Narrativa

Un refugio en las montañas

Álvaro Valverde reseña 'Diario de un editor con perro', del fallecido escritor extremeño Julián Rodríguez, un conjunto de textos de escritura «luminosa, antirretórica, cercana, evocadora».

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Fotografía de portada de Natalia Zarco

Julián Rodríguez (Ceclavín [Cáceres], 1968–Colladillo [Segovia], 2019) fue editor, galerista, diseñador gráfico y tipógrafo, pero, por encima de todo, escritor. Fundó las revistas Sub Rosa y La ronda de noche y dirigió la galería de arte Casa sin Fin y la editorial Periférica (junto a Paca Flores), Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural y al Fomento de la Lectura en Extremadura. Tanto la galería (antes hubo otras) como la editorial tuvieron desde el principio su sede en Cáceres. Fue autor del libro de poemas Nevada; de los de relatos Mujeres, manzanas, Santos que yo te pinte y Tríptico; así como de las novelas Tiempo de invierno, Lo improbable, La sombra y la penumbra y Ninguna necesidad, las tres últimas reunidas en el volumen Novelas (2001-2015). También de un ciclo autobiográfico compuesto por Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás y Cultivos. Además de los mencionados, a título particular, obtuvo los premios Cáceres de Novela Corta, Nuevo Talento Fnac y el Ojo Crítico de Narrativa (RNE).

Antes de su prematura muerte, los lectores de Rodríguez llevábamos años esperando un nuevo libro. Sus tareas como editor, profesor invitado en el máster de edición de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y galerista (también las relacionadas con la tipografía, como la monumental carta de vinos de Atrio, restaurante cacereño al que dedicó también un libro) acapararon su atención hasta el punto de impedir que ese deseo se hiciera realidad. Por eso sorprendió tanto, y para bien, que en su muro del mundanal Facebook (otra rareza) publicara a lo largo de 2018 y 2019 un diario que todavía se puede visitar. Esas anotaciones (no todas, hay otro diario, digamos, extremeño), que como bien dice su editor, Martín López-Vega, tienen «evidente vocación literaria», se publican ahora en forma de libro —el que, hipotéticamente, JR concibió— dentro de la colección La Gaveta, diseñada por él para la Editora Regional de Extremadura cuando la dirigía su amigo y mentor Fernando T. Pérez González.

Diario de un editor con perro, como objeto, es precioso y doy por hecho que detrás de su humilde y elegante belleza formal está la mano de otro amigo: su socio Juan Luis López Espada, digno heredero de su savoir faire. En la cubierta, sobre un vistoso fondo rojo, un retrato de Zama, su perra, que «de espaldas, espera su comida», como se indica debajo con la inconfundible letra de su autor, JR.

Zama y él son los protagonistas de este diario que llegó a nombrar en vida y lleva como subtítulo «La casa de las montañas». En efecto, ese era el lugar donde se escribió, una cabaña con regusto literario (nórdico o centroeuropeo, norteamericano incluso) situada «en uno de los lados segovianos (alto y pobre) de la Sierra de Guadarrama, a sólo una hora y media de coche de Madrid por la carretera de Burgos… pero en realidad ya en otro mundo. De viernes (a las doce de la mañana) a lunes (a las nueve de la mañana) ahí se refugia uno», como le contó a Enrique Bueres en FB. Cerca de la Casa de los Mastines, los Prados Altos y el Valle Oculto.

La primera entrada es del 4 de enero de 2018 y la última del 27 de junio de 2019, dos días antes de morir de pronto precisamente allí. Su estancia serrana es posterior a los serios problemas de salud que se le presentaron unos años antes; sin embargo, la enfermedad no aparece en las páginas de este cuaderno donde solo una vez se menciona la palabra hospital (en plural, para ser exactos: p. 139). Nada (o casi) hace sospechar al lector esa íntima circunstancia. Acaso esa manta de coche con la que se cubre las piernas, dentro o fuera, que da al personaje un aire convaleciente. «Hemos vuelto, aquí estamos. Una propina, como dice el verso».

