Escenario

FICX de oleajes y testimonios

Jorge Praga reúne sus sensaciones de lo visionado en el último Festival Internacional de Cine de Xixón, desde el corto 'Folaxe', de Ramón Lluís Bande, hastal a belga 'Rien à foutre'.

/ por Jorge Praga /

Mientras llegan las primeras luces del día camino cada mañana hacia el pase de prensa en la Escuela de Comercio. Las circunstancias del aparcamiento me llevan a recorrer casi completo el paseo de la playa de San Lorenzo, bien pegado al muro. Cada jornada el mar se viste con nuevos colores bajo el cielo encapotado de esta semana de borrascas. Ruge, agita las olas, me saluda sin cesar. Cuánto eché de menos este trayecto en el año maldito del confinamiento. Llego a la pequeña sala de la Escuela y continúa la presencia marina. Folaxe, el corto de Ramón Lluís Bande del que se seleccionan unas imágenes al comienzo de cada proyección, me regala de nuevo el estallido de las olas. Las fotografías en la enorme pantalla agitan mis pies húmedos, me acercan más si cabe al agua embravecida. Fotografías de un enero de amenazas bélicas, fotografías del gran Constantino Suárez que muestran las heridas del tiempo en sus raspaduras y rayones. Huellas de 1937 que saltan sobre el mar atemporal, un oleaje que se traspasa al cartel verdoso y gris del festival. Aquel verso de Paul Valéry: «La mer, la mer, toujours recommencée!».

Asturias de cine

El FICX es un ajustado reflejo de la cinematografía asturiana. Una edición tras otra registra el esfuerzo por encontrar un hueco en el festival a cada producción regional, a cada autor que tenga que ver con Asturias. Si me empeñara en seguir esta cuidada actualidad las jornadas se agotarían en este círculo estrecho, en esta cercanía artística. Los festivales siempre proponen muchísimo más de lo que cabe en la agenda de un espectador, es una de sus contradicciones básicas. Hubiera deseado ver Pajares, o Mines de Figareo. Memoria d’una llucha (1978-1980), o Esconderite, o… Sí me entró en la lotería diaria La inocencia interrumpida, del prolífico documentalista gijonés José Viveiro. Documental clásico, que arranca del enigma de una fotografía de un grupo de niños que parecen iniciar una despedida, y que pronto sabremos que forman parte de la emigración infantil que desde el País Vasco se organizó tras el horror del bombardeo de Guernica. Miles de niños que acaban en la costa inglesa para un viaje protector de pocos meses que luego, alargado por el desastre de la guerra civil y los bombardeos nazis en Inglaterra, se prolongó durante décadas. La voz de José Viveiro como narrador se empeña en contar lo que ya las imágenes inspiran como un temblor imparable: desolación de las familias, rupturas sin solución, expatriados sin patria, y al fondo esas imágenes de Franco recorriendo la Castellana flanqueado por la guardia mora que enfrían la espalda. «Ye grande Josín», oigo en la sala.

El cine de Asturias se muestra en el FICX. Pero también sus cines, las salas, el entramado exhibidor de Gijón, sinécdoque de lo que sucede en toda la región. Sin salas comerciales en el casco antiguo de la ciudad, las proyecciones tienen que refugiarse en su mayoría en un centro comercial lejano e incómodo, un no-lugar de franquicias y aparcamientos. En otras geografías más afortunadas se ha logrado mantener una pequeña red ciudadana de cines autónomos con espectadores que llegan caminando por la acera. Pero en Asturias, desde hace varias décadas, triunfó el monopolio de los centros comerciales encajado en la red de carreteras que cose el centro de la región, dejando la exhibición ciudadana del cine para esfuerzos aislados de entidades culturales. El FICX sobresale tanto por la audacia de sus elecciones artísticas como sufre y padece por la ausencia de una red de exhibición que permita el acomodo tranquilo en la ciudad, el reposo del café, la gracia del encuentro, el paladeo de las calles bajo el paraguas. Y el mar.

El cine idealista

A veces no son las películas, sino sus proyecciones las que marcan para siempre tu memoria cinéfila. Y más cuando esas proyecciones se desparraman en una duración que ninguna visión casera puede aspirar a igualar. No puedo nombrarme como uno de los pocos que haya visto de un tirón las catorce horas de La flor de Mariano Llinás. Presumo al menos del placer de la visión completa de Fanny y Alexander en un remoto festival de Valladolid. O las cuatro horas y media de Misterios de Lisboa del chileno Raúl Ruiz. Mucho tiempo encadenado a la butaca, rendido al magnetismo inacabable de la pantalla. Algo de esa índole sobrevino en la sesión, única e inolvidable sesión, de Quién lo impide, que a sus 220 minutos añadió el verbo irresistible de su director Jonás Trueba hasta acercarse a las cinco horas. «Es una película para ver en comunidad y continuar el diálogo después de la proyección», nos anticipó. Y así fue, hasta que la noche avanzada echó la persiana a la sala.

