calles son ciudades europeas: Berna, Liverpool, Helsinki, Reykiavik, Estocolmo… Si te pierdes, es un poco complicado orientarse: ¿dónde estoy exactamente? (risas). Todos los edificios se parecen un poco: chalés pareados o individuales, edificios de hasta cinco pisos según la ley en Madrid… Y Pauers es como yo llamo a la gente que vive en ellos; gente de unos cuarenta años que se fue allá, siempre en pareja, porque es muy complicado el acceso a vivienda en propiedad si no es en grupo, ya sea la pareja o el grupo de amigos o amigas. En estos lugares, se ha constituido todo un modo de vida; un modo de vida que, como primero fueron las viviendas y luego el urbanismo, y en el PAU no hay servicios, se caracteriza porque cada cual se ha tenido que buscar la vida y encontrar su colegio, su centro de salud, su ocio, etcétera, fuera. El ocio está muy vinculado a los centros comerciales, que hacen las veces de plaza del pueblo. En estos lugares no hay plazas: hay rotondas. En mi barrio, si se quisiera hacer una asamblea del 15-M, o nos tendríamos que ir al parque o al centro comercial. No hay esa plaza que vertebra todos los pueblos o ciudades europeas.
Y allá donde el PAU se acaba, lo siguiente es el desierto de los tártaros, metaforizas en en el libro.
Sí: no es que la ciudad se acabe poco a poco. Se acaba y lo siguiente es la nada: una gran carretera o un desierto. Eso te crea una sensación de pionero, como en el western. Llegas, clavas tus cuatro estacas, agarras tu fusil y tu biblia y aquí me las den todas. Yo me busco mis soluciones y defiendo mi propiedad. Esa vinculación fuerte con la propiedad que es característica de Estados Unidos nos está llegando ahora acá. «La propiedad, el dinero, me da la capacidad de hacer lo que yo quiera». Un mundo bastante terrible.
De estos lugares también comentas que no tienen una vinculación fuerte a la historia anterior del territorio en el que se yerguen. Todo lo más, y no siempre, se preserva un topónimo que, además, a veces se rehace un poco para relustrarlo publicitariamente. Como cuando al principio de la serie Cuéntame, cuando don Pablo monta Construcciones Nueva York con Antonio Alcántara, se bautiza un complejo residencial cambiando el nombre del prado del tío Julián por Las Lomas de Don Julián.
Ahí va, no lo vi. Es buenísimo. Sí, este tipo de nombres. En La que se avecina, uno es Mirador de Montepinar y el otro Atalaya del Arcipreste. Y sí: todo es nuevo. Como una utopía. Si uno mira la historia de las utopías, siempre han consistido en construirlas fuera de la ciudad. George Steiner decía que lo importante en Europa, en las ciudades europeas, eran la calle, donde te podías encontrar con gente; el café, donde tenías acceso a movimientos políticos, culturales, sociales, etcétera; y la estatua, que remite a la historia del lugar; de un lugar en el que han pasado cosas. Los nombres de las calles, nombres como Mira el Río, El Oso o Juanelo aquí en Madrid, remiten a una historia. Pero en los PAU las calles son impersonales, hay pocos bares, pocos cafés, y mucho más uso del coche que de la calle. En algunos PAU ha llegado a hacerse barrio, pero sitios como Valdebebas, Las Tablas, El Cañaveral, Las Vaguadas o —por poner un ejemplo no madrileño— el valle del Guadalhorce, al lado de Málaga, donde está Alhaurín de la Torre, son sitios por los que uno se mueve en coche. Y eso tiene algunas consecuencias. Cuando los lugares crecen poco a poco, se crean socializaciones y conciliaciones: este barrio, por ejemplo, vota tal o cual, ya sea izquierda o derecha. Estos lugares que brotan de golpe son más Tinder en eso: ahora votan al PP o a Vox, antes votaron a Ciudadanos. Y si mañana aparece un Movimiento 5 Estrellas, igual cala.
El Pauer, en unas elecciones vota a unos, en las siguientes a otros y en las siguientes se queda en casa viendo Modern family. No hay esa fidelidad intensa, de clase, que caracteriza a los barrios tradicionales, ya sean obreros o acomodados.
En un barrio, detrás de cada equipamiento hay toda una pelea vecinal. Todo eso, aquí, no existe.
Te refieres a todo esto como modelo Arrese, acordándote de aquel ministro falangista que decía, o venía a decir, «primero las viviendas, luego el urbanismo».
