Textos de Tomás Sánchez Santiago · Fotografías de Encarna Mozas
Nítidamente, se me aparece mi padre en un sueño. Su pálido rostro de arenisca, su gesto habitual de fruncir los labios y tensar la barbilla. ¿Pero qué haces aquí?, eso le dije como si no diera crédito a que regresara después de tanto tiempo afuera. Luego no sé qué pudo ocurrir en el abismo de lo soñado. Todo borroso. Solo aquella presencia fulgurante, imponiéndose con suavidad rotunda. Su estatura interior, que nos sobrepasaba a todos, siempre me dejaba inerme, y esta noche también ha sido así. Me desperté con el alma confusa. El extraño señorío de los sueños.

Ennoblecerlo todo con la mirada: de eso se trata. Al cruzar el parque, fijarse en ese calcetín flotando desamparado en un charco de luces grasientas es ya convertirlo en la conjetura de una historia, en una criatura desechada pero que despide luz propia que nosotros debemos saber descubrir. No de otra cosa se habla en el mundo maravilloso de los cuentos infantiles, cuando un golpe con una varita y ciertas palabras son capaces de hacernos ver ante nosotros lo que nadie ha visto antes. Y es que esa es la clave de la existencia: vivir para ver; para ver lo que nadie más ve.
El primer ejemplo de onomástica sexual que recuerdo en mi vida ocurrió en la tienda familiar. Vendíamos remaches, compuestos de dos piezas que se llamaban el macho y la hembra. Yo no sabía por qué esos nombres. Un día oí a un zapatero decir aquel verbo que aún lo perturbaba todo más: machihembrar. Vi lo que ocurría y quise suponer. Una extraña zozobra me recorrió el cuerpo por primera vez. ¿Era algo así lo que ocurría con los hombres y las mujeres? ¿Esa misma violencia metálica? Nadie me auxiliaría todavía para resolver el gran enigma. Tuve que esperar a conversaciones montaraces entre escolares tan perdidos como yo. Hablábamos del cuerpo como de un taller cuyas herramientas tenían una función desconocida. Nuestro aprendizaje era ciego y tortuoso, se abría paso entre la opacidad de los mayores y la sanguinaria pedagogía de los curas. Entonces era así. Y yo despachaba remaches en la tienda separando los machos de las hembras con algo parecido a una voluptuosidad, igual que un pequeño ganadero que no sabe por qué pero debe estar atento al milagro impetuoso del apareamiento.
El crepitar chicheante de los envoltorios al retirarlos: último pasaje de los deseos. Mañana de Reyes.
Como una dinastía desarbolada, ahí llegaron ellos con su pequeña gimnasia vivaracha, con su continuo piar pajarero y chillón, con su comportamiento temerario que los pone tan al lado de lo humano pero inalcanzables, con su ruidosa investigación sin modales en las aceras de las terrazas. Los gorriones de Madrid esperan a que nos vayamos para colgarse de los respaldos de nuestras sillas y martillear con su pico en las sobras de nuestros platos.

Antes se implicaba más el cuerpo en todo lo que se hacía. Se escribía siempre a mano, dejando desgranar desde ella poco a poco lo que se iba diciendo; la letra era así una continuidad del cuerpo y, como la voz o la cara, intransferible, incluida la alegre pirotecnia de las piruetas ortográficas. También las magnitudes revelaban esa presencia de la corporalidad: una mano de plátanos, un puñado de aceitunas, una pulgada, un pie, una braza… Todo tomaba como referencia la proporción humana, con su despreocupada inexactitud. Luego llegaron la técnica y los pactos universales en pos de la exactitud. Y las referencias nominales al cuerpo se fueron retirando hacia las sombras. Dejó de contarse con él. Las relaciones fueron más exactas pero menos personales. La objetividad no tiene entrañas.
Voracidad de quien ha llegado tarde a la fiesta sagrada de las palabras: arrastrarlas por los pelos, zarandearlas con escasa misericordia, peinarlas apuradamente para lucir presentables en la fotografía de alcance social y, de ser posible, imponerlas a codazos por delante de las de los demás. Escritor de oficio: no ha entendido nada en su insolente manoteo ubicuo.
Como un salón donde de pronto alguien enciende unas cuantas luces, la memoria trae nombres repentinos, escenas asistidas de nuevo por la humedad voladiza de los recuerdos. Nadie sabe de dónde. Nadie sabe por qué ni cuánto tiempo se quedarán con nosotros. Son las ondulaciones de la memoria, sí: esa máquina misteriosa de indultos que elige por su cuenta lo que va a reponerse y lo que ya jamás saldrá a flote.
Procura venir pronto. Procura no comer demasiado. Procura no beber. Procura no mancharte. Procura no hablar mal de nadie. Procura jugar limpio. Procura dar las gracias si te dan de merendar. Toda mi vida se me ha ido procurando. Ese ha sido mi verdadero oficio: el de procurador.