¿De qué se habla en Diario de un editor con perro? En lo sustancial, de lo que a JR le interesaba. Si algo queda claro al leerlo es que, como en ningún otro libro suyo, estas palabras nos permite acercarnos con llaneza al hombre que fue, con independencia de que lo conociéramos en persona o no. Habla de la casa, ante todo. Y del jardín, con su pozo y su banco, el arriate, el balconcillo, la leñera… Una casa donde «no hay televisión, no hay wifi; solo piedra, mucha piedra, y madera, mucha madera. De sabina (con su olor tan especial), de roble. Libros y libros ocupan estanterías y rincones».

Una casa solitaria (no menciona en ella a nadie que no sea Zama o él, salvo el equipode Periférica u operarios de paso, y apenas da cuenta de algunos vecinos o de su paso por la tienda o la carnicería del pueblo) y silenciosa (delante pasa una calleja poco frecuentada) donde casi siempre suena, no obstante, la música. Clásica principalmente. Los lieder de Mahler y Schubert, pongo por caso, o Bach, sin que por ello falten canciones de Dominique A. Una casa con chimenea y con fuego a la que va para vivir «el silencio y los minutos largos». «El tiempo —escribe— era de otra época, no había urgencia alguna». Allí, las tareas domésticas. Como la cocina. A veces deja caer alguna receta (no en vano tuvo un restaurante). Sencillas, de platos tradicionales (lo mismo te prepara un arroz, una sopa, unas migas o una menestra que te fríe unos churros) y de aprovechamiento, aprendidos de sus abuelas y de su madre, la que le cose los manteles. (Por cierto, qué alegría habrá sentido al tener este libro de su querido hijo ante los ojos, entre las manos). «En el calor y la intimidad de la casa —leemos— el tiempo no es de este tiempo, sino de aquel otro en el que me enseñaron a cocinar las mujeres». Nunca falta en su dieta el té blanco ni la mantequilla de Soria (dulce o salada) ni una hogaza de pan asentado. Lo último a lo que alude en su postrera anotación es a un pisto.

Para alguien que pasó su infancia en Las Hurdes (su hermano Javier nació dos años después que él en Nuñomoral), el campo y sus labores no tiene misterios. Por eso sus descripciones son tan precisas. Conoce el nombre de las plantas, los árboles, los pájaros, los utensilios… Cuando pasea con Zama (lo que hace con asiduidad), encuentra zorros, cuervos, lobos, corzos, buitres… Paseos por caminos que tienen algo de túnel del tiempo. Como ese que «me lleva siempre hasta otros caminos verdes (de la infancia y de Las Hurdes)». Otra presencia casi constante es la de la nieve, que tanto le gusta a Zama. Y a él, feliz niño grande.

En esta edición se han perdido, claro está, las fotografías que acompañaban en Facebook a los textos y donde se podía apreciar esa pasión de la perra por esa agua helada. «Huele a Norte», dice en una ocasión. Y: «Los aromas de invierno son para mí, disculpad, como un viaje en el tiempo». La meteorología, en fin, es una variable reiterada.

Quienes conocen la vida y la obra de JR saben que era un gran lector. Se constata en estas líneas. Era una pasión inocultable. Distingue entre leer y estudiar. A ambos quehaceres dedica, como es lógico, no pocas horas en ese «refugio» (p. 121). En el segundo caso, analiza las obras de pintores y dibujantes, que, como en el caso de los escritores, nos descubre con un tino que refuerza su faceta crítica, poco explotada por él, aunque en sus entradas de Facebook abunden esas lúcidas observaciones. Otras veces lee y corrige galeradas de los libros que edita.