Arrese es un personaje del que alguna buena crítica que me han hecho me dice que he dado una visión muy caricaturesca. Es verdad: utilizo dos frases para construir un personaje que casara con la historia. Arrese, primero, pretendió mantener a la gente en los pueblos, y cuando eso dejó de poder ser, pasó a esta idea de crear propiedad y de primero las viviendas, luego el urbanismo. De entrada, no hay nada: ya se irá creando.
No hay nada, pero sí impuestos. Y tú comentas las consecuencias que tiene en la psique y la sociología Pauer percibir que lo único que reciben del Estado es la exigencia de pagar.
El origen de esas visiones delirantes, libertarias, de la soberanía individual; de yo me organizo solo. Te vas a vivir a una promoción de viviendas unifamiliares a las afueras de Madrid después de que te pille el confinamiento en tu casa en los Austrias y de decir «esto no me vuelve a pasar». De Madrid o de Murcia, que me está quedando esto muy centralista. Y vas a dar a una urbanización muy extensa, cuyo municipio no es capaz de mantener ni policía, ni un servicio de basuras eficiente, ni otra serie de servicios. Lo único que sabes es que te llegan recibos de ese municipio que tampoco te dice nada; el Ayuntamiento queda lejos. Lo que tú ves desde las ventanas de tu casa es monte, monte, campo, campo. Es fácil sentirse como los de Bonanza.
Esa cosa estadounidense del perverso Washington.
Eso es. El perverso Washington que cobra impuestos al pionero. Y esa idea tremendamente delirante, ya digo, de la soberanía individual. Prácticamente ningún ciudadano europeo del siglo XXI es capaz de conseguir su alimento y su vestimenta por sí mismo.
Ya no existe el señor Cayo.
No sabemos hacer absolutamente nada.
Pero tú insistes en una visión materialista. Pides no demonizar al Pauer. Explicas de un modo muy marxista que su psique, su superestructura mental, proviene de una base de duro y frío hormigón. El PAU crea al Pauer. Recuerdas también que el Pauer no es un rentista: es un trabajador, aunque sea un trabajador bien pagado.
Bueno, bien pagado hasta cierto punto. Yo nombro mucho la serie La que se avecina, porque es muy interesante en este sentido. La nombro acordándome de Médico de familia; aquel Emilio Aragón que era médico, médico con mayúsculas y letras muy grandes, y cuyo sueldo le daba para mantener el chalé, una persona que venía a limpiar, al abuelo, tres hijos… En La que se avecina, en Mirador de Montepinar, pueden vivir el médico, el enfermero, el celador, el ATS y el conductor de la ambulancia e igual el más estable de todos es el conductor de ambulancia. La idea del trabajo ha cambiado mucho. Trabajo ya no quiere decir estabilidad. Los oficios, las profesiones, han desaparecido. Al aparejador de La gran familia, su sueldo le daba para mantener a diecisiete hijos. Hoy eso es imposible. Y a falta de identidad vinculada al trabajo, muchas veces surge una identidad vinculada a la propiedad.
En el PAU, cada vecino trabaja en una punta u otra de la ciudad, y de una cosa distinta. No es aquel barrio o poblado obrero clásico en el que todos trabajaban en, o para, la misma factoría. En consecuencia, no se genera una identidad de clase, sino una identidad de propietarios cuyo aglutinador simbólico puede ser la bandera nacional que se planta en el jardín.
En las sociedades modernas hay una ocultación del trabajo, también. Cuando yo era pequeño, los oficios estaban cara al público. La zapatería, la sastrería, la tintorería…, todo estaba abierto, visible. Ahora, todo está oculto. A ti te llega a casa una caja con un móvil y todo lo que ha pasado para que te llegue no se ve, es magia, no sabes nada. Lo que no se ve, lo que no se conoce, no se valora. Y no crea identidad. En la cultura del espectáculo y de la separación entre la producción y el producto, ¿cuál es tu identidad, de qué te puedes sentir? ¿Soy zapatero o soy runner? ¿Soy trabajador o soy español? De la bandera, siempre me llama la atención cómo se ondea para que moleste.
Pero no para que moleste a tus vecinos, todos parecidos a ti. Hay un discurso contra los inmigrantes que triunfa sobre todo en lugares donde no los hay. Pasó con el Brexit. Ese inmigrante que aterroriza a los biempensantes suele ser para ellos un inmigrante metafísico, no real.