Quién lo impide desafía desde el arranque al espectador sobre su naturaleza. Es inevitable preguntarse ante sus imágenes, distribuidas en apartados o capítulos, por el posible carácter documental de la vida de su grupo protagonista robada para la pantalla. O, al contrario, por la producción ficcional y el fingimiento actoral que construye unas existencias urdidas en la imaginación de sus autores. El dilema extiende su fuerza si pretendemos acoger la obra en el paraguas del cine testimonial y, un paso más allá, en la sociología de una generación de jóvenes. La manía de los encasillamientos nos hace olvidar la verdad más primaria: que el cine siempre es rodaje frente a una cámara, y montaje, muchísimo y eficaz montaje en esta obra insólita. Por si cabía alguna duda, Trueba la deshizo en el coloquio: «No es una película realista, sino idealista». Un idealismo que no es término en oposición dialéctica al materialismo de nuestra juventud marxista, sino un idealismo de horizontes que se hace cargo de los sueños, de las fantasías, de los deseos de sus protagonistas. La película hace realidad fílmica las experiencias que los jóvenes van esbozando y trenzando para sí mismos ante la mirada y la escucha atenta del director. Durante largos cinco años Jonás Trueba les abre la boca para que discutan y opinen, corre tras sus piernas para conquistar sus calles y sus corrillos, y sobre todo se abre a sus deseos de rotular vivencias que la realidad emborrona con sus límites. Tras el torrente de imágenes se esconden muchas más de rodaje, y todavía más de montaje, hasta acabar con ese fluido imparable que mantiene a la sala en un silencio absoluto. Cuál será el misterio de lo que Trueba consigue. ¿La verdad, esa quimera? Frente a los realities de las televisiones repletos de postureo, o frente a las máscaras narcisistas de las redes sociales, esta película exuda verdad. La verdad puede ser otra máscara, pero se distingue de todas por la conmoción interior que produce, porque aquello que revuelve nos concierne más allá de circunstancias. El crítico Carlos F. Heredero tocaba este asunto en su artículo «La vida, la ficción…», publicado en la revista Caimán-Cuadernos de cine (número 108):

«Trabajar sin pretensión alguna de proponer un informe sociológico, ni tampoco un experimento que se quiera representativo, pero alcanzar, precisamente por ello, una verdad y una autenticidad que ningún informe, ni tampoco ninguna otra película española, ha alcanzado hasta ahora en el retrato de la vida y de las experiencias de los adolescentes en este país».

El olvido del trípode

Con la presencia en el festival de dos películas de Hong Sang-soo, Introduction e In front of your face (foto de portada) está asegurado el recurso de la cámara asentada en el trípode, con largos planos que solo se permiten el cabeceo de las panorámicas o la variación óptica del zoom, un pestañeo que el director coreano ejerce a veces con brusquedad. Pero cada vez gana más terreno el rodaje con una cámara ligera gobernada por un cuerpo y un brazo inestables. La película de Jonás Trueba se ciñe a ese planteamiento, no había otra opción para la larga convivencia con los protagonistas adolescentes. Tampoco parecía haberla en el filme-ensayo que presenta Andrés Goteira, Welcome to ma maison. Planos muy cercanos del actor Igor Fernández, repletos de su obsesión por el director danés Nicolas Winding Refn. Lo que en Trueba era decantación minuciosa de un material acumulado durante años, en la película de Goteira se convierte en un enfangado discurso que se cierra sobre sí mismo. La facilidad de rodaje con las nuevas técnicas digitales puede ser premio o zancadilla.

Una variación de la vibración manual del rodaje la encuentro en la belga Rien à foutre, de Emmanuel Marre y Julie Lecoustre. Contaba Emmanuel Marre que la idea de la película se le ocurrió en un vuelo low cost, al observar a una azafata que parecía estar pasándolo muy mal, pero que cuando tenía que presentarse ante el pasaje componía la máscara de la amabilidad. La película se construye en torno a una protagonista que vacía su vida para dedicarse a una cadena incesante de vuelos diarios, encadenados a días de ocio vacíos en geografías sin raíces. La cámara tiene que ceñirse a esa protagonista, y lo hace con tal disciplina que muchos de los planos excluyen a sus interlocutores, a los clientes que piden o a los jefes que exigen. Para fortuna de la obra el papel de la azafata lo encarna Adèle Exarchopoulos, aquella joven que hace unos años desbordó la pantalla en La vida de Adèle. Su rostro atado al objetivo despliega una delicada sucesión de matices, de máscaras, de contención del desgarro que crece y crece. Lo que en primera instancia es un buceo en el interior desconcertado del personaje a través de su afloramiento facial, gracias a la justeza del guion se convierte en un alegato contra el capitalismo de las grandes compañías, sustentado en un sistema piramidal que exige la crueldad con los de abajo y el aguante con lo que venga de arriba. Gran obra, en la que el olvido del trípode permite tener muy cerca a una intérprete excepcional.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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