Aunque solo publicó un libro de poemas (su ópera prima: Nevada), la poesía no le abandonó nunca. Ni en su escritura ni en sus lecturas. Por eso cita con frecuencia versos y poetas: Bonnefoy, Auden, Borges, Dickinson, Berger, Brontë, Yeats, Rich, Pacheco, William Carlos Williams

Porque hablamos de un libro y de literatura, no podemos olvidar que si por algo se caracterizan estos diarios en las secretas postrimerías es por su estilo. Su tono es, comparado con el resto de su obra, el más sencillo y claro. No, no era JR un escritor al uso. Sus libros eran complejos y exigían complicidad por parte del lector, lo que suele pasar con todos los autores que merecen la pena. Aquí, con todo, su escritura es luminosa, antirretórica, cercana, evocadora y, en consecuencia, la lectura torna transparente. Verdad y belleza que seducen por su genuina naturalidad.



Selección de textos

18 de agosto de 2018

De vuelta en la casa de las montañas; «un jardín cerrado al mundo», como escribiera el poeta. Tareas en el pozo, en la bomba de agua, en algunas plantas nuevas: las dalias, esos bulbos tardíos… Un poco de riego. Zama ya al sol, tras ladrar a los gatos salvajes, tumbada panza arriba, drogada con los olores del campo y el canto de los pajarillos. Cada cual con su plan perfecto; del mío forma parte mi adorada Natalia Ginzburg: su ritratto por Sandra Petrignani. Como banda sonora, un especial Janitsch, cada vez más presente en las tardes de verano. Luce el sol, ni una nube, veinte grados. Al pasar por el laurel, de camino al cobertizo, olía aún a noche, al frío antes del alba.

27 de septiembre de 2018

«Aún no se lo he dicho a mi jardín», escribió Emily Dickinson, y pensé en ese verso al abrir el portón… Suelo pasar viernes, sábado y domingo en las montañas, pero esta semana adelanté el viaje al jueves. La luz de bienvenida era hoy casi irreal, de tantos matices. Dejé los bártulos arriba y me fui con Zama a pasear una hora. Hasta el prado grande, tras caminar robledal abajo… A la vuelta, ella se tumbó sobre la hierba del jardín, junto al manzano y los rosales, y yo me puse a colocar en la leñera las piñas secas del último cargamento; luego leí un poco al lado de Zama. Bajó la temperatura enseguida y el viento comenzó a soplar desde las cumbres. Entré en casa, me cambié de camisa y busqué la rebeca. Me tomé el té sin decidirme a encender la chimenea. «Esperaré a la noche», me dije. El té me había hecho entrar en calor.

21 de octubre de 2018

Este camino arranca a treinta metros, poco más, de la casa: abres el portón del jardín, giras a la derecha por la cortísima calleja y entras en él. En este camino, que acaba en otro más amplio y por el que pasan las pickups de los ganaderos, contemplo nítidamente las cuatro estaciones, como si fuera el laboratorio de un naturalista. En él, fresco en verano y recogido en invierno, esas mismas estaciones parecen ralentizarse lo suficiente para estudiarlas con detalle. Aves, bayas, hojas perennes y hojas caducas. Nidos y madrigueras de zorros, milanos en las ramas más altas y pequeños lagartos con camuflaje color musgo. Siempre que puedo voy y vengo por él. Tiene algo de túnel del tiempo y me lleva siempre hasta otros caminos verdes (de la infancia y de Las Hurdes). Hasta mis abuelos Claudio y Claudia.

10 de noviembre de 2018

Distintas razones (también el relato de Mishima) me llevaron, al despertar hoy, a «Spain», el poema de Auden.

El pan duro acumulado me llevó a preparar estas migas con huevo (quizá porque no estaban ricas, y sí frías y apelmazadas, las que nos sirvieron hace poco en Malpartida).

Los ensayos sobre arquitectura efímera que estudio estas semanas me llevaron, por supuesto, a uno de mis arquitectos favoritos, el japonés Shigeru Ban: a su casa para el té, a sus casas de urgencia en campos de refugiados, a sus catedrales y auditorios… (Todo ello construido sencillamente con cartón reciclado en forma de tubos o de vigas cuadradas.)