Donde yo vivo, había un tío que, a las ocho, cada día, ponía música, y cuando se acababa, gritaba «¡viva el Rey!». Lo gritaba como si nos insultara: «Viva el Rey, hijos de puta». Que haga daño, que se jodan. Que se jodan mis compatriotas. Sí, se crean sitios que son muy homogéneos. Ya digo: hace falta la pareja, hace falta un sueldo fuerte, cierta estabilidad y que, si en algún momento la cosa se tuerce, tener a alguien detrás que sostenga el núcleo familiar. La pareja, los padres. En consecuencia, toda la población inmigrante está bastante excluida de los PAU.
En un momento dado, bromeas con la idea de que, en un PAU, no se trata de que tus hijos no se droguen, sino de que se droguen con gente igual a ellos. Es una imagen un poco bruta, pero hay algo de verdad en ella.
Estar en el lugar adecuado, con la gente adecuada, en el momento adecuado. Contactos. Esa cosa de buscar colegio concertado o universidad privada pensando en las redes de antiguos alumnos que tu hijo se va a crear y que después lo van a ayudar. Yo leo en las encuestas que, de forma abrumadora, la forma principal de conseguir trabajo en España es a través de conocidos y familiares.
Estos colegios, de hecho, suelen vender eso mismo con una sinceridad muy descarnada: «Aquí harás contactos». Recuerdo del programa de Jordi Évole sobre el Colegio de El Pilar un spot que lo decía con esa claridad.
Sí, sí. Y cosas como el distrito único de Madrid han alimentado eso. Puedes escoger el colegio público que quieras. Eso ha generado una segregación muy bestia.
Colegios públicos del nivel de los mejores concertados y otros que se convierten en un cajón de sastre de marginalidad. No hay redistribución, no hay búsqueda de la equidad. Los colegios públicos compiten entre sí como las empresas.
Eso es. Y tienen un director nombrado por la Comunidad y pocos mecanismos para la intervención de profesores y ampas en el colegio, con lo cual, más desánimo, más boicot para llevar a la gente a otro modelo que crea una cantera de votantes.
Votantes de Vox… o de CiU. En el libro relacionas todo esto, no solo con el auge de la ultraderecha, sino también con el Procés.
Ciudadanos encajó con todo este mundo de matrimonios de película americana de cuarenta años con hijos como un guante. Pero en un momento dado, Ciudadanos entró en delirio. Y lo que yo vi es que las partes más pegadas a la ciudad votaban al Partido Popular; y las unifamiliares, a la ultraderecha; a esa ultraderecha que está todo el día dando la matraca con que te van a quitar la casa y que hace falta mano dura. Pero también hay una Barcelona de las piscinas. Barcelona es una provincia hiperurbanizada, donde entre el año ochenta y cinco y el dos mil cinco se construyó una vivienda unifamiliar cada hora. Al principio eran segundas residencias, pero con la mejora de las comunicaciones pasaron a ser primeras. Las viviendas unifamiliares son viviendas sin vecinos ni arriba, ni debajo, ni al lado: tú solo, lo que, hoy por hoy, es un proyecto político mundial. Los del centro y el norte de Inglaterra dicen «solos estamos mejor» y votan el Brexit; en Estados Unidos los estados republicanos solos están mejor y se desvinculan; en Polonia solos están mejor y se declaran en rebeldía con respecto a la legislación de la UE… «En este mundo incierto, mejor por nuestra cuenta» es el eslogan de medio mundo en este momento, y también del Procés. Si no entiendes que el Procés y Ciudadanos, todo ese crecimiento, es parte del mismo proceso, no entiendes nada.
No es casual que regiones de España en las que Vox prácticamente no existe o es testimonial sean también zonas sin PAUs. Hay poco norte en tu libro.
Son zonas donde el urbanismo ya era disperso; muy vinculados a minifundios, a la economía de la casa… En Guipúzcoa y Vizcaya —no así en Álava y Navarra— no ha habido prácticamente desarrollos urbanos de estos. En Cantabria ha habido alguno y en Asturias también, pero pocos. En Galicia los ha habido en Vigo, y si te miras la pirámide de población de las ciudades alrededor de Coruña o Santiago, tienen población joven que se va de la ciudad porque no se puede pagar el piso. Pero como el poblamiento ya era disperso, no hay esta idea de la isla que aparece, sino que lo que aparece se integra en la tradición del propio pueblo. Todos estos son lugares en los que el modelo antiguo de partidos ha sobrevivido razonablemente bien. Allá donde hay un nuevo urbanismo, sin embargo, se configura también un nuevo panorama político.
