Almacén de ambigüedades

El mundo al revés o el carnaval perpetuo

«Habitamos un mundo donde rige implacable la ley del eterno retorno. Incansablemente se repite el mismo viaje con destinos variados, el mismo amor con sucesivas parejas, el mismo interminable día de la marmota, el mismo gobierno con distinto collar, el mismo mar de todos los veranos». Un artículo de Antonio Monterrubio.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

Habitamos un mundo donde rige implacable la ley del eterno retorno. Incansablemente se repite el mismo viaje con destinos variados, el mismo amor con sucesivas parejas, el mismo interminable día de la marmota, el mismo gobierno con distinto collar, el mismo mar de todos los veranos. Navegamos por el oscuro océano de la vida dirigida. Asistimos a un sempiterno karaoke cuyas letras nos son dictadas por la pantalla o el teleprompter del Gran Hermano de guardia. Y aunque la creamos una dictablanda, resulta ser más contundente de lo que parece. Incluso la opción de escaparse al modo de El barón rampante de Calvino, abandonando la ciénaga social y viviendo en las copas de los árboles, ha sido abolida de raíz. Los bosques han sido cuidadosamente cercenados. Los incendios, la lluvia ácida, la desertización, no afectan únicamente a la naturaleza. Apenas quedan espacios mentales a los que huir. En la sociedad del espectáculo consumista, la diferencia es repetición. Los centros de las ciudades tienden a asemejarse cada día más al extremo de hacerse indistinguibles. Se replican las cadenas de tiendas, idénticos fast food, retahílas de coches de las mismas marcas. Solo la lengua en que están escritos los letreros te informa de si estás en Nueva York, Berlín, Londres, París o Madrid. Y los lugares que daban personalidad, identidad y sobre todo aliento a los grandes y no tan grandes núcleos urbanos van mordiendo el polvo uno tras otro. La diversidad, y con ella la capacidad de elección, va muriendo a medida que la vida se torna uniforme y por ende monótona. Duele ver un McDonald’s tan insustancial como todos ocupando el local de lo que antaño fue, en Salamanca, un templo del jazz al que el puño de hierro del Capital obligó a partir, dejando su alma sepultada entre montañas de hamburguesas y cascadas de kétchup.

Lo que en otro tiempo fue posible ya no lo es. Julio de 2019 representaba el 50.º aniversario del festival de Woodstock. Primero se pensó en organizar un concierto conmemorativo con participación de algunos de los intérpretes originales. Pero el evento terminó cancelándose por la muy buena razón de que hoy es irrepetible hasta su sombra. El Woodstock de 1969 fue un mundo nuevo de tres días, extendido más o menos para según quiénes. Se trató de una fiesta, una celebración compartida por unos artistas y un público que creían en algo, fuera o no utópico, y lo vivían con una intensidad poco común y ahora extinguida. Basta ver en los documentales las actuaciones de The Who, Janis Joplin, Joe Cocker o Santana para salir despavoridos ante la mezcla de comercialidad, hipocresía y mediocridad que desprende la mayoría de la música popular actual. Una de las imágenes más precisas de la verdad sobre un escenario es sin duda la de Jimi Hendrix entonando con su mágica guitarra el espeluznante himno contra la guerra de Vietnam. Compárese esto con los festivales veraniegos convertidos en parques temáticos de pop rock devaluado. Cada prestación está cronometrada al nanosegundo, el sonido controlado al milidecibelio y la iluminación a la microcandela. Al igual que en tantos otros campos de la vida contemporánea, nos encontramos sometidos a una medianocracia, que no quiere decir que los hobbits hayan tomado el poder, sino que se ha impuesto por doquier la medianía más descarada, la nulidad patentada. Si en el modus vivendi reinante los momentos aparentan intercambiables, es porque de hecho lo son. Todo es clonación bajo el simulacro de la novedad permanente. El tardocapitalismo ha inventado el tiempo fractal, idéntico a cualquier escala, tiempo brócoli o romanesco que en realidad, aunque a muchos les cueste reconocerlo, aburre hasta a las piedras.

A veces los silencios más clamorosos se esconden bajo una enorme hojarasca de palabras vanas. Particularmente nociva es tal práctica cuando viene avalada por un cierto sello intelectual. Es enternecedora la autosatisfacción identitaria, por ejemplo, que sacude a la corriente principal de la intelligentsia española al pontificar sobre el proceso de modernización del país. Parece ser que debemos contentarnos con que la frase de Max Estrella, «España es una deformación grotesca de la civilización europea», ya no sea aplicable en nuestra etapa histórica (Valle-Inclán: Luces de Bohemia). Se insiste aquí y allá en el ingente y fructífero esfuerzo llevado a cabo por la generación de la transición —esa quimera con efectos retroactivos— para acceder a una España nueva, imperfecta pero posible, evitando saltos en el vacío. Se alaba sin cuento la sensatez que supo esquivar una vuelta al fondo del pozo que, en ocasiones, se bordeó peligrosamente. Aceptamos que tal fuera el único camino, que hubiera que pasar por el aro de lo permitido para llegar al menos a alguna parte. No obstante, eso fue hace cuarenta años. Y seguimos atenazados por la santa precaución, por el miedo a sacar los pies del tiesto, a incomodar a estos o aquellos, incluso a inquietarlos un poquitín.

Sostener que la separación de poderes es entre nosotros equivalente a la de los países con la mayor solera democrática es algo aventurado. La independencia del judicial en según qué temas —que no son pocos— es harto discutible. Eso por no hablar de su infiltración por partidos e ideologías que no tienen inconveniente en interpretar la ley a su antojo, mientras el legislador duerme el sueño de los justos. Un sector de las élites políticas, sociales y jurídicas vincula indisolublemente Estado de derecho con Estado de derechas. El nombramiento a base de afinidades ideológicas de los miembros de los órganos rectores de los jueces deja francamente maltrecho el concepto mismo de justicia, y más aún los famosos parámetros de mérito y capacidad. Los vasos comunicantes entre política y judicatura atentan gravemente contra el precepto de imparcialidad de los dictámenes judiciales. Añadamos a esto los claros indicios de la existencia, en ciertos cuerpos de seguridad, de elementos o grupos cuya adhesión a los principios democráticos es cuando menos cuestionable. Y esto no solo respecto a sus convicciones íntimas, lo cual sería ya problemático en sí, sino, lo que es todavía más alarmante, en sus actuaciones y conducta. Que funcionarios públicos armados estén al servicio de intereses particulares y de partidos políticos concretos es infumable. ¿Seguridad para quién? ¿Para quienes manejan los resortes del poder? ¿Qué seguridad? ¿La de la barra libre y el mamoneo sin consecuencias?


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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