En el paseo de la mañana con Zama no recordé, sin embargo, esos versos de Auden sobre la España en guerra civil, sino aquellos otros suyos, que dicen algo así como:

«Nosotros, también, habíamos conocido momentos dorados
en los que cuerpo y alma estaban en sintonía,
habíamos bailado con nuestros amores verdaderos
a la luz de una luna llena,

y nos habíamos sentado con los sabios y los buenos
mientras las lenguas cobraban ingenio y alegría
degustando algún noble plato
directo de Escoffier;
habíamos sentido la gloria indiscreta
que las lágrimas reservan aparte».

Etcétera, etcétera.

(De las cumbres baja la tormenta, la nieve ha quedado oculta bajo las sombras en medio del día, huele a musgo y a bayas pisadas.)

25 de enero de 2019

¿Té o café? Es la única pregunta que deberíamos responder algunos días.

Hoy, en Madrid, la mañana era de quince grados; al llegar al puerto, con ecos aquí y allá de la última nevada, era de poco más de dos. En ese pueblo que hay junto al puerto había que completar el maletero ya lleno de libros: con pan de trigo y cebada, con ese queso que también venden en la calle Huertas y con leche de las vacas que pastan en estos prados. Desde la puerta del colmado-carnicería, que huele siempre a pimentón y a humo, podía verse cómo en lo alto estaba comenzando a nevar de nuevo.

(Los Lieder de Schumann: la banda sonora para la tarde y la noche. Distintas versiones, pero una sensibilidad que las acerca todas de un modo que ahora no podría explicar…)

La casa estaba a seis grados, hice un fuego gigantesco, me quedé dormido en el sofá frente a él, con la voz de ese tenor alemán que murió joven sonando de fondo. Sonando y soñando tal vez; al menos, yo soñé. Al principio, con las malas noticias de la gran ciudad y los muertos lejanos. Después, cuando todo aquello se fue disolviendo entre las llamas y la realidad se volvió más plácida, soñé con el bosque, el zorro que espiaba a un lado del camino, el cuervo y sus conversaciones. «Ya estamos aquí de nuevo», le dije al zorro antes de que huyera; «hemos llegado». Los fresnos ateridos que marcan el sendero estaban pintados del blanco y verde de estos días.

28 de abril de 2019

Me gustan las malas hierbas. Las «no previstas», escribió Bonnefoy. Se apoderan del jardín del mejor modo posible. No hay que arrancarlas, nunca hay que segarlas. «Sobreviven incluso a lo fatídico», por usar otro verso. Pensaba en ellas esta mañana, en el primer paseo del día, camino del robledal. Dos fresnos estaban atravesados en el sendero, un poco más allá de la vaquería, donde JC trajinaba con sus animales. Lo saludé con la mano, uno de sus perros vino junto a Zama, corrieron un poco persiguiéndose. El viento de estas madrugadas desgaja algunas ramas secas de los árboles… Había mucha animación en ese pueblo de la tahona. Antes de que, a las doce, el sol calentara por primera vez en estos días. Los ocupantes de un par de todoterrenos japoneses compraban hogazas y miel y rosquillas fritas antes de regresar a Madrid para votar. Los ocupantes de un viejo renault blanco esperaban, tras ellos, su turno en la cola. Pidieron pan de centeno y trigo y un tarro de miel de bosque. Yo compré mantequilla de Soria, leche fresca y un bollo de pan dorado y crujiente. (Casi como un tópico. Así es siempre el pan en algunos relatos.) Sobrevolando la carretera, que atraviesa una parte de la comarca y discurre en paralelo a las montañas, había buitres y más buitres. Al girar hacia el camino que lleva a casa, y tras atravesar un par de barrios (así llaman aquí a las pedanías —en realidad, aldeas de un solo habitante en algunos casos—), vi otros dos buitres, estaban posados junto a un animal muerto. El ruido del motor los ahuyentó. «Han vuelto a bajar los lobos esta noche», me dijo luego JC. El ganado muerto no era suyo, sino de ese matrimonio malencarado que siempre mira con cara de pocos amigos a Zama y pastorea sus ovejas casi con rabia, los dueños del mastín loco, una pareja que ya he citado aquí antes y suele montar gresca en el bar de la carretera nacional.