Lo que comentábamos antes. Nueva base material, nueva superestructura. En otro momento del libro ilustras esto con un ejemplo: nos definen nuestros gustos, sí, pero no es lo mismo escuchar música paseando que en un atasco.
A veces se usa el término clase media aspiracional de un modo despectivo que me preocupa. Si vas limitando tanto quién te vota, al final no te votará nadie. Hay una retórica abajo/arriba que a mí nunca me convenció demasiado. Al final, cada vez vas yendo más abajo; acabas haciendo política, prácticamente, solo para colectivos vulnerables. ¿Qué fue de las políticas para mayorías?
De los PAU cuentas que en estos lugares no se dan mítines, y eso aviva la sensación de no le importamos a nadie. Otro aspecto interesante es que son zonas sin inmigrantes, pero también sin gente mayor.
La pirámide poblacional es ancha en la franja alrededor de los diez años y en la de los cuarenta. Efectivamente, no hay abuelos. Un lugar con calles de cinco carriles es bastante impracticable para la gente mayor.
Y eso hace que no se genere una conciencia de los vulnerables que podría llegar por esa vía. Ojos que no ven, corazón que no siente.
En la ciudad te encuentras con mucha gente y tienes que pactar constantemente con ella, aunque no te des cuenta. En estos sitios homogéneos, sin embargo, solo pactas con los que son como tú, y eso no cuesta trabajo. A veces se dice que hay que convencer a tal o cual sector; que tenemos que convencer a más gente de lo nuestro. Igual no hay que convencer y lo que hay que hacer es pactar. La democracia, entiendo yo, es alternancia y es unas instituciones en las que los diferentes se encuentran y llegan a acuerdos, no donde uno gana a otro.
Aludes también a la soccer mom, esta figura estadounidense, que llega acá a través de los PAU, de la madre que lleva y trae a sus hijos. Dices que cada evolución histórica del urbanismo genera su propio ángel del hogar.
A más dispersión, hace falta más tiempo de cuidados, porque hacen falta más viajes. Y ese es tiempo que, si no se interviene, se le endosa a la mujer, como se ha comprobado en numerosos estudios. La dispersión crea desigualdad, pero la crea también dentro de la pareja. Creo, por cierto —y me meto en un jardín, porque el coche es un jardín—, que hay que pensar mejor el tema del coche. A veces se señala, por ejemplo, que la mayoría de viajes son de cinco o diez kilómetros; viajes muy cortos que se deberían, se dice, prohibir o controlar. Sería interesante estudiar cuántos de estos viajes tan cortos no se apellidan conciliación, no se apellidan llevar a los críos de aquí para allá, no se apellidan ir a comprar… El transporte público es muy ineficiente; toma mucho tiempo. Tienes que tener un horario tan flexible como el que tengo yo para que no sea impracticable.
Hace tiempo replicabas a alguien que comentaba en Twitter su deseo de transitar hacia un modelo urbanístico tipo ciudad de los 15 minutos —en la que todo, ocio, compras, trabajo, etcétera, esté a ese tiempo máximo de casa—, en la línea de lugares como Friburgo, que estaría muy bien, pero que ese no es el país que hemos estado construyendo durante las últimas décadas, y que con estos mimbres hay que hacer el cesto.
Claro, la realidad es esta. ¿Cómo construyes una ciudad de los quince minutos en un lugar que consiste en manzanas y manzanas enteras en las que los bajos no están habilitados para el comercio? Recuerdo cuando acá en Madrid se dijo: «Vamos a hacer Madrid Central», y al año de hacer Madrid Central nos asustábamos de lo que habían subido los pisos. Pues claro: si priorizas o embelleces una zona, si liberas de coches una zona, y no intervienes el mercado de la vivienda, los pisos van a subir. ¿Prohibimos el coche? Pues muy bien, pero ¿a quién va a afectar, y qué solución le vas a dar? A veces se acuerda uno del maoísmo: esta cosa de «vamos a hacer no sé cuántas toneladas de acero», «¡no hay!», «da igual, que la gente funda sus cazuelas», «¡pero entonces no come!», «da igual». ¡Vamos a construir la ciudad de los quince minutos! Estupendo, ¿cómo? Yo estaría encantado de que se prohibieran los pisos turísticos, se expropiaran todos los pisos extra a todo el que tenga más de uno y se pusiera eso a disposición del personal. ¿Se va a hacer eso? No. ¿Entonces? Si no se puede vivir en el centro, si tienes que irte a tomar por saco, adonde no hay autobús, ni hay cole, ni hay centro de salud, ¿cómo lo vas a hacer?
