/ una reseña de Álvaro Valverde /
José Luis Melero (Zaragoza, 1956) es escritor, bibliófilo y un estudioso de la cultura de Aragón. Fue uno de los fundadores del Rolde de Estudios Aragoneses y de la revista del mismo nombre (que todavía sigue viva). También de Crótalo.
Aragonesista confeso, presidió la Fundación Gaspar Torrente para la investigación y desarrollo del aragonesismo y es académico de número de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, donde ostenta el cargo de Bibliotecario.
Pertenece a diferentes Consejos de Redacción de revistas y al Consejo Científico y Consejo Editorial del Instituto de Estudios Turolenses, editor de Turia.

Columnista de prensa y colaborador de programa radiofónicos (como «Aragoneses en Aragón», de Aragón Radio, junto a Genoveva Crespo), es un reconocido experto en jota y un hincha del Real Zaragoza.
Tiene, entre otras distinciones, la de Hijo Predilecto de la Ciudad de Zaragoza, la Medalla de Oro de Santa Isabel (concedida por la Diputación Provincial de Zaragoza) y la de Hijo Adoptivo de la Villa de Aguarón.
Todo lo dicho podría dar a entender al lector desprevenido que estamos ante un circunspecto señor de provincias que apenas sale de casa debido a sus rancias ocupaciones eruditas. Dista mucho de ser verdad. Lo demuestra, y no solo, su faceta de escritor; un arte que ejercita, sobre todo, desde la columna, y no por su condición de estilita, sino porque escribe una para su periódico, el Heraldo de Aragón, cada semana.
Quien haya leído Leer para contarlo: memorias de un bibliófilo aragonés (2015), La vida de los libros (2009), Escritores y escrituras (2012), El tenedor de libros (2015) y El lector incorregible (2018), todos publicados por Xórdica, sabe bien cómo es. A esta serie se suma ahora Lecturas y pasiones, aunque, para completar el mapa, no está de más que mencionemos otras obras suyas, como Los libros de la guerra (2006), Manual de uso del lector de diarios (2013) y Una aproximación a la bibliofilia: los libros, la vida y la literatura (2017), además de los dedicados a la jota o a los cuentos populares de su tierra.
Lecturas y pasiones reúne ciento doce artículos del Heraldo publicados entre 2018 y 2021. Antes de entrar en materia conviene fijarse, con independencia de la afición de cada cual por la bibliofilia (estamos ante un libro bien hecho), en la ilustración de la cubierta, obra de Jorge Gay, y, más que nada, en el prólogo. Los de Melero son pequeñas joyas que nunca han de saltarse, no como la mayoría de los enojosos delantales que se colocan en las primeras páginas de los libros. En este, el autor vuelve a recordarnos su «pasión por los libros», que, «desbordada, acabó convirtiendo mi casa en una biblioteca». Tanto, podemos precisar, que, como antaño hiciera un rico con su querida, tuvo que ponerle un piso a los ejemplares que terminaron rebasando la suya propia.
Sostiene, aunque parezca baladí, que «los libros están hechos para ser leídos» (y no coleccionados, como suelen hacer sus camaradas bibliófilos). Y, con pudor, que «tener muchos libros […] no significa tampoco nada».
Afirma después: «Dime qué libros has leído y te diré quién eres». Y: «Uno siente pasión por los libros porque anhela leerlos». Luego añade: «Por eso nos gustan más los libros humildes que las grandes piezas de caza mayor».
De sus lecturas y pasiones, sí, está hecho este libro, donde conviven «lo local y lo universal», que viene a ser lo mismo cuando de literatura se trata como nos explicó hace tiempo Miguel Torga.
La materia a que me refería se resume en los asuntos de los que esos artículos tratan. De escritores raros y olvidados, de otros mucho más conocidos e incluso de amigos que escriben (el desaparecido Félix Romeo o los muy vivos Fernando Sanmartín, Sergio Vila-Sanjuán y Antón Castro). Para empezar, porque la pulsión amistosa es en Melero de una naturalidad llamativa y, para seguir, porque es evidente que los amigos pueden escribir buenos libros. Aquello, ya saben, de que la admiración está en el origen de la amistad, al decir del clásico. ¿A quién, en fin, no le gustaría aparecer en alguna de estas columnas de la sección de Opinión del suplemento Artes & Letras del citado diario aragonés?