18 de mayo de 2019

Dos grados a las nueve de la mañana; cuatro a las doce. Y hasta ahí… Las nubes van y vienen, ¿o es el sol? Todo es gris o todo es dorado. Los caminos, casi pasadizos verdes, devuelven ahora el esplendor que sembraron las lluvias y las nevadas. Águilas, buitres. Zama sigue el rastro de los corzos, luego persigue un zorro joven y muy rápido. De vuelta en casa, abro el volumen de Cavalcanti que he traído para estos días y leo algunos versos sobre una doncella convertida en ánade o en gamo, hago un par de llamadas (una a mi madre); desde el balconcillo veo cómo el milano desciende a toda velocidad hacia el prado, en busca de alguna presa. «El cuervo le susurró el futuro entre sueños», leo en otro libro, y recuerdo que no he vuelto a ver al cuervo de estas montañas, antes tan presente. «Al despertar, el cuervo le susurró el futuro». En la chimenea arden la primera piña, unas tablas viejas y dos ramas grandes y secas de fresno. Dejo la leña de encina para más tarde. El petirrojo sí que regresa cada día, le queda poca timidez. Me quedo dormido frente al fuego.

27 de junio de 2019

«¿Huyendo del calor? ¿Qué haces hoy jueves por aquí? —me ha preguntado, como saludo, el frutero. Había montado su puesto en una esquina de la plaza, bajo un toldillo de color canela. En ese pueblo de las montañas donde está la mejor tahona de la comarca… En realidad, suelo encontrármelo los viernes en otro pueblo, con su furgoneta multicolor atestada de cajas de fruta y verdura—. Los melones, de Villaconejos, son muy buenos —ha dicho luego, y también, para convencerme—: Tres por seis euros, majo… Te pongo uno para comer ya, y los otros te durarán una semana tranquilamente; o más, si los guardas a la fresca».

He sido su último cliente del día: eran ya casi las dos, y él quería comer en un asador qué está a media hora al menos por estas carreteras, subiendo y bajando cuestas. Ha comenzado a guardar el género mientras silbaba. «Estás contento, ¿eh?», le ha dicho un tipo vestido con un mono de mecánico lleno de grasa; había aparcado su pick up un poco más allá. «¿Te vas?». «Me voy, sí… A ver si me dan de comer donde Justo… Y luego aparco a la sombra por ahí y duermo un rato antes de volver a casa, que hoy a las cinco de la mañana ya estaba en danza». El otro se ha despedido con un gesto de la cabeza y ha entrado en la tahona, pero de repente se ha vuelto hacia el frutero: «Cuidado, que aquí estás casi fresquito, pero en cuanto bajes por ahí te da un soponcio… Hoy, la gente va como aletargada».

Un coche había caído en la cuneta en la carretera comarcal, no lejos de la gasolinera, pero ya estaba allí la grúa de Mapfre, cuyo conductor, que es rumano, conocí hace unos meses. Lo saludé, y sonrió con su buen humor habitual. Las vacas estaban un poco más allá, pastando al sol. El bosquecillo de abetos arrancaba justo detrás del prado.

El termómetro del jardín marcaba veintisiete grados al llegar; el de la cocina, veintidós. Zama corrió hacia el cobertizo primero, luego volvió a la calleja (el portón del jardín estaba abierto) e hizo su ronda. Revisé el nivel del agua en el pozo, puse Radio Clásica, calenté el pisto que sobró el otro día en Madrid.


Diario de un editor con perro
Julián Rodríguez
Editora Regional de Extremadura, 2021
176 páginas
11 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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