Más arquetipos humanos comentados en el libro. Policías que no viven en el lugar que patrullan.
Eso es algo muy norteamericano, pero me gustaría saber qué pasa aquí. Todos tenemos la sensación de que hay manis en las que los policías reparten y otras en las que no reparten. Es como si tuvieran grupos sociales a los que tuvieran que controlar y otros que son los suyos, y a los que dejan hacer. Esto es algo que sucede en Estados Unidos desde la gran fuga de las ciudades que se produjo durante los años sesenta, setenta, ochenta. Sobre España no hay datos, pero me gustaría que los hubiera. Hay, en general, una sensación de que hay poderes que se están segregando. La justicia civil es uno y la policía, otro.
La propia Madrid se está segregando del resto de España, convirtiéndose, no ya en la capital de España, sino en un barrio de una megaúrbe global y en una aspiradora que absorbe las energías del resto del país vía dumping fiscal y otras hierbas. Las élites se independizan. Toda la clase alta de mi ciudad está empadronada acá para pagar menos impuestos.
Esteban Hernández tiene una cosa muy interesante en la que comenta que perdedores de la globalización no son los que se quedan sin curro cuando la fábrica cierra: es el dueño de la fábrica. Es el Abc, que fue un día a toserle a Netflix, pero ¿quién es el Abc? Sí: Madrid se ha independizado de España. Y es curioso cómo aplica territorialmente el discurso de la meritocracia. La ciudad hecha a sí misma, sin herencia, sin contexto, nos va bien porque somos muy listos. Como decía no sé quién, dame el Reina Sofía y el Prado y yo también te bajo impuestos. Ojo: en Cataluña también pasa. Cataluña es el país hecho a sí mismo. «Somos muy inteligentes, somos muy listos». No, a ver, erais muy listos y traficabais con esclavos. Cuéntamelo todo. Con Madrid, por cierto, está habiendo un cruce entre esa idea y todos los latinoamericanos que han venido aquí: otra cosa que necesitamos que alguien cuente bien. Hay una enorme población latinoamericana sobre la que carezco de datos, pero que, aparte de comprar pisos, está invirtiendo en prensa y creando opinión. Toda esta radicalidad de la derecha no se entiende sin los venezolanos y otros latinoamericanos adinerados que han venido.
Termino pidiéndote comentar otro aspecto del libro que me ha resultado muy interesante: sus toques historicistas. Comparas los PAU con el monasterio, con el castillo, con la villa romana, con el surgimiento del protestantismo. Hay una búsqueda de claves interpretativas en la historia que me gusta mucho. Un decir: «nada nuevo bajo el sol».
Esta idea de que todo va muy deprisa, yo no la comparto mucho. Hace tiempo hice un club de lectura sobre novela del siglo XIX y les decía que aquel fue un siglo en el que pasaron cosas. En el XX y el XXI no pasaron tantas: vivimos de las transformaciones del siglo XIX. La telefonía sin hilos, hablar en tiempo real con alguien que no está a tu lado: esa fue la gran revolución. Y luego se perfecciona, pero lo que cambia la cabeza es esa transformación inicial: hablar con alguien que está lejos. Pero al final somos humanos, la ciudad es una creación humana, y nuestra relación con ella es histórica. Los centros comerciales han existido toda la vida. El mercado de Trajano no deja de ser un centro comercial. La catedral no deja de ser un centro comercial. ¿Qué había en la catedral? Reliquias, la magia simpática de la reliquia. Ahora hay la magia simpática del consumo. Igual me estoy pasando con la antropología pop, pero hacer cola para tocar las zapatillas de Cristiano Ronaldo no me parece muy distinto de hacerla para tocar el brazo de san Roque.
Igual que la catedral, un centro comercial es un lugar para la homogeneidad. Gente con determinada apariencia no entra en un centro comercial. En algunas iglesias asturianas, todavía se ve, a la entrada, la marca que delimitaba hasta dónde podían llegar los vaqueiros de alzada, una etnia trashumante marginada. En un centro comercial no encontrarás un mendigo.
Es un sitio donde hay una cierta sensación de seguridad: temperatura homogénea, no llueve… Y la socialización con niños es más fácil. El niño se va a comprar unas palomitas o lo que sea y tú te quedas aquí tomando una cerveza. Sabes que no le va a pasar nada.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea y CTXT; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
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