Incluso cuando nos habla de fútbol, pongo por caso, o de un libro o un autor que es o fue paisano suyo (de los ilustres), esto es, cuando desciende a lo personal y regional por excelencia, es capaz de encandilarnos. Sencillo: porque escribe muy bien (un estilo que no se nota, digamos, ni retórico ni enfático, pero efectivo y sólo suyo) y porque detrás de la información y del análisis está la anécdota o el retrato del personaje, singular casi siempre.
Anécdotas divertidas, señalo. Y es que Melero gasta un sentido del humor tan sustancial como notable, extraño en el panorama literario patrio; con frecuencia, tan solemne y grave. Un humor, claro, teñido de ironía. De esa benévola e inteligente que no hace sangre.
Si no fuera pecado, diría que la de este hombre es una literatura entretenida.
No es cosa de poner aquí la ristra de autores de los que nos cuenta algo. Es larga, sin duda, y recortada dejaría de tener gracia. Sin embargo, me atrevo a destacar lo que a uno más le ha interesado. Así, las columnas que dedica a Lorca, aprovechando un viaje a Granada con su mujer, Yolanda, su «vicerrectora favorita», como le ocurre con frecuencia; a las pesquisas del Rastro, con su admirado Trapiello al fondo (en 2019 publicó, en edición no venal de 50 ejemplares, Un recorrido por el Rastro de Andrés Trapiello) y a otras exploraciones por librerías de viejo, como la de Antonio Mateos en Málaga (antes de que Internet acabara con el placer de comprar primeras ediciones); a la bibliofilia de «un bibliófilo muy atípico», como se define, y a las bibliotecas de otros, esa suerte de autobiografías; a las librerías normales, a las Ferias del Libro (de cualquier época) y a los pregones y las presentaciones de libros (que odia y ama, más desde que está jubilado y lleva una vida social intensa y hasta peligrosa); a los descubrimientos de obras y escritores (y escritoras, no se me enfaden) que él resucita con justicia poética (como la de quien creía extremeño: «el cazador Antonio Covarsí», o la de otro de Extremadura, nacido, este sí, en Mérida: mi añorado Alberto Oliart, poeta inédito); a hechos históricos, pues no le falta, al revés, un gran sentido de la historia; a Jaca, una ciudad a la que uno siempre ha querido ir; las que destina a la suya, Zaragoza, y, ya allí, a los famosos y no tanto que pasaron por esa ciudad con universidad y río; a escritores de vidas poco ejemplares, como Sender y Salinas; o, por terminar, a la política, que en este país llamado España es inseparable de nuestra última, catastrófica guerra civil.
Podríamos ir leyendo, semana a semana, esta especie de novela por entregas (por lo que tiene de trama en la que se enreda una serie de curiosos personajes), ya que Melero publica las columnas en su muro de Facebook tras su aparición en el periódico, pero uno prefiere esperar a que la ristra adopte forma de libro. Uno de esos «humildes» que «sentimos cerca del corazón y leemos con fruición y avidez», por decirlo con sus propias palabras.
Dos artículos de José Luis Melero
La hora de Fernando Sanmartín
No recuerdo con precisión cuándo conocí a Fernando Sanmartín pero sería hacia 1977, porque en el número 2 de la revista Rolde, de enero de 1978, ya publicamos un poema suyo. Hace pues 43 años que somos amigos. Estuvimos luego juntos en la fundación de una revista de poesía, Crótalo —que solo publicó dos números—, él sacó adelante otras revistas (El Bosque, La Expedición, en las que a petición suya también colaboré) y yo seguí siempre con mi Rolde inmarcesible, que aún hoy se mantiene firme y vigoroso conducido por el profesor de filosofía antigua de la Universidad del País Vasco, Javier Aguirre, gran amigo de Fernando y mío. Uno abandonó pronto los versos, pero Sanmartín siguió escribiéndolos, cada vez más serenos, certeros y conmovedores, y se convirtió en uno de los más grandes poetas aragoneses y españoles, y, sobre todo, en maestro de poetas, reconocido por tantos como han visto en él un compromiso profundo y vital con la poesía, una forma de ser poeta alejada de las pugnas literarias, los egos descontrolados y las vanidades patológicas. Ha sido siempre un gran lector —algo imprescindible, no hace falta decirlo, para ser escritor— y hemos compartido muchas lecturas y muchos autores que nos son muy queridos: Jordá, Valero, Bonet, Trapiello, Llop, Miguel d’Ors, Ferreró, Modiano, Larkin… y tantos otros que nos han acompañado a lo largo de la vida. Como a los poetas se les conoce en la prosa, un día Fernando decidió demostrar que también era un gran prosista, y comenzó a regalarnos dietarios, libros de viaje, novelas…, con los que de nuevo consiguió muchos y fieles lectores. Todo ello sin hacer ni una concesión ni echar un chafarrinón, en búsqueda siempre de la mejor literatura, con el listón muy alto, apto sólo para los mejores saltadores herederos de Fosbury.