La carretera del norte pone intimidad y secreto en el recorrido de su aventura. Por ella se llega al mar, a la dulzura inesperada de los nombres, al sentido del orden verdadero del mundo y a los crujidos de la felicidad.

Cielo fresco de enero. El abecedario sonrosado de los aviones deja mensajes que miramos desde la tierra sin comprender del todo lo que quiere decir esa caligrafía exhausta de tirantes cruzados sobre un pecho inmenso. Muy probablemente estará envenenando el espacio. Pero necesitamos creer que existe también la belleza en esos juegos de cicatrices que parecen dones que nos deja el sol para que colguemos los ojos en lo alto, al modo de una oración detenida y sin palabras.
Entra en casa otro champú. Este está compuesto a base de arcilla y limón. Y es purificativo, según proclama la información publicitaria. Eso convierte en una ceremonia lustral al quehacer de enjabonarse la cabeza. Y a la ducha de mi cuarto de baño en el Ganges.

Cuidado con la arrogancia de los adjetivos. A veces, su estatura tapa todo lo que viene detrás, como cuando en el cine te tocaba justo delante un hombre demasiado alto o una mujer de peinado estrepitoso de chimenea y te impedían ver en toda su amplitud la película. También hay que procurar la discreción en las palabras. Recuerdo haber leído al gran Antonio Pereira (ese autor que cultivaba en sus relatos «un erotismo diocesano», al decir de Gamoneda) que entre dos palabras había que elegir siempre la más clara; y en caso de duda u ofuscación, la menos prestigiosa. Debería aplicármelo.
Ya han pasado años. Ella ha conseguido seguir viviendo pero trae consigo, aún efervescente, su herida. Y cuando nombra a su hija, las palabras suenan con una regularidad trágica; entonces pasa deprisa sobre ellas como si les echase encima agua escaldada. Pero enseguida deja atrás la carne viva del dolor y en cuanto puede salta de nuevo al tren en marcha de la vida con otras palabras que amontona como para envolverse con ellas y defenderse del olor a perro mojado de los recuerdos. «Tengo a la mitad de mi familia en el cementerio», le he oído decir alguna vez con el espanto domesticado de una naturalidad admirable.

Abierta, con su morfología eufórica, la escarola aguarda escalfada en el puesto del hortelano, en el mercadillo al aire libre de los sábados. Parece una criatura fantástica y llena de irrealidad con sus tentáculos violentos como bucles, tal como la cabeza de la medusa del mito griego. Pareciera que tiene vida, que va a desperezarse lentamente y a salir de su enfrascamiento vegetal. Pero ahí sigue, bajo el sol de enero, como una flor de biografía parada, a la espera del vendaval de las manos que acabarán por arrebatarla hasta la estación terminal de un domicilio.
En el café-librería Tula Varona, un letrero me hace sonreír. Está en portugués: «Vinho é poesia engarrafada». Otra manera de crear vínculos entre la poesía y la vida que los portugueses tienen. Como aquella vez en Trás-os-Montes, cuando en una panadería me dieron el pan envuelto en una bolsa de papel con versos de Torga; o aquella otra vez en Tavira, en el entrañable museo-biblioteca dedicado a Álvaro de Campos, un pequeño edificio que en otro tiempo había sido cárcel y donde podías servirte un café tú mismo mientras con él en la mano recorrías aquellos espacios. Así atienden en Portugal a sus poetas. Nada que ver con el descuido habitual que hay en España para con ellos, que no están en la vida sino en los anaqueles culturales y en los altares mediáticos que los convierten en pasto extraño. Pero he visto en el café Tula Varona ese letrero lleno de gracia y convencimiento, y por un momento creí que estaba al otro lado, en ese país extraordinario donde la poesía se amasa con los dedos.

Lección de anatomía.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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