La vida, un día ya lejano y casi olvidado, le hincó los dientes con saña, pero nunca estuvo solo. Sus amigos estuvimos a su lado y todos juntos pudimos celebrar un final feliz. Es elegante, inteligente y discreto, «un abogado con alma de contrabandista», como le llamó una vez Julio José Ordovás. Y siempre muestra interés por todo, pues todo lo mira con ojos de niño interesado en descubrir el mundo cada día. Se abonó hace años con su hijo Jorge al Zaragoza, lo que ya le convirtió a los ojos de todos en alguien rayano en la perfección. Dentro de poco sacará un nuevo libro —en Xordica, claro, a la que es fiel como yo— y será todo un acontecimiento para sus muchos lectores. Nunca ha buscado los elogios, pero ha tratado de merecerlos.
Elisabete de Altube: un amor fugaz
Uno de los episodios más controvertidos de la vida de Sender fue su matrimonio con Elisabete de Altube. A mí, a decir verdad, siempre me costó entenderlo. Amparo Barayón, su primera mujer, había sido fusilada en Zamora en octubre de 1936. Murió invocando el nombre de su marido y, según el propio Sender le confesó a Luz Campana de Watts, Amparo le escribió pocas horas antes de su fusilamiento una carta escrita a lápiz que el escritor recibió a través de la persona que acompañó a sus hijos cuando le fueron entregados por la Cruz Roja en Francia. Esa carta, en palabras del propio Sender, era una carta «de amor y de despedida». Por tanto, si el último pensamiento de Amparo fue para su marido y poco antes de morir le escribió una carta de amor, parece lógico pensar que la relación entre ambos esposos era magnífica. Sender, además, tuvo siempre la impresión de que Amparo pagó por él y que fue asesinada porque no pudieron matarlo a él, o «por represalias contra mí», como le escribió a Joaquín Maurín. Es más, Sender pensaba que Amparo le había salvado la vida, y así se lo declaró a Marcelino C. Peñuelas en sus conocidas Conversaciones con Ramón J. Sender.
Pues bien, en Bayona, donde el escritor fue a recoger a sus hijos y donde leyó la carta de amor de Amparo, Sender conoció a Elisabete de Altube, una vasca de Mondragón, sobrina del alcalde de Guernica entre 1931 y 1935 y mujer de notable formación, pues, en palabras de Jesús Vived, «había estado vinculada a una organización religiosa». Y se casó con ella, según Vived en enero de 1937, aunque Ramón Sender Barayón, en Muerte en Zamora, transcribe una conversación con Elisabete en la que esta le confiesa que la boda fue a finales de diciembre de 1936 y que los casó un diputado del Parlamento catalán, pues, pese a que ella y su familia querían una ceremonia religiosa, «en aquellos tiempos no había curas en Barcelona». Amparo es fusilada en octubre y Sender se casa con Elisabete en diciembre. Parece ciertamente increíble, incluso admitiendo que el aragonés sólo buscara una madre para sus hijos recién nacidos. Elisabete le dará un hijo, Manuel (en recuerdo del hermano del escritor, asesinado en Huesca), nacido en noviembre de 1937 en Pau, donde el matrimonio se había instalado con los niños. En Pau, Sender le dictaría a Elisabete Contraataque. Elisabete y el escritor se separaron en abril de 1938 y ésta le dijo a Sender Barayón que «igual que a Amparo, a mí me dijo que me fuera a casa de mi padre, en Barcelona. Me fui a principios de junio del 38 y desde entonces perdía la pista de él y de vosotros». Sender, entonces, llevó a sus hijos a París durante un corto espacio de tiempo y después los dejó en un campo infantil de refugiados que había en Calais. Comenzó una nueva relación, esta vez con una periodista austriaca. Elisabete siempre pensó que la había abandonado por ella.
En marzo de 1939 Sender viajó con sus hijos a Estados Unidos y allí los confió a la escritora Julia Davis, hija de un abogado de Nueva York que había aspirado a la presidencia de EE.UU. por el Partido Demócrata. El aragonés se marchó a México y Julia se encargaría de criar y educar a sus hijos.

José Luis Melero
Xórdica, 2021
288 páginas
20 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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